viernes, junio 29, 2007

Una mujer casada, el Godard más personal

Terminar de ver una película de Godard equivale a navegar entre sensaciones entrecruzadas de confusión y éxtasis. La acumulación de ideas y conceptos entre juegos formales puede llegar a saturar o irritar, pero sólo hay que dejarse arrastrar para vivir una experiencia maravillosa. El mismo año que Godard filmó su divertida, vitalista, espontánea, desmitificadora y famosísima Banda aparte (1964), nos dejó una película bastante olvidada pero absolutamente perfecta, que desde estos momentos considero la quintaesencia de su cine.



Une femme mariée nos sumerge durante 24 horas en la vida de Charlotte, una mujer acomodada que busca el amor como una Gertrud moderna (más cercana y humilde, menos exagerada en su tormento) que se divide entre su marido y su amante. Godard nos separa estéticamente los momentos de intimidad de los pasajes más superficiales y rutinarios, mostrando los primeros a través de unos primeros planos estáticos, casi bressonianos, que cautivan por su belleza, con un extraordinario cuidado de la composición, enfocada hacia la indagación del cuerpo femenino. El personaje de Charlotte nos recuerda en muchos momentos, inevitablemente, la Nana de Vivre sa vie, a pesar de que las características sociales y psicológicas son totalmente distintas. Sin embargo, ambas películas forman un díptico perfecto que escudriña en el alma femenina. De alguna manera, me atrevería a decir que Nana desanda el camino de ida trazado por Charlotte, y la búsqueda del amor se convierte, como apunta Susan Sontag en su ensayo sobre Vivre sa vie, en una exploración de la libertad y la responsabilidad. Como si, al fallar el sustento de aquellos que creemos cerca, no nos quedara más que refugiarnos en el valor de nuestra propia condición moral.



La película se abre con una mano de hombre agarrando el brazo de la mujer, símbolo de la opresión, más o menos explícita, que el sexo masculino ejerce sobre el femenino, no sólo a nivel físico sino también en cuestiones éticas, dada la diferente sensibilidad entre ambos que queda patente a lo largo del metraje. Godard utiliza, esta vez con moderación, algunos de los sellos de su obra: el collage, la experimentación visual, las continuas referencias cinematográficas (al propio cine, a Marlene Dietrich, Hitchcock, Truffaut y su Jules y Jim...) y culturales (Racine, Beethoven...), un humor dosificado, ácido y punzante a la par que algo naif, vueltas y vueltas (directas o indirectas) al tema del holocausto... Y, por supuesto, también las habituales digresiones (unas extensas y otras breves y aisladas), de carácter filosófico o autoreferencial, que nos dan algunas de las claves de toda la obra de Godard.



En un momento dado se dice que mirar quiere decir guardar dos veces, como si mirar y hacer cine fueran una misma cosa. Retener el pasado, conservar en la memoria y en la retina (¿idea germinal de las Histoire(s) du Cinema?). En otra secuencia más extensa, partida en cuatro, se nos habla de la memoria, el presente, la inteligencia y la infancia, cada término a través de un personaje. Se dice que "la inteligencia es comprender antes de afirmar", lo que no parece muy coherente con el tópico de Godard-joven-transgresor-comunista, lo cual puede verse como una desmitificación de sí mismo, algo fundamental en quien está interesado en hacer avanzar su arte y su visión sobre el mundo. Se dice también, como consecuencia de lo anterior, que "hay que querer a los jóvenes prudentes y a los ancianos locos", lo que me lleva a pensar en la frase que pronuncia Goytisolo en Nuestra música: "matar a un hombre por defender una idea no es defender una idea, es matar a un hombre". Estas afirmaciones podrían parecer propias de alguien más reaccionario, pero lo único que demuestran es que la militancia de Godard siempre va supeditada a un profundo humanismo, que lleva a reflejar, por medio de la estética, unas determinadas ideas éticas. Ahí está la clave de Godard y la llave del futuro del cine, como ya comentamos a propósito de la última película de Pedro Costa.



En definitiva, lo que se nos propone en esta película es una aventura espiritual hacia la vida de Charlotte, una experiencia entre filosófica y estética que nos acerca a un tipo de verdad casi imposible de vislumbrar en este artificio que llamamos cine. No podremos asimilar todo el contenido, las incontables reflexiones, los conceptos que rebotan en uno y otro lado evitando ser cazados, pero nos queda la sensación de haber compartido esas 24 horas con Charlotte que son capaces de revelar toda una vida, las lágrimas al final de una jornada elegíaca.

Una mujer casada es un clásico indiscutible, un hito en la historia del cine de una modernidad insuperable, fundamental en su director e injustamente tapado por las otras películas del Godard de la época, aparentemente más llamativas y vistosas. Podríamos seguir casi hasta el infinito, pero como diría Jean Luc, sí, se acabó.

Una mujer casada en Sedmikrasky

sábado, junio 23, 2007

Bergman desconocido (II): Sueños

Parece decirnos Bergman que los sueños que construyen mientras se desmoronan, que las ilusiones flotan invisibles, como conscientes de su propia fragilidad, escondidas del daño que pueden llegar a causar. La supervivencia no viene a ser más que la capacidad de cada persona para fabricar nuevos sueños a partir de los pedazos o, incluso, la manera de mover las mismas piezas desportilladas hasta que parezcan formar un nuevo y reluciente rompecabezas.



Bergman se prepara para dar el gran salto de calidad, empezar a brindarnos una obra maestra tras otra, sonrisas, sellos y fresas, rostros, espejos, comulgantes y silencios, y aborda en Sueños una película personalísima, menos ambiciosa formalmente que las posteriores, pero que esconde en sus temas y estructuras más ambiciones de lo que parece. Adopta el film una estructura de “glorieta”, con un inicio lineal que se bifurca en dos para contar los respectivos sueños de las protagonistas y vuelve a unirse en el tramo final, que, en su ambigüedad, nos hace preguntarnos cuánto tardará en llegar la próxima escisión a la vida de las dos chicas. Una de ellas es la siempre estupenda Harriet Andersson, modelo fotográfica y jovencita desorientada (quizás consecuencia de una adolescencia perdida, como nos puede sugerir su profesión), que tras su apariencia seria y responsable, consciente del propio futuro y recelosa de su noviazgo, esconde un pozo sin fondo de deseos insatisfechos que sólo se atreverá a reconocer cuando el genio de la lámpara la meta, directamente, en la boca del lobo. La otra protagonista, Eva Dahlbeck, también habitual de Bergman, es una mujer madura, que se nos presenta como seria (rígida, casi implacable), responsable y plenamente consciente de sus actos, que en soledad se transforma dejando escapar todas sus debilidades, que se manifiestan a través de sus tormentos íntimos, mostrados mediante algunos de los recursos habituales del cine del sueco. Se sugiere una pasada relación turbulenta, del mismo modo que se sugieren infinidad de detalles de las vidas de todos los implicados en la historia (aparte de las protagonistas, los dos hombres que protagonizan o desencadenan los sueños y las otras dos mujeres que, de una palmada, hacen desvanecer todo el castillo de ilusiones) con una sutileza que pueden hacerlos pasar desapercibidos.


Así pues, una de las claves de la película son las apariencias, la máscara que cada protagonista (complementarias ambas en sus sentimientos, ambiciones y modo de ser) se pone delante de una sociedad en la que todo es mentira... Y el otro punto decisivo está en el viaje, o la ausencia de una casa, una ciudad propia..., como elemento que hace replantear las vidas de las chicas. Porque cuando salimos de nuestro entorno necesitamos estar alerta, cobijados del miedo a lo desconocido, y esa desprotección nos hace ver lo que intentamos ocultar en nuestra vida ordinaria. Por eso un viaje siempre es iniciático, especialmente para Bergman, y supone un germen sobre el que replantear nuestra propia existencia al tiempo que descubrimos el rostro de quien nos acompaña despojado de cualquier careta.


La película funciona como un espejo antisimétrico, en el que las situaciones y estructuras se repiten a “ambos lados de la glorieta”, en una sabia construcción que nos envuelve y hace sentir reflejados. De esta manera, aquí radica la mayor riqueza de una historia muy contenida formalmente, semejante en ocasiones a clásicos del melodrama hollywoodiense de la época, que el director sueco remoza, lleva a su terreno, y contiene sin desbordar a la espera de hacer explotar toda su dinamita en etapas creativas más lejanas.

Bergman desconocido (I): Una lección de amor

jueves, junio 14, 2007

2006: completando la cosecha

En este último mes hemos podido disfrutar en Madrid, gracias a la magnífica programación de la Filmoteca Nacional y La Casa Encendida, de algunas de las propuestas cinematográficas más fascinantes e intensas del último año.

De toda la cosecha del 2006 que había podido ver, ya comenté mi predilección por el póquer de películas "Cartas desde Iwo Jima" (ésta cada vez más diluída, me da la impresión)-"Una pareja perfecta"-"Woman on the beach"-"INLAND EMPIRE".(También me gustó bastante la otra mitad de Eastwood, o las últimas cosas de Sofi Coppola, de Palma, Almodóvar o Allen). Pues ahora puedo añadir otras cuatro cintas al grupo de cabeza, y sólo una de ellas me plantea dudas en determinadas ocasiones.

"Syndromes and a century" es la última creación de Apichatpong Weerasethakul, que parece reinventarse en cada obra manteniendo algunas de sus características. En este caso nos hallamos ante una película muchísimo más ligera que su anterior "Tropical Malady", un juguete que a veces parece un divertimento exquisito, una ironía inmensa, y otras se mueve entre un esteticismo algo vacuo, una indagación formal que llega a alcanzar cotas hipnóticas en momentos concretos, y una reflexión desengañada sobre las ilusiones y las formas de vida contemporáneas, mirándonos con una ternura no exenta de escepticismo. La nueva película de Apichatpong llama la atención por su riqueza (anti)narrativa, acumulando intrahistorias que pueden (o no) ser relacionadas, invocando dualidades de forma más directa que en otras ocasiones, entre lo rural y lo urbano, lo divertido y lo terrorífico, lo acogedor y lo aséptico, lo intimista y lo grandilocuente. El cóctel es jugoso y, además, digerible por todos los públicos. Me queda la duda de si Apichatpong pretende popularizarse (manteniendo detalles que le impidan perder el pretigio crítico) o si esto forma parte de su discurso global, de manera que la película cobre pleno sentido dentro de su filmografía con el paso de los años. Sinceramente, a ratos pienso que he visto una obra maestra y a ratos me siento ligeramente defraudado. Lo único indiscutible es el buen rato que hace pasar en el cine (a pesar de que el humor me ha parecido en ocasiones menos sutil de lo que se comenta, llegando incluso a rozar lo zafio) y ciertos planos que dejan literalmente boquiabierto (especialmente la penúltima secuencia, con el fantasmagórico travelling por los sótanos a lo Wang Bing, que nos viene a mostrar, más que las ruinas de lo que ha dejado de existir, la capacidad de los espacios de trascender la propia voluntad de lo humano).



La dialéctica de los personajes de "Syndromes and a century", su necesidad de contar su historia y su emoción personal, es lo que une la película con otra a la que se parece muy poco, la monumental "Juventude em marcha" de Pedro Costa. Se ha escrito ya mucho y bien sobre ella, y el propio Costa revela sus influencias en el número de mayo de Cahiers-España, hablando de Ozu, Eustache, Ford y, por supuesto, Bresson y Straub/Huillet. Yo me quedo con el comprosito (fundamental, sobre el que gravita todo el peso de la película) entre lo ético y lo estético, como ya apuntaba Carlos en su crítica de hace unas semanas (parte 1, parte 2, parte 3), y la responsabilidad con unos personajes que son tratados como personas y no como instrumentos propagandísticos, o manipulables elementos melodramáticos. La película me llena de principio a fin, y me fascina por la sutiza con que se nos narran tantas cosas, la facilidad con que se integran los diferentes tiempos (y me atrevería a decir estados mentales, con algunas escenas crudamente realistas y otras perfectamente oníricas, como la misteriosa visita al museo en que los inmigrantes custodian entre penumbras los delirios de grandeza de los acomodados). Dice Pedro Costa que en Ventura (el protagonista) se junta lo individual y lo colectivo (apelando directamente a John Ford y a sus héroes más trágicos), y yo veo además una ilusión desesperada por servir a sus "hijos", encarnando en la carta eternamente repetida la idea de que la supervivencia necesita un objetivo, una meta por la que suspirar, por muy idealista que parezca. Esto podría llevarnos a comparaciones disparatadas... ¿Capra?, o más plausibles, ¿Tarkovski y su "Zona"?. En cierto modo, esa idea me parece el reverso luminoso de lo que nos planteaba Bresson en "El diablo probablemente".



Junto a Pedro Costa, Jia Zhang Ke es otro motivo por el que el cine social puede estar de enhorabuena, porque también está colaborando en reactivar sus desgastadas entrañas. Con "Naturaleza muerta" ganó el León de oro en Venecia, en una decisión del jurado valiente y digna de elogio, que dejó en pañales a toda la crítica que no se molestó ni en ver la película. Jia mantiene la línea de "The world" en cuanto a coherencia artística y moral, y experimenta con el lenguaje (o, más que con el lenguaje, con sus elementos) al tiempo que reflexiona sobre su país, pasado, presente y futuro -China, ruinas y reconstrucción- con dos historias que funcionan a modo de espejo (como Hong Sang Soo, como Apichatpong..., ¿estamos ante una corriente de cine especular?) y se engranan sutilmente a través de un personaje bisagra. A través de ese personaje, en apariencia circunstancial, se ponen en contacto los mundos adinerados con los necesitados, y se traspasan los ideales de felicidad, de manera que se ve la vida como una continua búsqueda de aspiraciones. Toda la cinta se mueve entre la ingenuidad y la picaresca, entre el recién llegado y el que sabe los trucos, entre la necesidad de ayudar y la voluntad de desviar la mirada. Pero ante todo, el espectador sale conmovido ante lo que presencia, y siente un vértigo inabarcable que ayuda a comprender la situación en que deben verse los personajes. Y una idea surgida del interesantísimo empleo de elementos fantásticos en una película, por lo demás, totalmente realista: dado el mundo que habitamos, ¿no parece que vivamos entre extraterrestres que provocan todo aquello que vemos sin poder creer?



Y, para terminar, la película que, seguramente, más íntimamente me ha llegado. Puede que sea la que tiene pretensiones menos globalizadoras, pero no por ello su contenido es menos profundo, para lo cual no necesita salir de sus ambientes claustrofóbicos y sus relaciones cerradas a dos o tres bandas. "No quiero dormir solo" parece una acumulación de elementos de Tsai Ming Liang, pero están articulados con tanta precisión, tan brillantemente, y con tal profusión de detalles inaprensibles, que poco importa que a veces tengamos cierta sensación de "deja vu" (es inevitable pensar en "The hole" o "Vive l'amour"). A través de unos desahuciados habitantes de Kuala Lumpur (aunque no lo parezca, también hay cine social en Tsai), olvidamos sus necesidades materiales para centrarnos en la carencia de afectos, que puede ser la mayor necesidad, y con un lirismo empapado de peculiar sentido del humor (esa dostoievskiana chica condenada a vivir en la buhardilla...) nos damos cuenta de la imposibilidad de comunicación, la imposibilidad de amar en un mundo donde el humo bloquea nuestros pulmones. La película, finalmente, se abre a los amplios espacios en construcción, y así estalla la catarsis que todos los personajes buscan desesperadamente para dar un giro radical a sus vidas. Algún crítico dijo que con esta película Tsai parecía desviarse de Antonioni a Pasolini, que puede ser cierto, pero a mí me parece que, simplemente, se ha convertido en alguien muy importante, con un estilo demasiado propio como para tener que recurrir a referencia alguna. El humo corta el aliento del mismo modo que lo da una botella de suero a un moribundo, y lo que uno necesita para vivir lo quiere otro para morir. Al final poco importa más allá de dormir acompañado.