sábado, octubre 04, 2014

Crónica del 62 Festival de Cine de San Sebastián (2014)

Texto: Jon Arróspide
Imágenes cedidas por el Festival de San Sebastián


El pasado sábado se clausuró oficialmente la 62 Edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Y lo hizo de la mejor manera posible, con un palmarés incontestable y en una gala donde hubo sorpresas y emoción por partes iguales. Tal vez el único pero es que la ceremonia de clausura estuviera acompañada por la proyección de ‘Samba’, la nueva película de los directores de ‘Intocable’ (Olivier Nakache y Eric Toledano, 2011), continuando con la tradición instaurada hace ya unos años de abrir y cerrar el festival con productos mediocres e inocuos como reclamo para traer a estrellas reconocibles por el gran público (al menos en este caso la estrategia atrajo, como efecto colateral, la presencia de la siempre estimulante Charlotte Gainsbourg). La otra cara de, en este caso, la misma moneda, fue la película de apertura del festival, ‘The Equalizer’, que trajo a la ciudad a Denzel Washigton. El actor, que aterrizó en San Sebastián algo desorientado (la ubicó en el Mar Mediterráneo), compartió el premio Donostia con Benicio del Toro, quien presentó ‘Escobar: Paraíso perdido’, un film de mayor altura que las anteriores.

Sección Oficial
Pero, como digo, las sensaciones al cierre de esta edición del festival no pueden ser mejores. Se ha vivido una semana de cine puro, intenso y de altísimo nivel, posiblemente el mejor de, al menos, las últimas cinco ediciones. Dentro de la Sección Oficial, la Concha de Oro a la mejor película ha sido para la española ‘Magical Girl’, de Carlos Vermut, que se ha llevado además el premio al mejor director. La película cuenta la historia de Luis (Luis Bermejo), un profesor de Literatura, que se ve envuelto en una truculenta red de engaños y venganzas, a la que él mismo se precipita al intentar complacer a su hija de 12 años, enferma de cáncer. Como el mismo director apuntaba al recibir el premio, lo de menos en ‘Magical Girl’ es la trama, lo que realmente tiene una fuerza y una magia insólita es la construcción de unos personajes y unos ambientes que son sólo posibles en la cabeza de un director único y con un universo propio. Carlos Vermut ya había dado buena muestra de ello en su anterior película, ‘Diamond Flash’ (2011), y en Magical Girl encuentra un equilibrio casi perfecto entre humor, ironía, ternura y denuncia política, que maneja con mesura y sin hacerla demasiado explícita, sino más bien como una base sobre la que los personajes se mueven con naturalidad. La película funciona, sin duda, y lo hace no sólo por su potencia visual y estética, sino por unas interpretaciones sublimes de Luis Bermejo, un José Sacristán en estado de gracia, y Bárbara Lennie, que fuera de las cuatro paredes del teatro se hace aún más grande, y cuyas voces ásperas, contundentes, encajan como anillo para este trío de personajes complejos y misteriosos.

Bárbara Lennie en 'Magical Girl'.
Foto de rodaje de 'La Isla Mínima'.
La otra gran triunfadora de la Sección Oficial ha sido otra película española, ‘La Isla Mínima’, de Alberto Rodríguez, que ha obtenido los premios a la mejor fotografía y al mejor actor (Javier Gutiérrez está esplendido). Este galardón dio pie además a la nota cómica de la gala, ya que al no estar presente Javier Gutiérrez, subió a recoger el premio su compañero de reparto Raúl Arévalo, que si bien en la cinta se pierde en un terreno de indefinición y que queda eclipsado por la poderosa figura de su menudo partenaire, en la recepción del premio demostró tener un gran sentido del humor y de la dignidad. La Isla Mínima es un oscuro thriller al estilo de ‘True detective’ (las comparaciones son inevitables, a pesar de que, como se encargaba de aclarar su director, el rodaje de la película fue anterior a la emisión de la serie estadounidense) de atmósfera envolvente, que aprovecha al máximo las posibilidades que ofrece un paisaje tan singular como son las marismas del Guadalquivir. La película va sumergiendo al espectador en un terreno embarrado por el que transitan dos policías con un pasado también manchado y sobre el que se asienta todo un pueblo que prefiere mancharse las manos a hundirse en el fango. Aunque el director perdona la vida a los espectadores en el tramo final de la película y prefiere volver a terreno firme y conocido, es un trabajo digno de alabanza por adentrarse en un género poco transitado en nuestra cinematografía, y da un espaldarazo a un director que ya apuntaba maneras en la irregular pero apreciable ‘After’ (Alberto Rodríguez, 2009).

La otra gran presencia de la Sección Oficial era la de Mia Hansen-Løve con ‘Eden’, quizá la película más esperada del Festival. El film no defraudó (o tal vez sí, el listón estaba muy alto) a sus seguidores habituales, muchos, y tuvo una acogida más tibia por parte de un público más amplio. No es una película fácil, por su duración (son más de dos horas de película) y por su temática: refleja la vida de un conjunto de jóvenes inmersos en el movimiento de música electrónica parisina en la década de los 90 en torno a la figura icónica de los Daft Punk. Sin embargo, la película recompensa el esfuerzo, ya que Hansen-Løve retrata la vida de estos jóvenes con su acostumbrada precisión y exactitud, y consigue integrar a la perfección el entorno en el que se mueven con una selección musical exquisita que en ningún caso entorpece el relato, sin tampoco servirse de ella para realzarlo de una manera artificiosa (si bien en ciertos momentos esta renuncia le resta algo de fuerza, la directora apuesta por ello en favor de una mayor verosimilitud). Se le achaca a la directora que sabe acercarse con mayor veracidad a los personajes femeninos. Es cierto que en Edén le cuesta algo más converger que en sus películas anteriores, pero finalmente consigue igualar la maestría que alcanzó en ‘Todo está perdonado’ (2007), ‘El padre de mis hijos’ (2009) y ‘Un amour de jeneusse’ (2011). El resultado es un viaje sensorial que hará las delicias de los devotos de este tipo de música, pero que en todo caso disfrutará cualquier espectador dispuesto a embarcarse en él.

Félix de Givry, protagonista de 'Edén'.
Fotograma de 'Loreak'.
Entre el resto de películas a competición, la sorpresa agradable la proporcionó ‘Loreak’. Los vascos José María Goenaga y Jon Garaño vuelven a asociarse en el guion (que firman junto con Aitor Arregui) y en la dirección tras la tierna y meritoria ‘En 80 dias’ (2010), y consiguen un resultado igual de enternecedor pero bastante más cuidado desde el aspecto formal. Adoptan las normas clásicas del cine de autor contemporáneo (y también alguno de sus vicios) otorgando a la película la sobriedad y el ritmo necesarios para contar la historia que quieren contar: una historia de pequeñas miserias cotidianas y de personajes tan sutil o tan profundamente solos y atormentados como cualquier vasco elegido al azar. Y no por ser vasco (aunque, no lo neguemos, nuestro clima es ideal para retratar ese ambiente plúmbeo): la película se sirve de personajes muy locales y enraizados para describir sentimientos universales. He aquí una magnífica crítica de Mario Iglesias que desgrana la película en mayor profundidad.

No rayaron a la misma altura el resto de las películas de la sección oficial, aunque hubo contribuciones apreciables, como ‘Aire Libre’ (Anahí Berneri), que retrata con incontestable amargura la descomposición de una pareja ahogada desde la base de su propia construcción; ‘Une Nouevelle Amie’, de un François Ozon tal vez menor, pero que alcanza varios puntos álgidos de comicidad y de emotividad, amén de su valor desde el punto de vista social (aunque le falte rigor y veracidad, pocas películas se adentran en el mundo del travestismo con tanta militancia); la también francesa ‘Vida Salvaje’ (Cédric Kahn), que narra la historia real de dos hijos criados en una extraña mezcla de libertad y clandestinidad, y que invita a la reflexión sobre los distintos tipos de educación, y sobre los roles intrínsecos al comportamiento humano y, en particular, a la paternidad, independientemente del medio (se llevó además una mención especial del jurado); ‘Tigers’ (Danis Tanovic), una arriesgada y tenaz, aunque más bien naif y casposa en lo formal, denuncia de los métodos abusivos de las grandes multinacionales, en este caso sobre la venta por parte de Nestlé de leche infantil que, según recoge la película, causó y sigue causando muertes en India; o ‘Phoenix’ de Christian Pretzold, que se queda a medio camino en su reflexión sobre la reconstrucción mental y emocional de un personaje que se ha perdido a sí mismo y que se vuelve a configurar a través de la mirada de su impasible pareja.

Horizontes Latinos
Si el nivel en la sección oficial ha sido altísimo, la sección de ‘Horizontes Latinos’, que es un escaparate para ver el mejor cine latinoamericano inédito en España, no se ha quedado atrás. Es de destacar el predominio de la cinematografía argentina, no sólo en número (competían por el Premio Horizontes ocho películas de este país) sino en calidad de las cintas proyectadas. La mayoría de las películas presentadas en esta sección coinciden en cuanto al estilo y en el tratamiento de historias cercanas y cotidianas, o de marcado carácter social. Por ello, destaca sobre todas ellas ‘Dos disparos’, una película coral en la que Martín Rejtman propone un juego al espectador, enlazando y encadenando historias mediante un guión inteligente, irónico y perfectamente medido, y en la que la evolución de los personajes queda en un segundo plano hasta diluirse en una nada insignificante (es genial la última escena).

Fotograma de 'Dos Disparos'.
Escena inicial de 'Jauja'.
En una línea totalmente distinta, la apuesta estilísticamente más arriesgada corrió de la mano de Lisandro Alonso con ‘Jauja’, que ya ganó el premio ‘Un Certain Regard’ en el Festival de Cannes de este mismo año. El director se recrea en el aspecto formal adoptando un formato cuadrado de diapositiva. Con ello dota de gran profundidad de campo a los largos planos que componen la película, realzando así la belleza genuina de la Patagonia o de Jauja, esa tierra mitológica de abundancia y felicidad. Se trata de una película muy singular que posiblemente cause desconcierto (y en algunos casos sopor) en el espectador medio, aunque en San Sebastián tuvo una gran acogida (tan bien predispuesto estaba el público por la presencia del simpático y cercano Vigo Mortensen, quien, como curiosidad, rueda por primera vez en danés). El cupo de películas arriesgadas lo cierra ‘La Princesa de Francia’, con la que tras las aplaudidas 'Rosalinda' (2010) y 'Viola' (2012), el realizador Matías Piñeiro completa su trilogía de variaciones sobre obras menores de Shakespeare. Al igual que ‘Jauja’, la película fue bien recibida por la crítica más intelectual, y arrancó el bostezo de buena parte del personal, lo que no deja de ser llamativo dados sus 70 minutos de duración.

Otras películas argentinas de interés han sido ‘La tercera orilla’ (Celina Murga) y ‘Refugiado’ (Diego Lerman). La primera es una película intimista en el que la directora muestra la vida de un chico de 16 años, cuyos puntos de referencia se tambalean cuando su madre inicia una relación con un hombre separado (que como curiosidad está interpretado, y bien interpretado, por el afamado director de teatro Daniel Veronese). La figura fuerte y paternalista del padrastro merma la construcción de la identidad propia del adolescente, que tendrá que tomar medidas drásticas. La historia fluye con naturalidad y, sin necesidad de explicitar ni subrayar situaciones o sentimientos, suscita el interés del espectador por una historia en la que aparentemente nada nuevo se cuenta. En cuanto a ‘Refugiado’, Lerman parte también de un tema manido, como el de la mujer maltratada, en una película que va creciendo hasta conseguir momentos de gran veracidad, y en la que se respira una tensión a la que el espectador no puede permanecer indiferente.

Fotograma de 'Refugiado'.
La protagonista de 'Vientos de Agosto'.
Más allá de todas estas películas argentinas, eso sí, brilla con luz propia una película brasileña, ‘Vientos de Agosto’, de Gabriel Mascaro, que ofrece un retrato bello y puro de un pequeño pueblo costero en el que el juego de contrastes se cuela por el objetivo de la cámara como lo hace el viento en un anemómetro durante una tormenta tropical. Para el recuerdo la escena inicial de la película, en la que la joven protagonista se riega con un bote de Coca-cola para realzar el bronceado sobre su piel.


Otras Secciones
Uno de los grandes alicientes de un festival de estas características es la posibilidad ver títulos que han triunfado en otros festivales, pero que tardarán en llegar en llegar a las salas de nuestro país, o acaso no lo harán nunca. En el caso del festival de San Sebastián, estas películas se agrupan en la sección de Perlas. Es un título ambicioso, pero al que sin lugar a dudas hace justicia ‘Winter Sleep’, que es la gran película, la película mayúscula, proyectada en este festival. La cinta de Nuri Bilge Ceylan venía respaldada por la Palma de Oro con la que se alzó en el pasado festival de Cannes, y no decepcionó. Son más de tres horas de metraje en las que el director nos presenta a una terna de personajes enclaustrados en el paraje invernal de la Capadocia. Los tres personajes están enjaulados, aislados por la vida o por sus decisiones pasadas, separados incluso por un pedregoso camino del paupérrimo pueblo del que son dueños y señores. A lo largo de la película, el director nos muestra diferentes secuencias de la vida cotidiana de Aydin, un actor venido a menos, su esposa y la hermana de aquél. Con una puesta en escena teatral (son constantes las referencia a Chéjov), se van sucediendo conversaciones, casi siempre uno a uno, en las que los personajes tratan de evitar el naufragio a base de hundir a su contraparte, al que culpan, con la elegancia y sutileza que a su clase social corresponde, de su fracaso vital. Estas conversaciones invitan a la reflexión sobre temas como el orgullo, la supervivencia tras el fracaso, el poder del miedo, las decisiones equivocadas, la moral y la conciencia, o la importancia de engañarse a uno mismo. Los años y el confinamiento tejen una tela de araña sobre los personajes, que por un lado se alimentan del detrito moral de los otros, y por otro se ven atrapados en ella sin poner escapar hacia el luminoso futuro (pasado ya) que, creen, les esperaba, y del que nadie sino ellos mismos les aleja.

Fotograma de 'Winter Sleep'.
Foto del cartel de 'Bande de Filles'.

Otra de las notas agradables de sección de Perlas es ‘Bande de Filles’ (Céline Sciamma), que narra la historia de un grupo de chicas de un barrio obrero de Paris. A lo largo de la película su protagonista luchará por salir de un ambiente familiar opresivo, convirtiéndose ella misma en ocasiones en verdugo, en una montaña rusa en la que encuentra su identidad a base de deconstruir su propia identidad heredada. La película huye además de los clichés típicos de las bandas de chicas (o de las bandas en general) mostrando con crudeza la fragilidad y necesidad de auto-afirmarse de sus componentes. Todo ello acompañado por unas imágenes llenas de fuerza y por una banda sonara que imprime un ritmo vertiginoso a la película, y que sólo decae en su tramo final.

Con la misma autoimpuesta fuerza y rebeldía se presenta Relatos Salvajes, del argentino Damián Szifrón (y que paradójicamente se hizo con el Premio del Público a Mejor Película Europea, por la co-producción de El Deseo de los Almódovar). No se le puede negar cierto gancho a este conjunto de cinco cortometrajes unidos por el denominador común de la sed de venganza ante la injusticia. Sin embargo, su apuesta comercial (que a buen seguro se verá refrendada por un éxito masivo de taquilla) lastra desde su concepción cualquier otra ambición artística de la cinta. Algo parecido le pasa a ‘El amor es extraño’ (Ira Sachs), en este caso teñida de un sentimentalismo indigesto y que a pesar su bienintencionado retrato del declive de un matrimonio homosexual entrado en años, ofrece algunos momentos de vergüenza ajena. La nueva película de Naomi Kawase, ‘Still the Water’ resulta en conjunto también algo decepcionante, pero a diferencia de su predecesora, logra momentos de una fantástica belleza y pureza, como el de la muerte de la madre (no es spoiler, se trata de un personaje secundario). Gamberro y muy efectista como ‘Relatos Salvajes’ es el nuevo experimento de Ulrich Siedl, ‘Im Keller’, en el que el director maneja a su antojo a un conjunto de personajes patológicamente extravagantes para componer un arbitrario retrato de los sótanos austriacos. Aunque el tema daba pie en sí mismo para un documental realista y de gran interés social, el artificioso enfoque del director funciona también a las mil maravillas por su propio exceso y por la comicidad intrínseca en la sordidez que retrata.

Uno de los protagonista de 'Im Keller'.
Mathieu Amalric, a la derecha, actor y director de 'La habitación azul'.
Sórdida o, más bien, perversa, es también la película ucraniana ‘The Tribe’ (Miroslav Slaboshpitsky), que narra la historia de un conjunto de sordomudos confinados en un orfanato. Aunque no parece haber justificación posible a la crueldad y perversidad totales que dominan la película, se le tiene que reconocer al menos la originalidad y el mérito de mantener en vilo al espectador durante dos horas sin ningún tipo de voz, audio ni subtitulado del lenguaje de signos, más allá del sonido ambiente. Original (y larga) es sin duda también ‘P’tit Quinquin’, de Bruno Dumont, que persiste en su interés de mostrar a personajes marginales, y en los límites de la capacidad física o intelectual, de la Francia rural. La otra película francesa de esta sección es ‘La Habitación Azul’ en la que el director y actor Mathieu Amalric utiliza la misma destreza formal y estilística de la que hizo gala en la excelente ‘Tournée’ (2010), aunque en este caso se vale de una historia mucho más convencional y previsible (marido arrepentido y acosado por su amante).

En el apartado de documentales, ‘La sal de la tierra’ recorre cronológicamente los viajes y fotografías de Sebastião Salgado. El documental está dirigido por su hijo Juliano Ribeiro Salgado de la mano con Wim Wenders. Aunque la cinta se ve con gusto, se le puede achacar cierta falta de profundidad a la hora de acercarse a un tema tan jugoso: el material es escaso (prácticamente es una sucesión de diapositivas contadas) y el recorrido por él es plano y lineal. Pese a ello, se llevó el Premio del Público a la Mejor Película. ‘Happy to be different’ se presentó en la sección de Zabaltegi y es un modesto pero enternecedor documental de Gianni Amelio acerca de la homosexualidad de la Italia más rancia del siglo pasado abordado por sus propios protagonistas desde el prisma de la libertad actual. Pero en el apartado documental nos quedamos sin duda con ‘El último adiós de Bette Davis’ (Pedro González Bermúdez), que reconstruye los últimos días de la sin igual actriz de ‘Eva al desnudo’. Bette Davis vino al festival de San Sebastián de 1989 en un estado prácticamente terminal. Vino a morir, o más bien a vivir, a volver a vivir sintiéndose mirada, envidiada, deseada y recordada por un auditorio, como lo fue en todos los auditorios por los que pasó cuatro décadas antes. Y así, consiguió que cerráramos esta edición del festival, 25 años después, con los ojos puestos, cómo no, en ella.

Cartel de 'El último adiós de Bette Davis'.

sábado, septiembre 13, 2014

La jalousie (P. Garrel). Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien.


Una casa vacía, una cama, una lámpara de noche, un interruptor que suena, fundido en negro. Cuando oscurece, siempre permanecemos solos. El amor no es posible sin luz de la misma forma que el sonido no puede existir sin aire. El amor es la mirada, el amor es sujeto. La luz del cine emerge de nuestra mirada. Y amamos. Amar debería ser un verbo intransitivo, porque nos condenamos cuando deseamos ser amados. Igual que amamos las películas pero no somos amados por ellas.
"Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien". Es la frase de Tres camaradas, de Frank Borzage, alrededor de la cual gira uno de los últimos libros de Vila-Matas. Podría ser de Scott Fitzgerald, podría no serlo. Podríamos ser amados, podríamos no serlo. Importa poco, pero es el centro de nuestro mundo. En el centro suele estar aquello que no tiene respuesta, el enigma neurálgico.
Garrel vuelve a dibujar su película con rostros y gestos, dejándonos vivir en ella. A diferencia de otros cineastas que fuerzan la realidad para que sintamos el viento y la lluvia, Garrel prefiere dejarnos ver, que sintamos la brisa suave en los cabellos de la niña sin ser barridos por el huracán. Un rostro llena la pantalla y es cincelado por luz y la brisa. Garrel esculpe rostros sin tocarlos, dejando que se manifiesten, propiciando que pueda surgir una mirada auténtica, un gesto demasiado extraño como para ser inventado, una simulación del fracaso, una máscara de la verdad. Garrel nos permite ver las máscaras y nos deja que vayamos desguazando sus capas.






Garrel hace chocar el amor romántico del siglo XIX con el amor al padre. No el amor del padre, como se suele retratar en el cine, sino, en este caso, el que un hijo siente por su padre, ya sea un padre presente (como Louis con Charlotte), un padre fantasmal, apenas conocido (como el padre de Louis), o un padre adoptivo, simulado (como el padre de Claudia). Para el amor romántico, Garrel nos deja referencias: Romeo y Julieta, Venecia, Werther, o esa carrera al séptimo cielo de la buhardilla de los amantes mostrada en dos planos y que dialoga con el famoso tráveling de la película de Borzage...; pero el amor al padre se nos lanza sin referentes, ya que todos tenemos uno, presente o desaparecido, demasiado poderoso como para competir con referencias externas. El padre del espectador siempre estará batallando con los tres padres de la película, y ahí conseguimos que la película se haga nuestra.





Garrel presenta un mundo escindido, siempre en conflicto con los temas que propone, y los conflictos provocan heridas silenciosas. El amor romántico no tiene sentido en un mundo que juega a otra cosa, en un contexto distinto a aquel en el que fue concebido y del que no puede desligarse a la vez que sigue poblando todos los rincones de nuestro presente. No es un amor fantasma, sino un amor zombi, porque podemos ver sus heridas. El amor romántico no tiene cabida porque la belleza ya no es monolítica, y debemos buscarla en los instantes, lo fugaz, fragmentario.  No podemos renunciar a la cercanía, al cálido tacto de los encuentros efímeros. De ahí se desprende la belleza.
Pero también el amor al padre sufre las inclemencias del entorno y, así, la pequeña Charlotte, tras la separación de sus padres, tiene que repartir su tiempo entre ambos progenitores. Incluso el "padre presente" está velado por la ausencia que provoca el estado actual de las cosas. Y sin embargo, la niña parece ser quien mejor se adapta a esa realidad, al menos en la capa más visible de la película.
La riqueza de la obra de Garrel, como de costumbre, está en los márgenes, en las miradas oblicuas, y por eso los silencios son tan elocuentes en el significado y en el significante de cada secuencia. De hecho, el punto de inflexión de la película, lo que precipita el caos, es la ruptura del silencio, que hasta el momento conseguía mantener cada pieza en un equilibrio precario pero seguro, en el que los personajes rellenaban por sí mismos los huecos de sus emociones. Formular un miedo no es muy diferente de invocarlo. La verbalización como desastre. El plano-contraplano como catalizador de lo invisible.












Aunque el argumento es de los más limpios de la carrera de Garrel y está construido mediante transparencia y causalidad, la película se hace grande al conseguir trascender este argumento y construir una película radicalmente alejada de lo causal, habitante única del misterio. Las radicales pero medidas elipsis de la película construyen mundos completos, y así cada escena podría ser una nueva película. En cada escena redescubrimos a cada personaje, volvemos a escrutar sus gestos y su expresión como si los viéramos por primera vez. Por eso La jalousie, a pesar de su aparente transparencia y serenidad, es una película radicada en el misterio. ¿Y qué es la vida sino puro misterio? 
La película habita este misterio con sus elipsis y evita mostrar la angustia y la zozobra, pero no por ello las omite. Un corte o un fundido revelan auténticos terremotos emocionales. Cada cambio de luz es un descubrimiento, porque la luz, al aparecer, hace revelar unas cosas y también esconde otras. Cada personaje tiene tantas capas invisibles que naufragamos felizmente al sumergirnos en ellas.


Pero no podemos decir que todo empieza y acaba en la luz, porque esta también necesita de los espacios que la confinan, evitando que se disperse hasta el infinito y que tampoco podamos verla. El espacio funciona como elemento fundamental en la construcción de las emociones ya desde el principio de la película, desde que la niña observa a través de la cerradura de su habitación la discusión que lleva a la separación de sus padres. Los espacios discurren de lo concreto a lo abstracto, de lo real a lo fantasmal y, de esta forma, muchos de ellos funcionan como elemento simbólico diegético; es decir, no son símbolos que vayan dirigidos al espectador, sino asimilados por los personajes, cuya muestra más evidente es esa buhardilla en la que Claudia se siente presa, porque ya nunca podrá desligar ese lugar de las emociones negativas que vertió en él, de las ataduras de las preguntas que nunca debieron de ser formuladas, de las inseguridades que la llevaban a huir para buscar el aire de nuevos espacios, nuevas personas, nuevas miradas para recuperar viejos estímulos y así poder vivir un poco más en paz, y descubrir un poco más el mundo a la vez que seguimos dando pasos en él. Porque un paso, por mucho que intente emular al anterior, siempre será diferente.