viernes, agosto 25, 2006

Yi Yi, de Edward Yang

Hoy se estrena al fin en España (una sala en Madrid y otra en Barcelona..., es un poco de chiste) la última película de Hou Hsiao Hsien, Three Times. Así que aprovecharé para recordar el último trabajo hasta la fecha de su compatriota taiwanés Edward Yang, la multipremiada "Yi Yi", del año 2000, que ha sido uno de mis grandes descubrimientos del verano.


Antes que nada, tengo que comentar que "Yi Yi" se encuentra muy alejada (más en la forma que en el fondo) de los ascéticos experimentos de los otros taiwaneses Hou Hsia Hisen y Tsai Ming Liang, sin restarle por ello ningún mérito. Esta película es más clásica, heredera de la tradición oriental de directores como Naruse y Ozu, con el que guarda más de un parentesco, pero sin renunciar en ningún momento a la modernidad y al sentimiento de vacío del mundo capitalista de fin de siglo (tenemos un Antonioni más solapado y menos explícito que en sus compatriotas). De esta manera, veo esta película como el complemento perfecto a la sobrenatural Magnolia, alcanzando, con un estilo radicalmente opuesto, logros muy similares. Son las dos películas que marcan el cambio de siglo y que nos provocan una mezcla de lástima por lo no logrado y esperanza por lo que pueda llegar. Yo diría que la película se mueve entre tres fuerzas fundamentales: Ozu, Rohmer, y Paul Thomas Anderson, cogiendo lo mejor de cada uno hasta dar lugar a una mixtura perfecta.


A lo largo de las tres horas de duración de "Yi Yi", asistimos perplejos al desarrollo del trozo de vida de una familia en un momento en que todo empieza a tambalearse. Tenemos un matrimonio, dos hijos, una abuela, un tío recién casado, y un sinfín de aventuras cotidianas tratadas con una sutileza y un talento impresionantes. La acción avanza sin que apenas se note, a través de elipsis y fueras de campo, sin ningún tipo de subrayado, meciendo la mente del espectador como con una nana suave, invitándolo a pensar sin dar nunca pie al aburrimiento, haciéndonos ver la universalidad de los conflictos que se remueven en el interior de cada ciudadano.





Creo que es una película que aguantaría muchos visionados, pues su riqueza es tal que permitiría descubrir, a buen seguro, nuevas joyas en cada ocasión. Pero tengo que confesar que, ya de primeras, muchas escenas me produjeron éxtasis plutonianos. En una de ellas, por ejemplo, el padre vuelve a casa y se encuentra con su mujer derrumbada anímicamente, llorando, en plena crisis existencial, y Yang nos encuadra la absoluta comprensión que despliegan los personajes mientras escuchamos en off una discusión que tiene lugar fuera de campo, en la casa de los vecinos. Las contradicciones del mundo moderno, las paradojas de la gran ciudad, los caprichos de los pisos adosados. Tenemos escenas así de grandiosas casi continuamente.


A pesar de contar con muchos personajes, todos ellos se articulan como piezas en torno al padre, NJ, que se ve forzado a adoptar en cada momento distintos puntos de vista para comprender todo aquello que le rodea. Y quizás la pieza fundamental sea el hijo pequeño (de unos ocho años), que se dedica a hacer fotos del cogote de las personas para mostrarles aquello que no pueden ver. Esa filosofía resume mucho de lo que intenta hacer el director con la película, mostrar al espectador esos pequeños fragmentos vida que parecen nimios pero luego resultan fundamentales, pasando desapercibidos entre los opacos muros que separan a los habitantes de las grandes ciudades.


La película es inabarcable en su complejidad y en sus ambiciones, así que no voy a intentar desentrañar nada, dejemos que cada uno la descubra por sí mismo. Muy pocas veces el premio al mejor director en Cannes estuvo tan bien dado.

sábado, agosto 19, 2006

¿Qué tienen en común?

Iba a desarrollar una entrada acerca de un elemento muy cinematográfico, pero finalmente he decidido, por variar un poco la monotonía del blog, proponer un pequeño juego. A ver quién es más rápido en descubrir a qué películas pertenecen estos fotogramas y en decir qué es lo que todas ellas tienen en común...

miércoles, agosto 16, 2006

Al faro: Virginia Woolf y el callejón sin salida



¿Quién no ha sentido en algún momento la necesidad de llegar a un faro que ilumine un futuro que se atisba lleno de desesperanza y desolación? Habrá quien necesite llegar a él porque la angustia no le deje vivir, porque sus deseos frustrados hayan sido sedimentados por el tiempo hasta no poder hacerles frente. Habrá quien necesite llegar al faro para impedir que la monotonía se transforme en una desazón que borre cualquier tipo de esperanza y, aun sabiendo que no servirá, decida invertir su última moneda en una lotería amañada. Habrá quien, precisamente por eso, no quiera ir al faro aunque así lo manifieste públicamente: en su interior sabe que no puede aceptarlo hasta que descubra alguna inversión alternativa, el fracaso es la muerte, la muerte es el fin. Habrá quien no quiera ir al faro porque se agarra a lo que tiene, a su pasado, incluso a su insatisfactorio presente, creyendo que su posición dominante se vería amenazada por un torbellino de liberación. Fe. Desapego. Esperanza. Miedo. Simplificar. ¿Por qué tendemos a simplificar? ¿Por qué necesitamos simplificar? ¿Por qué esquematizamos las lecciones o apuntamos en una agenda todo lo que no somos capaces de abarcar con una simple mirada? ¿Por qué queremos tenerlo todo a mano? ¿Por qué elaboramos listas de cualquier cosa imaginable arguyendo que son divertidas o necesarias cuando lo que hacemos es huir porque nos abruma la inmensidad del océano, las aguas turbulentas, el ansia de sobrevivir al naufragio y llegar al faro?


Podemos afrontar la vida de tantas maneras como seres humanos haya sobre la Tierra (Virginia Woolf nos muestra un puñado de ellas), pero en el fondo nadie se libra de las frustraciones, los miedos, los deseos ocultos, las confesiones que quieren salir pero se estampan contra un paladar ciego. Podemos ser todo lo felices que queramos, pero siempre habrá algo que nos cohíba y en ocasiones se manifieste para no dejarnos respirar.

Virginia Woolf nos introduce en un alud de emociones íntimas y pensamientos recónditos, hace de la introspección la única salida, y nos presenta unos personajes que muestran lo que sienten sin sentir que lo muestran, que perciben lo que no creen haciendo de la mirada un elemento manipulador. Unos días después de leer "Al faro" me queda la fuerza de unos personajes devastados (tanto como podemos estarlo cualquiera de nosotros), especialmente ese matrimonio Ramsey imbuido de sentimientos contradictorios, o esa pintora, Lily, que se nos muestra mucho más importante de lo que ella misma parece creer o desear. Se esconden tantas cosas en un simple deseo de ir a un faro... Creo que esta novela es la absoluta subjetividad enmarcada en una talla de diamantes, lo que, teniendo en cuenta que todo es absoluta subjetividad la acerca algo más a una verdad que quizás exista en alguna parte. Aunque si todo es absolutamente subjetivo nos encontramos con que un absoluto no puede ser más que otro absoluto. ¿Llegamos a la conclusión de que contiene la misma verdad un libro de Virginia Woolf que otro de Dan Brown? ¿Existe mayor paradoja que esa? Quizás la respuesta sea que la verdad no importa, aunque si pensamos que deben prevalecer las preguntas sobre las respuestas puede que no merezca la pena seguir dando vueltas esto. Mentira y manipulación. ¿Hay algo más?

Alguien dijo que el cine es la mentira a veinticuatro fotogramas por segundos. Me gustaría saber a cuántos fotogramas por segundos trabaja el ojo humano para intentar comprender el grado de falsedad de lo percibido. Percibir es mentir como interactuar es ser engañado. ¿Hay solución? Seguramente no, pero a los que despotrican del conformismo en cualquiera de sus manifestaciones les encomendaría a buscar una solución.

"No habrá medio de ir al faro, James".

PD: aprovecho la coyuntura para enlazar el jugoso debate que tuvo lugar en El lamento de Portnoy sobre la narrativa moderna, surgido a raíz de un artículo de Virginia Woolf.


miércoles, agosto 09, 2006

Las noches blancas: Dostoievski y Visconti

Dostoievski es, sin duda, uno de mis autores favoritos de todos los tiempo. Seguramente, sus grandes novelas (en calidad y número de páginas) sean las típicas: Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov, El idiota, y la algo olvidada (y única de ellas que todavía no he leído, a ver si alguien comenta algo...) Los demonios. Todas me fascinan por su enormidad y sus personajes extremos, que convierten el estereotipo en algo que trasciende la realidad para mostrarnos reflexiones más profundas. Pero no es mi intención comentar ahora estas obras magnas, sino señalar la presencia de otro Dostoievski menos ambicioso pero de indudable interés. Estoy hablando de Las noches blancas, un relato de poco más de cincuenta páginas que leí hace ya bastante tiempo y me parece un prodigio de sensibilidad y emoción. Es un texto casi milagroso por su poder de seducción, por la fuerza de sus imágenes, por la empatía de los protagonistas... El recuerdo evocador del puente sobre el río Neva, o de las luminosas noches de San Petersburgo, deja un poso que queda absolutamente indeleble en nuestra memoria, pasando inmediatamente a formar parte de nuestras vidas. El sueño y la esperanza más allá de la tormentosa realidad parecen mostrarnos a un Dostoievski más optimista, aún no completamente desengañado de la vida, a pesar de haber pasado ya por las duras pruebas del presidio y la condena a muerte. Las noches blancas no sólo nos presenta la compañía (la comunión entre dos almas solitarias y necesitadas) y las palabras como medio de evasión, sino como felicidad en sí. No son una excusa, una huída escapista, sino un fin que puede justificar todas las penalidades, aunque se trate de un mero paréntesis en dos vidas marcadas por la desgracia. Esos momentos son los que nos hacen poder levantarnos cada mañana, parece decirnos Dostoivski, aunque se trate de algo accidental y temporal, aunque sean momentos que evoquen otros momentos como falsa excusa de subsistencia...

Sabía que existían al menos dos adaptaciones al cine de la obra: una de Luchino Visconti y otra de Robert Bresson. Así pues, el otro día al fin me hice con la versión de Visconti, que supongo más fiel al original y menos personal que la de Bresson (si alguien ha visto Cuatro noches de un soñador puede confirmarlo o desmentirlo). Cuando ves llevado al cine alguno de los libros más importantes de tu vida suele ser frecuente una pequeña decepción, así que yo iba preparado para todo. Pero, sinceramente, tengo que decir que Visconti realizó un gran trabajo. Mastroianni y Maria Schell (la de El árbol del ahorcado) realizan dos interpretaciones impagables, encarnando a la perfección el espíritu de los personajes originales y logrando momentos de gran emoción. Pero lo mejor, sin duda, es la puesta en escena de Visconti, que capta toda la magia que necesita la historia, fotografiando entre brumas el puente y las semiderruídas viviendas que circundan el río, sin resentirse del cambio de localización de San Petersburgo por una anónima ciudad italiana.

Si tuviera que poner algún pero, destacaría que no me convence la decisión de introducir flash-backs en la historia, pues rompe una idea fundamental del relato (señalada más arriba) que apela a la oralidad y a la recreación imaginativa como un ente propio de felicidad. Habría sido muy arriesgado contar todo en presente, sin salto temporal alguno, sobre todo en la época en que Visconti rodó el film, mediados los años cincuenta, así que podemos disculparlo. De haberlo hecho así, creo que la película podía haber funcionado como un eslabón perfecto entre el Neorrealismo italiano y la Nouvelle vague francesa.

Mis dudas con Capra



Justo antes de irme de "vacaciones" leí en el foro de José María Latorre unos comentarios interesantes sobre la carrera de Frank Capra que no me dio tiempo a comentar. Capra es una de esos directores que siempre me ha gustado reivindicar, pero entonces leo algunas de sus afirmaciones y me empiezo a replantear toda mi opinión.


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Sobre el cine de los 60, antes de rodar " A pocketful of miracles":"A juzgar por los filmes contemporáneos de Hollywood, los EEUU estaban compuestos por fulanas, homosexuales, lesbianas, marqueses de Sade, drogadictos, liberales de club de campo(...) Filmes de choque, los llamaban. Eran películas pornográficas que trataban no de la ocurrente, robusta rabelaisiana autenticidad que alimenta la vida, sino del perfumado, estéril sedimento que poluciona la vida""Pero ¿qué hay acerca del "Código de Autovigilancia de la Producción"? ¿ Y qué hay de la poderosa "Legión de la Decencia", el poderoso perro guardián de la moral cinemtográfica?"Olvidados entre los alborotadores estaban los que trabajaban duro y llegaban a casa demasiado cansados para protestar(...) conductores de autobuses, vendedores, operadores telefónicos, los viejos fiables que pagaban sus facturas y sus impuestos, y rezaban para que les quedara lo suficiente para llevar a sus hijos a la universidad, pese a que sabían que algunos eran fumadores de hierba y parásitos que odiaban a sus padres""Los filmes deben hacerse para decir estas cosas, para contrarrestar la violencia y la mezquindad(...)Seré el rebelde, el incoformista. Haré filmes sentimentales para que el público grite "Ya basta"
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Creo que con esto entramos en el eterno debate de crítica e ideología, ¿conceptos independientes o indisolubles? Lo único que puedo decir viendo estas frases es que se me hace difícil ver las películas de Capra con los mismos ojos. Siempre me había parecido que no se resalta de las películas de Capra la pátina de oscuridad, crítica y aspereza que recubre todo, que no se le hace justicia y se olvida una parte muy importante de su cine. Puede que estas declaraciones me hagan comprender el porqué un poco mejor. De Capra me gusta casi todo, desde la divertidísima Arsénico por compasión hasta la anarquista ¡Vive como quieras! (posiblemente mi favorita), pasando por las típicas y también fantásticas El secreto de vivir, Juan Nadie, Caballero sin espada (aunque ésta sí me pareció bastante pasada), Sucedió una noche, Un gángster para un milagro... Me interesan menos Horizontes perdidos, Millonario de ilusiones, y alguna rareza que he visto últimamente en DVD como Estríctamente confidencial y cosas así...) Pero para ilustrar lo que quiero resaltar pondré como ejemplo su película más paradigmática, ¡Qué bello es vivir!, prototipo de cine blando y de buenas intenciones. Para mí, nada de eso. Toda la película discurre por los laberínticos recovecos de una pesadilla, donde un hombre busca angustiado una solución imposible a sus problemas . En primer lugar, no creo que James Stewart sea el ciudadano americano modelo como siempre se dice (y no creo que Capra intente mostrarnos eso), sino más bien una extraña alteración de la maldad y desconfianza que puebla los Estados Unidos. Y después, toda la parte final, que es lo que normalmente se asocia al componente melifluo del cine de Capra, parte como resultado de un hecho sobrenatural, un milagro. El milagro, como tal, es imposible, y el final feliz es un falso happy-end, una especie de impostura que nos mostraría cómo serían las cosas en el utópico caso de que todos nos comportáramos de la manera perfecta. Siempre pensé que en el fondo Capra era un radical, un inconformista con el capitalismo (al que ataca indudablemente en todos y cada uno de sus films) que invocaba el sueño americano como una especie de macabra ironía, como riéndose de todos esos espectadores que lo ponían como ejemplo de cine inocuo y de complaciente.Después de leer sus declaraciones, sigo pensando que es un radical, pero ya no de la misma manera. Es un radical de lo reaccionario y lo arcaico, un radical que no puede existir a estas alturas de siglo y que hace que sus películas envejezcan a pasos agigantados... Cine e ideología..., ¿debemos separarlos? Hace unos días se proponía un debate similar en el blog de Rosenrod a raíz de Eisenstein y Leni Riefenstal. Sin embargo, creo que el caso de Capra es diferente, porque lo más importante de su cine no son las grandes innovaciones técnicas, sino la profunda carga moral de las historias...

jueves, agosto 03, 2006

Vacaciones...

En esta época parece que casi todos los bloggers se van de vacaciones..., así que yo también tengo que anunciar que durante el mes de agosto estaré fuera de casa y no dispondré de Internet, por lo que no podré actualizar esto como he venido haciéndolo hasta ahora. Sin embargo, haré escapadas de vez en cuando para salir del agujero e ir colando alguna entrada (una vez a la semana al menos). Para los curiosos, sí, voy a la playa, pero mi repulsión hacia el sol, el agua, la arena y el aire libre me vendrá de maravilla para permanecer encerrado y estudiar las microondas y los campos electromagnéticos que me esperan en septiembre, jeje... Eso sí, acompañado de un montón de pelis y unos cuantos libros. Hasta pronto!!

miércoles, agosto 02, 2006

Sauvage innocence, de Philippe Garrel

El cine de Philippe Garrel nunca ha sido distribuido comercialmente en España, por lo que su nombre es desconocido para la gran mayoría de los espectadores. Yo, antes de esta película, sólo había podido ver la magnífica El nacimiento del amor y, según tengo entendido, sólo en su última etapa (a partir de los 90) se ha decidido a filmar un cine más narrativo, plasmando en la pantalla los sentimientos humanos con todo su desgarro, y dejando atrás sus películas experimentales de los 70. Garrel pertenece a esa generación que nació a rebufo de la Nouvelle vague, integrada también por cineastas como Jean Eustache o Maurice Pialat, en la que el desengaño y el dolor parecen impregnar toda visión del mundo.



Como buen miembro de su generación, su cine tiene un fuerte componente autobiográfico, como podemos ver, sin ir más lejos, en Sauvage innocence. Garrel mantuvo, durante diez años, una relación bastante turbulenta con Nico, la modelo y cantante alemana de la Velvet underground, prematuramente fallecida, y podemos ver esa influencia durante toda la cinta. Aquí el protagonista es un joven director de cine que busca financiación para realizar una película contra el mundo de las drogas, que odia desde que se llevara a su anterior pareja. Toda la primera mitad se desarrolla en ese sentido, buscando el dinero, buceando entre los huecos de su relación con otra joven, mostrándonos cómo la vida profesional inunda la personal y cómo la incomunicación se ve reflejada en cada decisión por medio de un sentimiento de desafecto e incomprensión. No podemos vivir solos, viene a decirnos Garrel, que aborda la relación de pareja como si fuera la filmación de una película, y la filmación de la película como una historia de amor.


La segunda mitad de la cinta se desarrolla en el propio rodaje, montrándonos lo que hay más allá del falso mundo que es el cine. Si Truffaut nos mostraba, en La noche americana, lo que se esconde detrás de un rodaje, aquí Garrel nos adentra en lo que hay detrás de lo que hay detrás del rodaje. Intenta ir más allá, interiorizando los secretos contenidos, que se expresan en cada gesto, en cada suspiro, hasta llegar a la catarsis que profetiza la imposibilidad de amar, e incluso de vivir, en un mundo en el que no mantengamos los ojos bien abiertos ante las señales invisibles que nos rodean.


Garrel nos sorprende en esta ocasión con un absoluto tour de force narrativo que se tambalea en dos puntos concretos del metraje, que no desvelaré pero pueden ser muy discutibles... Sin embargo, todo lo realiza con la verdad por delante, escrutando con la cámara cada reducto de vida, como un Bresson agnóstico que no busca la esencia en lo espiritual sino en lo humano.


Sauvage innocence es una obra desesperadamente viva, profundamente humanística, que emana una belleza radical y autosuficiente. Una auténtica pena que no podamos disfrutar de las películas de Philippe Garrel como se merecen, en pantalla grande.