jueves, noviembre 15, 2012

Política del miedo

No me gusta hacer valoraciones ni sacar conclusiones generales a partir de experiencias personales, pero hoy esto se me hace especialmente complicado. Lo que hemos visto no puede ser inconsciencia, no puede ser un error. Las piezas encajan desgraciadamente bien.
1.-MAÑANA. Recorremos Lavapiés y llegamos a un desahucio en la calle Mesón de Paredes (a la altura de la plaza de Agustín Lara), apenas un par de minutos después de haber evitado otro en la próxima calle Cabestreros. En esta ocasión no hay opción posible y el desahucio se ejecuta. Indignación y tristeza general. Nudo en el estómago. La gente empieza a disgregarse. Algunos nos quedamos en la parte de arriba de la plaza, otros caminan a través de ella. De repente, vemos movimiento: los antidisturbios empuñan sus porras y empiezan a pegar a la gente que se está retirando. Estremece ver la energía y las ganas con que las porras suben hacia el cielo para luego bajar cargadas de furia. Estremece ver policías sonriendo, mascando chicle, orgullosos. Estremece ver la manada de policías golpeando con las porras a cualquiera que se ponga por delante. Un chico hace una pintada en un coche de policía. Se acercan cuatro antidisturbios, lo alzan al vuelo y lo introducen en el mismo coche de la pintada. Se lo llevan detenido. Ya hay chivo expiatorio. El chico es un nuevo trofeo. El delito, sufrir y solidarizarse con una familia desahuciada. Pensamos que los palos podrían haber sido para nosotros, solo con haber estado unos metros más allá.

2.-TARDE. Manifestación multitudinaria. Llegamos a Atocha y parece que baja la densidad de gente, pero todos seguimos andando hasta Neptuno, hasta que la densidad se equipara a la del principio. En realidad no sabemos si la manifestación tiene que llegar hasta Atocha o hasta Neptuno, pero pensamos que no importa demasiado. La calle está atestada de gente, el ambiente es perfecto, sin incidentes, tranquilo, entre lúdico y concienciado. Un grupo de seis o siete amigos departimos en mitad de la plaza, auspiciados por Neptuno, sin saber que cuatro o cinco filas por delante de nosotros va a empezar una carga policial carente de ningún sentido. No llegamos a ver en qué consiste, pero escuchamos disparos de lo que parecen pelotas de goma (esperamos que al aire, pero no lo sabemos). La gente empieza a correr hacia atrás, buscando los pocos huecos entre la gente. Nosotros tenemos que saltar entre los arbustos para escapar, e intentamos evitar correr, intentamos evitar que cunda el pánico. Pero la policía parece empeñada en lo contrario, porque siguen las cargas, una tras otra y, entonces, columnas desordenadas empiezan a correr en todas direcciones, queriendo escapar de la ratonera en que se ha convertido el Paseo del Prado. ¿Por qué formar una ratonera? Si quieren disolver, ¿no hay que dar las máximas facilidades para la dispersión en lugar de cortar calles? Finalmente, y a pesar de nuestras reticencias, no nos queda sino correr, porque todo el mundo es presa del pánico y la evacuación relajada deja de ser posible. Nos desviamos por una de las primeras calles despejadas que cruzan el Paseo del Prado. Se siguen escuchando disparos. Por un momento, parece que volvemos a la tranquilidad en la nueva calle pero, entonces, aparece más gente corriendo de forma caótica. Por otro lado aparecen dos coches de policía. La gente se encuentra en estado de pánico y, la mera irrupción de esos coches policiales, provoca nuevas carreras, agitación y caos. No nos explicamos cómo es posible. Cómo han podido cargar en un sitio así, lleno de miles de personas. Pensamos entonces en cómo podemos volver a casa evitando los disturbios. Bajamos la calle junto al Retiro con la idea de llegar hasta la plaza de Atocha y así acercarnos a nuestro barrio. Sin embargo, al asomarnos, descubrimos contenedores en el suelo, llamas y humo, mucho humo. Decidimos, por lo tanto, evitar esa zona atravesando la propia estación de Atocha. Desde el puente vemos los diferentes focos de fuego y, especialmente, una enorme nube de humo negro que justifica el olor que empezamos a sentir. Bordeamos la estación y nos disponemos a cruzar la calle para pasar al otro lado. Sin embargo, los disturbios se han extendido más rápido de lo que hemos caminado nosotros y ya nos es imposible cruzar con seguridad. Decidimos entonces ampliar el rodeo, bajar por la calle Méndez Álvaro y después cruzar. Entonces, giramos a la derecha en la siguiente calle y nos encontramos con nuevos contenedores bailando en llamas sobre la calzada. Es Santa María de la Cabeza y tenemos que cruzar esa calle para poder llegar a casa. Cada vez nos alejamos más. Pienso en Nicholas Ray: no podemos volver a casa. Corremos por Méndez Álvaro para intentar ganar unos metros y cruzar, pero comprobamos que va a ser una misión casi imposible. Cuando nos asomamos de nuevo a Santa María de la Cabeza, el paisaje nos estremece. Pienso en Cormac McCarthy, La carretera, un paisaje postapocalíptico. Pienso también en las imágenes de mayo del 68 de nuestra memoria colectiva, imágenes de Godard, Klein, Garrel e incluso Assayas. No hay gente en toda la calle salvo unas personas provocando disturbios, quemando nuevos contenedores, alzando unos hierros y estrellándolos contra los escaparates. Suspiramos de estupefacción. Cada vez hay más humo y el olor a plástico quemado empieza a ser insoportable. Al fondo se escuchan coches de policía, que empiezan a acercarse, y el omnipresente helicóptero que parece señalarnos un estado de sitio. El miedo empieza a ser real. No entendemos cómo ha podido ocurrir esto. El pánico crea el caldo de cultivo necesario para que los incidentes tengan lugar. El Poder ya tiene su imagen que vender a la prensa y a la gran parte de la sociedad que no ha podido ver lo que realmente sucede. Nosotros, mientras tanto, comprendemos que es necesario cruzar Santa María de la Cabeza si queremos llegar a casa en un plazo razonable de tiempo. Decidimos correr. Atravesar la calle fantasmal, recorrida solo por sombras y humo. Saltamos la mediana y atisbamos una calle tranquila. Antes hay tiempo para mirar a izquierda y derecha. A ambos lados, barricadas formadas por contenedores y objetos ardiendo. Un encapuchado destroza un escaparate. No podemos imaginar vernos dentro de ese paisaje. Una vez que cruzamos esa calle, vagabundeamos un poco más, buscando rincones tranquilos por los que deslizarnos, y seguimos oyendo el rumor de fondo de los disturbios y respirando con dificultad el humo que impregna todo el centro de Madrid. Finalmente, llegamos a casa, a nuestro querido barrio de Lavapiés. Seguimos incrédulos, como si hubiéramos vuelto de una pesadilla sacada de una película demasiado real como para proceder de Hollywood. Nos preguntamos muchas cosas, pero ninguna acaba de tener sentido. Porque no es posible que sea solo inconsciencia, no es posible que los que empezaron cargando en Neptuno tuviera tan poca vista o formación. No es posible que crearan de la nada una situación de pánico global sobre la que construir el caos. No es posible hacer algo así sin pretenderlo. La sociedad del espectáculo.

Es la política del miedo, de jugar a imaginar que los manifestantes que hemos tenido que huir de una amenaza invisible encarnada por la policía nos lo pensaremos antes de acudir a la próxima manifestación. Lógicamente, habrá gente que se lo pensará, porque había personas mayores, niños, gente que no era capaz de correr y que corría el riesgo de ser aplastada por la muchedumbre que huía presa del pánico. Un nuevo derecho amputado, el de la libre expresión y manifestación.

En realidad, la táctica es inteligente, porque pocos votantes (si alguno) del partido del poder estarían en los disturbios; por su parte, sus votantes habituales radicalizarán su apoyo, porque pensarán que es mano dura lo que necesitan esos "radicales", "vándalos", "antisistema", etc. Mano dura que nadie puede aplicar mejor que los que consiguen que, entre los suyos, cada derecho recortado se convierta en un triunfo, en una heroicidad. Hagiografías construidas por medios de comunicación que duele mirar, sin necesidad, siquiera, de abrir por la segunda página.

Decía Godard en su última película que, cuando la ley es injusta, la justicia pasa por encima de la ley. Cada vez nos lo ponen más difícil, pero al menos nos acostaremos sabiendo que una gran parte de la sociedad no solo ha respondido, sino que ha respondido muy bien ante un día ante el que solo cabía estar.