viernes, diciembre 28, 2012

Exposición de Alicia Castilla. Intuiciones y deslumbramientos en el Palacio de Santa Bárbara

Palacio de Santa Bárbara
Nunca, hasta hace un par de semanas, había estado en el Palacio de Santa Bárbara. Allí, en la confluencia de la calle Hortaleza con la plaza de Alonso Martínez de Madrid, se oculta la última exposición de Alicia Castilla, que ruge, furiosa y llena de energía, llamando la atención de quienes tienen la curiosidad de asomarse a ella. Es difícil captar la atención en una ciudad tan grande como Madrid, llena de exposiciones y eventos, de huelgas y desenfreno, pero también de instantes de vacío y elipsis imposibles: el tiempo, demasiadas veces, se fuga a nuestras espaldas sin dejarnos reaccionar. Es difícil parar y mirar con detenimiento imágenes que expresan mucho más de lo que un vistazo fugaz es capaz de digerir, por mucho que las sensaciones bombardeen desde el primer instante. Es difícil sacar un hueco entre las celebraciones navideñas para aprovechar los dos días de exposición que quedan, 4 y 5 de enero, una vez que ya hemos dejado pasar los fines de semana anteriores de exposición. Es difícil, pero recompensa y se convierte en necesario, porque pocas veces se experimenta la sensación de descubrimiento que nos espera en las paredes de ese palacio esquivo y decimonónico del centro de Madrid.
Ya habíamos tenido ocasión de disfrutar de otras exposiciones de esta artista bilbaína, pero nunca hasta ahora en las condiciones de amplitud e iluminación que nos ofrece la sala que se le dedica en el Palacio de Santa Bárbara, con un espacio diáfano, unas paredes blancas y lisas, y una luz blanca indirecta y suficiente. La exposición de Alicia Castilla se enmarca en una feria de artesanía independiente ubicada en la planta superior del edificio que acapara buena parte de la promoción del evento, y está acompañada, en otra sala de la planta baja, por una exposición de fotografía de Rafa García Luján, que también merece mucho la pena.
Paisajes tarkovskianos. Relecturas
Encontramos la primera sorpresa al cruzar el umbral de la puerta de entrada del Palacio. En el breve pasillo, coronado por un farol negro, encontramos a izquierda y derecha sendos cuadros pastel de la ya conocida serie de paisajes tarkovskianos: Solaris y Stalker.
















 




Ambos, acompañando nuestros primeros pasos, parecen llevarnos a un mundo paralelo, compuesto de dualidades y saltos mágicos. De esta forma, la sobriedad evanescente de Solaris  choca contra los abigarrados y característicos montículos de Stalker, del mismo modo que el rojo y el azul se enfrentan en esa eterna lucha imposible y trágica entre lo cálido y lo frío. Son cuadros de presencias evocadas y, así, los personajes de Stalker aparecen etéreos, resaltando en su fugacidad una presencia que podría no ser tal, del mismo modo que la no-presencia marca, ineluctable, la esencia de Solaris. Son cuadros también de resplandores, y todo resplandor nos lleva a la evocación de algo que sucede pero no podemos ver. Un resplandor no es más que un signo, una huella perceptible de algo que está ahí pero no podemos percibir más que por sus consecuencias. Del mismo modo que conocemos la presencia de determinados astros, de ciertos cuerpos celestes en el Universo, debido al resplandor que dejaron miles de años atrás y que nos llega en el presente, quizás los resplandores de Solaris y Stalker no nos evoquen una presencia real que no podamos vislumbrar más que a través de sus huellas, sino una presencia en el tiempo, en algún lugar y momento indeterminado. Una presencia que no percibimos pero nos condiciona, alterando nuestro sistema bipolar de medición del mundo, distorsionando nuestra consciencia de la realidad y modificando nuestra propia naturaleza. Son los tonos pastel, los resplandores, la dualidad de lo irregular y lo uniforme, de lo cálido y lo frío, de lo mineral y lo humano, lo que consigue hacer de dos imágenes fílmicas de nuestra memoria colectiva una nueva interpretación de las sensaciones almacenadas, de la luz y de la vida.

Collages pequeños. Destellos
Tras la primera incursión en este mundo de sensaciones abstractas, inducidas dentro del cuerpo figurativo de los dos primeros cuadros, nos adentramos por el pasillo izquierdo del Palacio hasta llegar a la sala en la que se exhibe el resto de las obras de Alicia Castilla.

Lo primero que encontramos son cuatro collages de pequeño formato donde las ideas estallan sobre el papel como bombas extemporáneas, de origen desconocido. Son destellos radicales, fisionomías del inconsciente, fotografías improvisadas en las que los materiales, diversos y heterogéneos, bullen para reinterpretar el concepto de caos. Conviven retazos de pintura con recortes de revistas, texturas nuevas, a veces difíciles de asimilar por su imposibilidad, pátinas de color fracturado, nubes borrosas. Contraste y disolución: dualidad, una vez más. Se alternan iconografías nuevas con otras que remiten a símbolos contemporáneos, trazos difusos que se abren al vacío y líneas definidas, poligonales, que parecen llevarnos a universos tan aparentemente lejanos a estas obras como el del dibujo o el cómic. Quizás no sea tan grande el salto entre la ciencia ficción abstracta de Tarkovski y la concreción de los superhéroes de los tebeos.

Los cuatro collages se realimentan y dialogan. Uno de ellos, incluso, me hace pensar en tijeras que recortan el mundo convirtiéndolo en fragmentos poligonales, tal y como ocurría en Las margaritas, aquella película de los años 60 de Vera Chytilova, que comparte con la autora de estas obras la independencia y el riesgo. Quizás no esté de más volver a pensar en los 60, como veremos más adelante.























Collages medianos. Evocaciones, construcciones

Subimos de escala y vemos entonces cómo los explosivos hallazgos de los pequeños cuadros se integran en construcciones capaces de evocar ideas a través de una emoción. Algo así ocurre, por ejemplo, en Carta a una desconocida, que modifica ligeramente el título de la novelita de Zweig y la película de Ophüls para crear una mirada femenina que se ha sobrepuesto a los tabús de la modernidad pero no ha podido escapar de sus jaulas.

Esta obra, a partir de la deconstrucción de un rostro femenino (como si se tratara de una de esas películas del Godard primerizo en las que el montaje intelectual se construia sobre referentes directos de la cotidianeidad), reflexiona sobre el círculo abierto durante el siglo XX en torno a la identidad de la mujer, como si a lo largo de esa circunferencia los eventos históricos hubieran creado una huellas indelebles, bombardeos ausentes sin los cuales no podemos leer el presente. Eventos imprecisos pero contundentes, explosiones de color sobre el fondo negro que había teñido durante los siglos anteriores la figura femenina. Por eso partimos de esa referencia clara a un mundo que creemos muy lejano, el del Antiguo Régimen, la vieja Viena como metonimia de la decadencia europea, pero que sigue conservando, hoy en día, su pátina de formol viviente, de zombi adormecido. No puede seguir existiendo la mujer que justifique una vida por una noche de amor, pero esa idea de abnegación sigue aún demasiado latente. Y como se aprecia en la novela de Zweig, la protagonista tiene una voz potente, impulsiva, de una ambigüedad que lleva a la desesperación precisamente a causa de su paradoja histórica: está abnegada y se rebela, se rebela y está abnegada. Pero la voz existió, la voz y la mirada, desde el principio del círculo. El problema era que la voz no era escuchada por nadie, nadie leía las cartas, nadie encendía las lámparas, nadie atendía a unos labios que siempre se creían cerrados. Y por eso son los labios el final del círculo. Unos labios que deben estar cerrados para que estar abiertos pueda tener significado.

Las influencias se multiplican en estos cuadros para formar una mirada personal, capaz de crear piezas con significado propio, en las que los horizontes en diagonal cobran sentidos sorprendentes, donde los saltos abruptos de color identifican días y noches, luminosidad y oscuridad, y donde aparecen incluso resonancias orientales, donde la lasitud zen de un encuadre general se convierte en la histeria de piezas y fragmentos arrebujados en una mirada cercana, capaz de convertir la tranquilidad en caos.

Porque es el caos uno de los conceptos fundamentales de la exposición, un caos controlado desde una mirada urbanística, estructurada, de líneas rectas y geometrías. Caos de una civilización que no es capaz de soportarse y empieza a focalizar las tareas de destrucción en sí misma. Por esto, entre la decena de collages de tamaño medio, ricos en contenido, saturación, ideas, desgarro, alarma, destacan dos creaciones más limpias, que refuerzan la idea de fin, de ese apocalipsis tan de moda que muchas veces se subraya demasiado. Son dos obras de la serie Fahrenheit 451, que nuevamente nos trae reminiscencias literarias y cinéfilas, pero sin utilizar este concepto para una ironía o una desmitificación postmoderna, sino para flamear la propia idea visual, para llamar al inconsciente del espectador y hacer más visibles las llamas solo sugeridas por el papel desbrozado de los cuadros. Entre letras difuminadas y fragmentos imposibles de recuperar, asistimos al desmembramiento y a la desaparición, a la permanencia de ese marrón de fondo, aparentemente tan plano, que va mutando conforme absorbe las huellas de la destrucción. Y de aquí otra idea, la de la inevitabilidad de las huellas: todo lo visto, todo lo sentido, hace mutar inevitablemente a aquel que lo percibe. El recipiente de la destrucción no puede quedar inmune y, así, lo que tenemos junto a nosotros terminará impregnándonos, sumiéndonos en una narcótica elegía de nosotros mismos.



Collages y pinturas grandes. Atmósferas

La última parte de la exposición está formada por un díptico de collages de mayor escala y dos pinturas en lienzo.

En primer lugar, los collages: observamos un díptico de tangentes, que vuelve a remitir al concepto de dualidad y que supone el colofón a las ideas desarrolladas en las creaciones previas. Las dos obras son collages conceptuales, en los que formas geométricas básicas conforman una figura más compleja, de reminiscencias matemáticas, que nos lleva a configurar una idea presente durante toda la exposición: el soslayo, lo lateral, aquello que habitualmente queda en los márgenes. Aquí, la figura central se evoca a través de su ausencia (cada pieza del collage es tangente a una figura invisible, mimetizada con el fondo, que es la que centraliza y da cuerpo a la obra), tal y como ocurría en los collages de menor escala e, incluso, en el díptico de paisajes tarkovskianos. La evocación a través de lo colateral, del resplandor. La sugestión como elemento central no solo de la pintura, sino de todo el arte del siglo XX (el cine y la literatura, sin ir más lejos, son el mejor ejemplo de esa carrera frenética por dibujar ausencias, por hacer visible lo invisible a través de las construcciones de lo real). Pero, ante todo, el diálogo entre las dos obras (una de ellas se muestra a continuación), una con fondo blanco, otra de fondo negro, volviendo a dibujar el concepto de dualidad como eje sobre el que ir construyendo las variaciones de nosotros mismos. Lo dual como base canónica. ¿Y qué es ese concepto sino la era digital en la que estamos inmersos desde hace unas décadas? El nuevo mundo se fabrica con unos y ceros, siendo cualquier construcción compleja una combinación (difícilmente abarcable salvo con las herramientas adecuadas) de estos elementos mínimos de significación. La matemática discreta como base de un nuevo mundo, que es el mismo de siempre, solo que regido por una nueva mirada. Y así, la mirada de Alicia Castilla se construye sobre estos fundamentos profundamente contemporáneos, teniendo en cuenta el poder de la composición, siempre central, como elemento evocador e integrador de la propuesta artística. Las formas y los colores, herramientas de siempre que son capaces de atestiguar nuevas realidades.


Como colofón de la exposición, una vez atravesado el cuerpo central de la obra, quedan los dos lienzos que dejan atrás los collages, con su asociación de ideas de pastiche y reconstrucción postmoderna. Estos dos lienzos cierran el círculo abierto al inicio de la exposición por las otras dos pinturas, los paisajes tarkovskianos, con una simetría perfecta. Ahora ya no tenemos reminiscencias intertextuales, ni pistas que ayuden a descodificar los signos más allá de la pura esencia de luz, forma y color. Son dos cuadros que merecerían amplios análisis, pero a nivel general resultan perfectamente coherentes con las ideas que se sugieren durante toda la exposición.

El primero de ellos muestra unas manchas rojas difuminadas sobre un fondo que podría ser inexistente, ya que podría estar compuesto, simplemente, por el conjunto de otras manchas erigidas sobre un bucle infinito. Manchas que configuran sombras, espíritus, espectros, que conservan vestigios humanoides y que, por lo tanto, remiten inevitablemente a la idea de identidad, de identidad perdida entre una muchedumbre a la deriva, como zombies o espectros que hubieran salido de La Zona o de cualquier otro paisaje mental.

Y el último cuadro, finalmente, que se puede ver a continuación (aunque no es comparable con la contemplación real de la propia obra), simboliza los elementos vertebradores de la exposición: la sencillez dual de elementos primarios (nube negra y fondo vacío) contra la complejidad invisible de cada uno de estos elementos, compuestos por trazos desasosegantes, por colores mutantes, por amenazas indistinguibles. Como un peligro que se cierne, una nube, una tormenta, la geometría de las tangentes se diluye hasta crear una nueva tangente que, en este caso, se presenta gaseosa, evanescente, frágil a la vez que intimidatoria. Las turbulencias del vacío junto a la irregularidad de nuestros pensamientos, misteriosos, llenos de volutas y recovecos. Fragmentos de nosotros mismos. Reflejos de la oscuridad y lo escindido.
Al terminar el recorrido por las paredes de la exposición,  avasallados ante los pensamientos acerca de lo líquido y lo gaseoso, lo estructurado y lo violento (porque hay mucha violencia latente en estas obras, con su reflexión asociada sobre esa violencia que la sociedad reprime y libera en estallidos), lo moderno y lo postmoderno, pasamos por la mesa de la exposición y encontramos nuevos dibujos y collages, de diferentes escalas, que no han sido colgados junto con el resto de obras pero que forman el contexto, los necesarios márgenes de la colección. Márgenes por los que resulta imprescindible pasar antes de abandonar el Palacio.








































Abandonando el lugar, las reminiscencias que quedan son innumerables, y nos llevan a reflexionar sobre cuestiones artísticas generales y sobre preguntas que lindan con el significado de nuestra propia identidad, concepto clave de la modernidad. Porque al salir, precisamente, me preguntaba si podía calificar la obra como moderna o postmoderna y, ahora, después de una cierta meditación, me inclino a pensar que, a pesar de la intertextualidad, las referencias, el collage, etc, estamos ante obras rabiosamente modernas, y por eso no eran gratuitas las menciones a otras obras que forjaron la modernidad en expresiones artísticas diferentes. El concepto de modernidad de estas obras es el mismo que parte de Velazquez y que lleva a la pintura figurativa a un callejón sin salida durante el siglo XX. Ya no se trata de pintar cosas reales ni de pintar cosas bellas, se trata de evocar lo que las cosas nos dicen a través de la expresión sensorial de nuestro pensamiento. Ya no es necesario luchar contra las vanguardias como hace el arte postmoderno, porque las batallas contra el conocimiento están condenadas a la derrota, pero tampoco es necesario desvincular toda abstracción de cualquier asidero terrenal. Si algunos artistas del siglo XX, como Edward Hopper, supieron hacer de la figuración y del realismo una expresión de la modernidad, se debió a que asimilaron las conquistas filosóficas y artísticas de las vanguardias, y cada elemento dibujado se convertía en un contenedor de emociones, una puerta abierta hacia una sensación o un pensamiento que, tan solo a través de elementos pictóricos, era posible resaltar. Ciertas abstracciones de pensamiento nacen de la sensibilidad transmitida por una imagen y, por esa razón, todas las artes desde la revuelta de la modernidad se hacen imprescindibles para entender el lugar del hombre en el mundo. Velazquez ya sabía que no podía limitarse a dibujar un retrato cuyo único objetivo fuera permanecer fiel a la realidad, precisamente porque la realidad va más allá de la imagen. Sin embargo, esa excepción no se convirtió en norma artística hasta que la fotografía vampirizó un campo que parecía el cortijo de la pintura, cuando en realidad estaba siendo su tumba. Desde entonces, la modernidad fue haciendo su hueco, haciéndose contenedora del clasicismo en un camino que no puede tener vuelta atrás, por mucha reacción postmoderna que nos encontremos. La modernidad es el camino del conocimiento y, aunque el arte postmoderno sirvió como importante toque de atención ante una deriva quizás demasiado teórica, también es necesario estar precavidos antes sus veleidades consumistas.

Las obras de Alicia Castilla, cuyo estilo viene dado, además de por su extraordinaria sensibilidad, por su doble formación artística y arquitectónica, sugieren y evocan desde la creación más pura, pero también desde el reciclaje de formas, y por eso es un arte moderno (como otros autores que inmediatamente relacionamos con la obra de la artista, desde Kandinsky o los constructivistas Rodchenko y Popova, hasta la abstracción de Fernando Zóbel o, aunque parezca descabellado, los nenúfares del Monet casi ciego que dio el paso decisivo de la modernidad) que no se olvida de la reacción y el gesto postmoderno. No podemos olvidar lo que nos ha traído al mundo de hoy y, si bien es necesario seguir con coherencia una línea clara, también es imprescindible configurar esa línea a partir de las diferentes conquistas artísticas que atraviesan nuestra sociedad, por muy diferentes que puedan ser o muy lejanas que parezcan a nuestra sensibilidad.

Cada cuadro de la exposición da para muchas líneas de análisis y muchas horas de discusión, por lo que dejo pendiente para una próxima exposición, después de este repaso general, un análisis más exhaustivo de alguna de las obras. Lo que hay que desear es que esa próxima exposición tenga lugar durante más tiempo, en un lugar todavía mejor acondicionado, y sea mucho mejor publicidata.

De momento, lo imprescindible es aprovechar los dos días que quedan de exposición y pasar por el Palacio de Santa Bárbara el 4 o el 5 de enero

* Todas las imágenes de los cuadros han sido obtenidas del blog La frontera del alba


jueves, diciembre 27, 2012

Una historia (donostiarra) de fantasmas en Detour

Pues eso mismo, que después de unos meses de sobreponerme a la experiencia fantasmagórica que supuso mi estancia en San Sebastián durante el Festival de cine, ya está disponible en Detour la crónica/juego/aventura sobre lo que me depararon esos días. Tenéis dos formas de leerla, pero yo os diría que no lo pensarais dos veces y os lanzarais a descubrir a los fantasmas que esos días rondaban por La Concha. Espero que os guste.

Aquí va la presentación:

http://diarios.detour.es/?p=2998

Y aquí la puerta de entrada al "texto"

http://www.detour.es/tiempo/faustino-sanchez-san-sebastian-2012.html


jueves, noviembre 15, 2012

Política del miedo

No me gusta hacer valoraciones ni sacar conclusiones generales a partir de experiencias personales, pero hoy esto se me hace especialmente complicado. Lo que hemos visto no puede ser inconsciencia, no puede ser un error. Las piezas encajan desgraciadamente bien.
1.-MAÑANA. Recorremos Lavapiés y llegamos a un desahucio en la calle Mesón de Paredes (a la altura de la plaza de Agustín Lara), apenas un par de minutos después de haber evitado otro en la próxima calle Cabestreros. En esta ocasión no hay opción posible y el desahucio se ejecuta. Indignación y tristeza general. Nudo en el estómago. La gente empieza a disgregarse. Algunos nos quedamos en la parte de arriba de la plaza, otros caminan a través de ella. De repente, vemos movimiento: los antidisturbios empuñan sus porras y empiezan a pegar a la gente que se está retirando. Estremece ver la energía y las ganas con que las porras suben hacia el cielo para luego bajar cargadas de furia. Estremece ver policías sonriendo, mascando chicle, orgullosos. Estremece ver la manada de policías golpeando con las porras a cualquiera que se ponga por delante. Un chico hace una pintada en un coche de policía. Se acercan cuatro antidisturbios, lo alzan al vuelo y lo introducen en el mismo coche de la pintada. Se lo llevan detenido. Ya hay chivo expiatorio. El chico es un nuevo trofeo. El delito, sufrir y solidarizarse con una familia desahuciada. Pensamos que los palos podrían haber sido para nosotros, solo con haber estado unos metros más allá.

2.-TARDE. Manifestación multitudinaria. Llegamos a Atocha y parece que baja la densidad de gente, pero todos seguimos andando hasta Neptuno, hasta que la densidad se equipara a la del principio. En realidad no sabemos si la manifestación tiene que llegar hasta Atocha o hasta Neptuno, pero pensamos que no importa demasiado. La calle está atestada de gente, el ambiente es perfecto, sin incidentes, tranquilo, entre lúdico y concienciado. Un grupo de seis o siete amigos departimos en mitad de la plaza, auspiciados por Neptuno, sin saber que cuatro o cinco filas por delante de nosotros va a empezar una carga policial carente de ningún sentido. No llegamos a ver en qué consiste, pero escuchamos disparos de lo que parecen pelotas de goma (esperamos que al aire, pero no lo sabemos). La gente empieza a correr hacia atrás, buscando los pocos huecos entre la gente. Nosotros tenemos que saltar entre los arbustos para escapar, e intentamos evitar correr, intentamos evitar que cunda el pánico. Pero la policía parece empeñada en lo contrario, porque siguen las cargas, una tras otra y, entonces, columnas desordenadas empiezan a correr en todas direcciones, queriendo escapar de la ratonera en que se ha convertido el Paseo del Prado. ¿Por qué formar una ratonera? Si quieren disolver, ¿no hay que dar las máximas facilidades para la dispersión en lugar de cortar calles? Finalmente, y a pesar de nuestras reticencias, no nos queda sino correr, porque todo el mundo es presa del pánico y la evacuación relajada deja de ser posible. Nos desviamos por una de las primeras calles despejadas que cruzan el Paseo del Prado. Se siguen escuchando disparos. Por un momento, parece que volvemos a la tranquilidad en la nueva calle pero, entonces, aparece más gente corriendo de forma caótica. Por otro lado aparecen dos coches de policía. La gente se encuentra en estado de pánico y, la mera irrupción de esos coches policiales, provoca nuevas carreras, agitación y caos. No nos explicamos cómo es posible. Cómo han podido cargar en un sitio así, lleno de miles de personas. Pensamos entonces en cómo podemos volver a casa evitando los disturbios. Bajamos la calle junto al Retiro con la idea de llegar hasta la plaza de Atocha y así acercarnos a nuestro barrio. Sin embargo, al asomarnos, descubrimos contenedores en el suelo, llamas y humo, mucho humo. Decidimos, por lo tanto, evitar esa zona atravesando la propia estación de Atocha. Desde el puente vemos los diferentes focos de fuego y, especialmente, una enorme nube de humo negro que justifica el olor que empezamos a sentir. Bordeamos la estación y nos disponemos a cruzar la calle para pasar al otro lado. Sin embargo, los disturbios se han extendido más rápido de lo que hemos caminado nosotros y ya nos es imposible cruzar con seguridad. Decidimos entonces ampliar el rodeo, bajar por la calle Méndez Álvaro y después cruzar. Entonces, giramos a la derecha en la siguiente calle y nos encontramos con nuevos contenedores bailando en llamas sobre la calzada. Es Santa María de la Cabeza y tenemos que cruzar esa calle para poder llegar a casa. Cada vez nos alejamos más. Pienso en Nicholas Ray: no podemos volver a casa. Corremos por Méndez Álvaro para intentar ganar unos metros y cruzar, pero comprobamos que va a ser una misión casi imposible. Cuando nos asomamos de nuevo a Santa María de la Cabeza, el paisaje nos estremece. Pienso en Cormac McCarthy, La carretera, un paisaje postapocalíptico. Pienso también en las imágenes de mayo del 68 de nuestra memoria colectiva, imágenes de Godard, Klein, Garrel e incluso Assayas. No hay gente en toda la calle salvo unas personas provocando disturbios, quemando nuevos contenedores, alzando unos hierros y estrellándolos contra los escaparates. Suspiramos de estupefacción. Cada vez hay más humo y el olor a plástico quemado empieza a ser insoportable. Al fondo se escuchan coches de policía, que empiezan a acercarse, y el omnipresente helicóptero que parece señalarnos un estado de sitio. El miedo empieza a ser real. No entendemos cómo ha podido ocurrir esto. El pánico crea el caldo de cultivo necesario para que los incidentes tengan lugar. El Poder ya tiene su imagen que vender a la prensa y a la gran parte de la sociedad que no ha podido ver lo que realmente sucede. Nosotros, mientras tanto, comprendemos que es necesario cruzar Santa María de la Cabeza si queremos llegar a casa en un plazo razonable de tiempo. Decidimos correr. Atravesar la calle fantasmal, recorrida solo por sombras y humo. Saltamos la mediana y atisbamos una calle tranquila. Antes hay tiempo para mirar a izquierda y derecha. A ambos lados, barricadas formadas por contenedores y objetos ardiendo. Un encapuchado destroza un escaparate. No podemos imaginar vernos dentro de ese paisaje. Una vez que cruzamos esa calle, vagabundeamos un poco más, buscando rincones tranquilos por los que deslizarnos, y seguimos oyendo el rumor de fondo de los disturbios y respirando con dificultad el humo que impregna todo el centro de Madrid. Finalmente, llegamos a casa, a nuestro querido barrio de Lavapiés. Seguimos incrédulos, como si hubiéramos vuelto de una pesadilla sacada de una película demasiado real como para proceder de Hollywood. Nos preguntamos muchas cosas, pero ninguna acaba de tener sentido. Porque no es posible que sea solo inconsciencia, no es posible que los que empezaron cargando en Neptuno tuviera tan poca vista o formación. No es posible que crearan de la nada una situación de pánico global sobre la que construir el caos. No es posible hacer algo así sin pretenderlo. La sociedad del espectáculo.

Es la política del miedo, de jugar a imaginar que los manifestantes que hemos tenido que huir de una amenaza invisible encarnada por la policía nos lo pensaremos antes de acudir a la próxima manifestación. Lógicamente, habrá gente que se lo pensará, porque había personas mayores, niños, gente que no era capaz de correr y que corría el riesgo de ser aplastada por la muchedumbre que huía presa del pánico. Un nuevo derecho amputado, el de la libre expresión y manifestación.

En realidad, la táctica es inteligente, porque pocos votantes (si alguno) del partido del poder estarían en los disturbios; por su parte, sus votantes habituales radicalizarán su apoyo, porque pensarán que es mano dura lo que necesitan esos "radicales", "vándalos", "antisistema", etc. Mano dura que nadie puede aplicar mejor que los que consiguen que, entre los suyos, cada derecho recortado se convierta en un triunfo, en una heroicidad. Hagiografías construidas por medios de comunicación que duele mirar, sin necesidad, siquiera, de abrir por la segunda página.

Decía Godard en su última película que, cuando la ley es injusta, la justicia pasa por encima de la ley. Cada vez nos lo ponen más difícil, pero al menos nos acostaremos sabiendo que una gran parte de la sociedad no solo ha respondido, sino que ha respondido muy bien ante un día ante el que solo cabía estar.

domingo, octubre 21, 2012

Ciclo de cine en la ETSIT (UPM)

Con un poco de retraso, porque ya ha pasado la primera proyección, pongo la información del ciclo de cine que estamos montando en la ETSI de Telecomunicación de la UPM.

Habrá una proyección cada semana, bien los martes o bien los viernes (hasta el 14 de diciembre), y cada una constará de una presentación muy breve y un coloquio posterior con el público, en el que analizaremos algunas escenas clave y comentaremos curiosidades y su influencia, ecos y resonancias, en el cine posterior.

La entrada es libre, así que animaos a venir. Además, tenemos un gran cartel, made in La frontera del alba. ¡Gracias! :)



Tras la primera proyección, seguimos este martes con Vértigo, este año que ha sido encaramada a lo más alto de la lista de Sight and Sound.

Dejo la información que hemos pasado a nivel "oficial":



Lugar: Aula Magna de la ETSI de Telecomunicación.
Avenida Complutense 30, Ciudad Universitaria, Madrid

ENTRADA LIBRE

A partir del 19 de octubre de 2012, en el Aula Magna, de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Telecomunicación de la Universidad Politécnica de Madrid, va a tener lugar el Ciclo de Cine, organizado en el marco de la asignatura de Libre Elección  “Lenguaje audiovisual contemporáneo: evolución y claves del discurso cinematográfico”.
 
Este ciclo de cine presenta una serie de muestras representativas que sirven para analizar la evolución del discurso cinematográfico a lo largo del último siglo. Para ello, el ciclo parte del asentamiento de los códigos clásicos durante la Edad de oro de Hollywood en Corrientes del Hollywood clásico, prosigue mostrando algunas de las divergencias históricas que hicieron dar el salto a la modernidad en Corrientes divergentes, y finaliza con un último bloque, Corrientes del cine actual, en el que se han elegido tres obras representativas de la heterogeneidad del cine de nuestro tiempo, a partir de películas construidas sobre las tradiciones clásica, moderna y postmoderna.
Al término de cada proyección se analizará el contexto de cada obra y se relacionará con su influencia posterior en la construcción del lenguaje audiovisual contemporáneo.

Presentación y moderación del coloquio: Faustino Sánchez García.
Fechas:
  •  Corrientes del Hollywood clásico.
·         Cine y evasión: La fiera de mi niña (H. Hawks, 1938, EEUU). V 19 de octubre, 19:00
·         Cine y obsesión: Vértigo (A. Hitchcock, 1958, EEUU). M 23 de octubre, 20:00
·         Cine y crepúsculo: El hombre que mató a Liberty Valance (J. Ford, 1962, EEUU). M 30 de octubre, 20:00
  • Corrientes divergentes
·         Cine del tiempo: Primavera tardía (Y. Ozu, 1949, Japón). M 6 de noviembre, 20:00
·         Cine del espacio: El eclipse (M. Antonioni, 1962, Italia). M 13 de noviembre, 20:00
·         Cine del subconsciente: Persona (I. Bergman, 1966, Suecia). V 23 de noviembre, 19:00
  •  Corrientes del cine actual
·         Cine hablado: Cuenta de otoño (E. Rohmer, 1998, Francia). V 30 de noviembre, 19:00
·         Cine postmoderno: Femme fatale (B. de Palma, 2002, EEUU). M 4 de diciembre, 20:00
·         Cine soñado: Three times (Hou Hsiao Hsien, 2003, Taiwán). V 14 de diciembre, 19:00 

Con la colaboración del CLUB DE CINE ANTENA.

sábado, septiembre 29, 2012

Festival de San Sebastián 2012

Bueno, por segundo año consecutivo estamos por aquí y, a falta de ver mañana The bay (que, sinceramente, mirando la carrera de Barry Levinson, no creo que cambie nada), dejo mi lista de favoritos de las 33 películas que he podido ver:

1) Apres mai (O. Assayas)
1) Érase una vez, Verónica (Marcelo Gomes)
3) Penance (Kiyoshi Kurosawa)
4) Foxfire (L. Cantet)
5) La demora (R. Plá)
6) Tú y yo (B. Bertolucci)
7) La sirga (W. Vega)
8) No (P. Larraín)
9) El muerto y ser feliz (J. Rebollo)
10) Shell (S. Graham)

Llama la atención que solo dos de estas películas son de la sección oficial, y las demás se reparten entre Nuevos directores (1), Especiales de Zabaltegi (1), Perlas de Zabaltegi (1) y Horizontes Latinos (4).

Para más información, remito a los twits que he estado mandando estos días desde la cuenta de Detour y a la crónica que saldrá publicada más adelante en la misma revista y que, como el año pasado, será algo especial :)

martes, agosto 21, 2012

Cena de medianoche (1937). Frank Borzage por el cine clásico


Siguiendo el anterior post, quizás el Charles Boyer al que se refería Gena Rowlands en Minnie and Moskowitz sea el elegante Boyer de Cena de medianoche. Recién vista, no soy capaz de recordar otra película más brillante en la sublimación del instante del enamoramiento, en la sincronización de todas sus vertientes, en su propulsión hacia el futuro y en su manera de convertir todo lo que lo rodea en accesorio. En otras películas se habla de la necesidad de prolongar las coordenadas del primer encuentro para contribuir a la forja del mito, pero en pocas se hace con la elegancia de Borzage y en pocas se consigue una reflexión emocional tan clara. Además, Borzage construye una paradoja que cabalga junto a la paradoja del cine clásico en general: el cineasta estadounidense consigue que la película no sea maniquea construyendo los personajes más maniqueos y que la película no sea empalagosa a partir de de la historia más empalagosa posible. Todo ello porque la película no es una película. Es una imagen mental.

Dado que nuestras vidas cotidianas se construyen alrededor de símbolos, nada más eficiente para reforzar el símbolo que su descontextualización. Si el instante mágico de la noche del enamoramiento se produjo a través de una cena proyectada con nocturnidad, como un crimen presentado invisible ante los ojos de los demás, y esa cena era una cena parisina, de langosta, ensalada y champagne, no queda más opción que proyectar ese símbolo más allá de sus propias coordenadas. Una cena de langosta, ensalada y champagne ya no será nunca más una metonimia de un restaurante parisino absolutamente afrancesado. Boyer y Arthur necesitan descontextualizar el símbolo para hacerlo suyo, y llevando esa cena nocturna de París a Nueva York y de allí a la mitad del océano consiguen forjar los símbolos necesarios para que el instante se convierta en la base de un deseo de futuro (lo cual no significa la materialización de su relación en un matrimonio o similar, sino que esta se proyecte en el tiempo). Porque la necesidad de aprehender los símbolos viene de la necesidad de futuro, y cuantos más detalles pasen a formar parte de ese cóctel íntimo más soporte tendrá el mito a través del que construir el porvenir. Si para forjar la identidad de una nación o, más que eso, el corazón de una sociedad, hay que crear una leyenda basada en mitos que pase por encima de la realidad, como decía John Ford, algo similar ocurre con la construcción de una relación íntima. Partimos de la realidad para descontextualizarla, mitificarla, modificarla lentamente hasta convertirla en una proyección onírica de nuestra propia percepción del pasado. En una palabra, sublimarla.

Es la necesaria sublimación del pasado, condensado por la metáfora del instante, por la fuerza del mito, lo que nos permite sobrevivir más allá de las expectativas creadas. Porque una expectativa del presente equivale a una frustración del futuro, y es el mito que sabemos que no está a nuestro alcance lo que nos permite proyectar la expectativa siempre satisfecha, que es la culminación de un deseo inmediato y, por una vez, realizable. Podremos llevar nuestra cena de medianoche a otro punto del planeta, podremos volver a interrogarnos sobre los detalles de aquel instante o podremos cambiar una vez más la esencia del mito que nos mantiene vivos. Ese instante sublimado es el único que, al contrario que el resto de cosas, sobrevive cuando ve mutar su esencia, del mismo modo que ocurría en El hombre que mató a Liberty Valance.

Jean Arthur: ¿Cuándo te enamoraste de mí? ¿Lo recuerdas? El momento exacto
Charles Boyer: En el taxi, la segunda vez que dijiste "Oh" y yo iba a pedirte que nos viéramos mañana.


La verdad de ese instante se construye a lo largo del tiempo. Fuera cual fuera su realidad, la verdad se va enriqueciendo paulatinamente, sin quedar desvirtuada, en una especie de "barroquización mental" en la que un detalle debe superponerse a otro detalle y se van rellenando huecos inexistentes hasta entonces, manteniendo la ilusión de que fue aquello fuera de cierta manera aunque la realidad física o emocional ocurriera de una forma radicalmente opuesta.

Más allá de los logros técnicos de Borzage en esta película, que no son pocos, desde la utilización magistral del primer plano hasta la habilidad para la mezcla de géneros, su principal logro fue crear una película que es una imagen mental, una metáfora perfecta del enamoramiento y del verdadero (por falso) instante eterno, que en ningún caso debe leerse como un relato consecuente o realista. No realista pero si posible, porque es el  hueco de la posibilidad lo que permite que haya espacio para que podamos respirar, para que no nos ahoguemos en la oscura nave de lo cotidiano. No importa lo que sucederá, sino lo que pueda llegar a suceder.

El cine clásico puede ser el culpable de nuestras altas expectativas en la vida, como decía Minnie, pero también puede ser el responsable de nuestra salvación.

sábado, agosto 11, 2012

Minnie and Moskowitz (1971). Cassavetes contra el cine clásico


Seymour Moskowitz adora a Humphrey Bogart.
 

Minnie Moore adora a Humphrey Bogart.


El cine clásico es su evasión, su modo de huir de la rutina, su respiro cotidiano. Ambos lo necesitan para soñar, para aliviar la soledad, para saber que existe algo mejor que lo que ellos viven, para tener un objeto de identificación y un objeto de deseo. Pero también tiene su cara oscura.

Porque el cine clásico los colocó en el disparadero, estimuló su imaginación, sus ambiciones. Jugó con sus expectativas vitales, y pocas cosas hay más peligrosas que jugar con las expectativas.

Él se vio sumergido en la impotencia masculina de no ser como los héroes, de no ser Humphrey Bogart, de no poder  silbar para invocar a la chica de sus sueños, de salvar de una agresión a esa chica de sus sueños y que esta no cayera rendida a sus pies. Nunca podrá ser Humphrey Bogart, y de ahí procede su frustración, su rabia, su agresividad. El cine clásico como frustrada identificación.

Ella vivió el cuento de hadas machista que le prometió el cine clásico, buscando a su Humphrey Bogart, a su Charles Boyer, buceando en la frustración de una neurosis histérica, dándose cuenta de que el edulcorado y bonito machismo del cine clásico nada tenía que ver con el agresivo machismo de la vida cotidiana. No existe un Charles Boyer, no existe un Humphrey Bogart. El cine clásico como frustrado objeto de deseo.


Seymour sale de ver El halcón maltés y sueña ser Humphrey Bogart. Entra en el bar y se encuentra con un conversador agresivo, una realidad sucia. El cine clásico se hace añicos en la calle.

Minnie sale de ver Casablanca y, después de la conversación con su amiga, la espera en casa su amante casado, que le tiene reservada una paliza. El machismo cruza la pantalla, el príncipe azul se torna oscuro. El cine clásico, una vez más, se hace añicos, muestra su cara oculta, revela su trampa, pero esta vez en la intimidad de una casa.

El cine clásico como motor de frustración tanto del objeto de identificación como del objeto de deseo. El cine clásico como tapadera de estrellas, escondiendo defectos, resaltando virtudes. Lo difícil es fácil, la vida se sueña ligera.

Seymour y Minnie van por fin al cine juntos. Se escucha la voz de Humphrey Bogart mientras él compara a Minnie con Lauren Bacall. ¿Es posible encontrar la felicidad? Si lo fuera, nos dice Cassavetes en este personal cuento de hadas, la única vía es rebajar las expectativas, vivir en otro como en nosotros mismos. Ser indulgentes con nuestro Yo y con el Otro. Aprender a escuchar y a escucharnos. Por eso Cassavetes centra los contraplanos en quien escucha mucho más que en quien habla. Minnie busca ser amada cuando debería preocuparse en amar. Seymour busca ser un héroe cuando debería convertir en heroína a quien tiene enfrente. 


Seymour, al final, necesita engañarse para sobrevivir, engañarse igual que nos engaña el cine clásico, y soñar con que es Humphrey Bogart y ha logrado conquistar a su Lauren Bacall. La mujer como trofeo. Desgraciadamente, ella, cómplice, sonríe. ¿Instinto de supervivencia o problema cultural? ¿Posibilismo, inteligencia emocional, o traición a unos principios? ¿Son nuestras vidas los reversos oscuros de un cine imposible, el cine del Hollywood clásico?

¿No es la única forma de amar el cine clásico aprender a odiarlo?

domingo, junio 24, 2012

Resonancias garrelianas: Les amants réguliers y Un Été brûlant

La mirada colectiva, ilusionante, llena de inocencia, sin polución ni prejuicios. La mirada que ama sin barreras, que refugia el fracaso de la política en el triunfo del amor. El nacimiento del amor. La mirada enérgica y vibrante. La mirada que se precipita al vacío al intentar atrapar la luna. La mirada de la juventud de Garrel.


La mirada individual, posesiva, destructora. La mirada contaminada por el egoísmo y la falta de sabiduría. El constante error de intentar ser amado en lugar de amar. La mirada pasiva. La mirada estrellada sin levantar la cabeza. La mirada de Garrel sobre la juventud de hoy. Ya nadie viste de negro en París. Nostálgicos 60.




La condición humana nos llevará al mismo trágico final, por lo que las fuerzas deben dirigirse a la búsqueda del camino más agradable, aquel que se pueda evocar durante el sueño de los justos.
Escenas que nos obsesionan, que nos persiguen, que siempre nos acompañarán. Escenas que consiguen que el gesto y la mirada transmitan las emociones que ningún diálogo podría soñar. Exabruptos del cuerpo, liberación del espíritu. Energía temblorosa, lágrimas convertidas en ojos cerrados y alcohol. Sonrisas, milímetros y balanceos. Consciencia en dispersión. Nuevos códigos, nueva criptografía. Mensajes fáciles de interpretar pero difíciles de sentir. Mensajes que se deben interiorizar pero no pronunciar. Secretos que nos vertebran. Comunión emocional sobre la ruina de las palabras. El fin del lenguaje, como señalaba Alejandro Díaz. Como nos dice y dirá Godard.

Y mientras tanto, Louis Garrel parece destinado a no moverse nunca del sofá.


miércoles, junio 20, 2012

Últimas infidelidades

El ajetreo de las últimas semanas me ha hecho descuidar los enlaces y no he puesto por aquí mis últimas infidelidades a Maud, que vienen acompañadas de recomendaciones, porque se trata de dos nuevos idilios:

Por una parte, tenemos la revista palentina El rayo verde,  ya consagrada en su calidad por sus 5 números anteriores, que en esta ocasión dedica un estupendo monográfico a un viejo conocido de este blog, nuestro querido Hong Sang Soo.  Por mi parte, colaboro con un artículo sobre Woman on the beach y sus resonancias con el cine de Eric Rohmer. La revista se puede leer aquí:


Y por otra parte, una revista nueva, ambiciosa, cultural y no solo cinéfila (que también), Cultvana, a la que le deseamos toda la suerte del mundo en su andadura. En este caso, mi artículo gira en torno a La mamá, la puta y el desencanto.



Buenas lecturas para los que empezáis a disfrutar de la jornada reducida veraniega..., pero también para los que os miramos con envidia. A algunos nos espera un verano de trabajo, pero con la esperanza de sacar ratos (sobre todo durante el mes de agosto) para volver a darle algunas vueltas a esto del cine :)






viernes, abril 27, 2012

Ciclo de cine. Amor, pasión y desencanto: huellas y herencia de La mamá y la puta

Para quienes estéis en Madrid, estamos montando un ciclo en la ETSIT de la UPM (Ciudad Universitaria) en torno a las huellas y herencia de La mamá y la puta, la obra maestra de Jean Eustache. Cada proyección incluirá una breve presentación inicial y un posterior coloquio entre los asistentes. Dejo aquí toda la información:




Amor, pasión y desencanto: huellas y herencia de La mamá y la puta

Hace unos meses se cumplieron 30 años del trágico suicidio de Jean Eustache, autor de una de las películas más importantes e influyentes de la historia del cine, La mamá y la puta (1973, Francia). Este ciclo rastrea algunas de las huellas de la historia del cine que siguió la cinta de Eustache, hija directa de la Nouvelle Vague francesa, pero también del cine clásico de Hollywood.

Amor, pasión, política y desencanto, conceptos sublimados en el Mayo del 68 parisino, encuentran en La mamá y la puta su expresión más íntima, sincera y dolorosa. Una película que cambia la forma de ver el cine y que supone una experiencia desgarradora en lo emocional y en lo intelectual. El espíritu de la película caló en las generaciones posteriores y atraviesa todo el cine contemporáneo.

HUELLAS:

- Jennie (1948, W. Dieterle, EEUU). Viernes 4 de mayo (18:30)

- Jules y Jim (1961, F. Truffaut, Francia). Viernes 11 de mayo (18:30)

- La chinoise (1967, J. L. Godard, Francia). Jueves 17 de mayo (18:30)


- LA MAMÁ Y LA PUTA (1973, J. Eustache, Francia). Viernes 25 de mayo (18:30)

HERENCIA:

- A nuestros amores (1983, M. Pialat, Francia). Viernes 1 de junio (18:30)

- Eyes Wide Shut (1999, S. Kubrick, EEUU). Viernes 8 de junio (18:30)

- Les amants reguliers (2005, P. Garrel, Francia). Viernes 15 de junio (18:30)


Entrada gratuita hasta completar aforo.

Lugar: ETSI de Telecomunicación. Avenida Complutense 30. Ciudad Universitaria. Edificio A. Aula Magna.

Cómo llegar

¡Os espero allí a todos los que podáis! Y os dejo el tráiler promocional del ciclo:


Y también aprovecho para enlazar el magnífico monográfico de Shangrila sobre Jean Eustache.

jueves, abril 05, 2012

Tarr y Tarkovski. 12 diferencias. 12 hipótesis

Se suele hablar mucho de las similitudes entre el cine de Bela Tarr y el de Andrei Tarkovsky. Sin embargo, tengo la impresión de que los ejes que sustentan sus estilos son muy diferentes. Aquí algunas pistas, algunas intuiciones, todas ellas discutibles:

1. Tarr es antropocéntrico, Tarkovsky teocéntrico, el último místico.


 2. Tarr mira desde abajo, desde la tierra, y Tarkovsky desde arriba, siempre cenital.


3. Tarr dibuja con la cámara, Tarkovsky con la imaginación.



4. A Tarr le preocupa qué llevarse a la boca, a Tarkovsky con qué alimentar el espíritu.

5. Tarr es geométrico, matemático, en estructura narrativa y en composición del plano, mientras que Tarkovsky es intuitivo, guiado por la gracia.



6. Tarr es un cirujano de afecciones humanas, que examina con frialdad diseccionando las miserias humanas; Tarkovsky, sin embargo, se conmueve con nuestra debilidad.





7. Tarr es un voyeur, mientras que Tarkovsky siempre pide permiso.






8. Los personajes de Tarr recuerdan, los de Tarkovsky sueñan, desean, incluso cuando evocan su pasado.




9. Los personajes de Tarr mienten para salvarse, los del Tarkovsky solo pueden salvarse con la verdad.


10. A pesar de las puñaladas, a pesar de todo, para Tarr existe una comunidad, necesitamos la comunidad; para Tarkovsky, cada individuo es su propia isla.



11 Tarr destruye el árbol del apocalipsis, Tarkovsky crea el árbol de la esperanza.


12. Tarr es concreto, Tarkovsky abstracto.

Aire de Dylan. Acción y reacción

Si hasta ahora estábamos acostumbrados a un Vila-Matas que iba construyendo a través de sus ficciones una revisión desprejuiciada de la historia de la literatura, al llegar a Aire de Dylan nos encontramos con que, en esta ocasión, la mirada se detiene en sí mismo, en la propia naturaleza de Vila-Matas, quien parece que, de repente, piensa que es necesario revisarse a sí mismo antes de continuar con la titánica labor que se ha venido adjudicando desde hace bastantes años. Vila-Matas se explica a sí mismo, se detiene a reflexionar sobre  su obra, con sus enriquecedoras contradicciones y las múltiples máscaras que siempre sirvieron para definir a un autor único (único tanto en su inimitabilidad como en la coherencia intrínseca de su discurso). Para no romper con su coherencia, además, se vale para retratarse de las mismas armas que utilizó para reivindicar o subrayar la actualidad y vigencia de ciertos autores. La literatura del siglo XX, igual que la literatura del futuro, parece poder articularse a través de las herramientas que Pessoa y Kafka legaron al mundo y, de esta manera, la mirada desmitificadora de Vila-Matas funciona siempre a través de la ironía, es decir, crea mitos literarios al mismo tiempo que ironiza sobre la importancia del mero concepto de mito. Si en París no se acaba nunca Vila-Matas revisaba irónicamente sus años de aprendizaje y formación literaria, en Aire de Dylan parece hacer lo mismo con el resto de su carrera literaria, que siempre ha tenido un pie en el esfuerzo y el rigor y otro en la ligereza, el ingenio y el gesto festivo. Efectivamente, Vila-Matas está hecho de muchos, como cualquier individuo de los que poblamos este abigarrado siglo XXI, y todos ellos se pueden explicar a través de los personajes de su última novela, ya sea el joven, ingenioso y despreocupado (pero en el fondo también concienzudo y tenaz: ¿quién si no se embarcaría en la titánica tarea de crear un gran fichero general del fracaso?) Vilnius, o el riguroso (pero también ligero y cibernético: ¿quién si no crearía la base de su obra fundamentándose en la hipertextual idea de la interrupción?) y sacrificado Lancastre, representante de la cultura del esfuerzo, o el pertinaz, divertido y desmitificador narrador de la novela, cargado de irónicos traumas pero bisagra necesaria de la dualidad Vilnius-Lancastre. En realidad, cada uno de estos tres personajes vive, a su vez, inmerso en el mar de contradicciones procedente de la idea de que ellos también están hechos de muchos, y por eso no son personajes planos, de una pieza, sino mosaicos de ideas, caótica suma de sensaciones, huyendo del clásico retrato psicologista, que por algo estamos en un mundo postmoderno, o un poco más allá.
 

Plantea la novela diversos dilemas y disquisiciones cuya resolución queda pendiente del lector, ya que no hay nada menos postmoderno que un dogma unívoco lanzado desde un libro. Por lo tanto, la única idea que la mirada de Vila-Matas deja totalmente clara es, precisamente, que no puede haber ideas preconcebidas, que si algo es prescindible en el mundo del arte, eso son las hojas de ruta, tanto las que se dibujan los propios autores como las que sus seguidores pretenden trazar irreversiblemente. Se puede ser auténtico siendo muchos o, más bien, hay muchas formas de ser auténtico, aunque quizás la única manera de alcanzar esa autenticidad hoy día sea a través de reconocer todo lo que hay de otros en nuestro interior. Porque si algo trajo la postmodernidad fue la consciencia de nuestra propia historia, la asimilación de la interferencia y la mezcla, esa sensación experimentada en el libro cuando el espíritu de Lancastre interfiere después de muerto en la cabeza de su hijo Vilnius, deambulando como los viejos odradeks por la ciudad de Praga. Porque si contra algo clama la novela es contra las ideas preconcebidas, el encasillamiento y la obligación de ser lo que uno ha sido en el pasado. Por esa razón, Vila-Matas toma como referencia a Bob Dylan y su máxima de ir a casa, y no volver a ella como intentaría Nicholas Ray. No se busca el repliegue sino el avance, no es hora de refugios sino de conquistas. La literatura debe ser un arma cuyas balas se dibujan con la imaginación. A la hora de crear, obligación es castración, y esa idea hace de Aire de Dylan una novela puramente vilamatiana, auténtica a la vez que distinta y, para muestra, el hecho de que la trama comience y termine con sendos congresos literarios, uno sobre el fracaso y otro sobre la impostura, temas centrales de toda la obra del autor catalán.

La novela se mueve siempre entre dos polos, dentro de sus diferentes ramas, y por eso tiene tanto peso lo grave como lo ligero, lo serio como lo lúdico, lo clásico como lo moderno, Shakespeare y los surrealistas, las vanguardias europeas y el cine clásico de Hollywood, Guy Debord y Goncharov. Si el propio Vila-Matas comentaba, en referencia a su novela París no se acaba nunca, la influencia del estilo de Godard a la hora se saltear de citas toda la narración, aquí el espíritu cinéfilo más presente remite a Jacques Rivette, por esa mezcla entre lo lúdico y lo erudito que muy pocos saben crear, y por el gusto constante por el juego, la conspiración, el teatro, la simulación y las máscaras. Quizás inconscientemente, Vila-Matas ha escrito una novela auténticamente rivettiana, que además, como el cine del autor francés (como los artículos que ya escribía como crítico el propio Rivette), debe mucho al principio de acción y reacción, ya que la novela reacciona contra la crisis, que va más allá de lo económico para calar en lo cultural, que reacciona contra las herencias paternas, contra los espíritus indómitos, contra el arte acomodado (en esa caricaturesca escena en que se utiliza al personaje de Max para satirizar ciertas corrientes de rancia crítica cultural, y que recuerda a más de un personaje de este país que se mueve en esos mismos términos), contra la ficción y contra la realidad, contra la mirada otoñal de Dublinesca, contra los encasillamientos, por ese espíritu que evoca los tiempos juguetones de Historia abreviada de la literatura portátil, con ese sabor más juvenil, fresco y deshinibido, al son de nuestros tiempos pero cargado de una compasión por los personajes, de una comprensión del patetismo que ha ido ganando el autor a lo largo de los años y que ya es algo de lo que no puede prescindir.

Si Dublinesca se podía leer como una novela sobre el apocalipsis (con aquella metafórica muerte de la era Gutenberg), en Aire de Dylan podríamos entender que este ya ha sucedido, con lo cual estamos ante un libro postapocalíptico, que tiene lugar sobre las ruinas de un esplendoroso pasado cultural. Todo lo que queda es la arqueología, como la que mueve a Vilnius para indagar en el pasado a través de la frase motor "Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien", que articula la estructura de la novela en lo que es uno de sus grandes hallazgos. Vila-Matas es, como él mismo afirmó hace unos días del recientemente fallecido Antonio Tabucchi, un investigador de la realidad, lo que supone sin lugar a dudas una de sus grandes virtudes, como vuelve a demostrar en Aire de Dylan.


lunes, abril 02, 2012

Te querré siempre. Ucronía íntima

En ocasiones las películas te esperan. Saben que las has visto, saben que te han gustado, saben que han removido una parte de ti que aún no has aprendido a conocer demasiado bien. Saben que son películas hechas para ti, y por eso te han gustado, pero ha faltado el relámpago, el momento de iluminación sobre el cual se construyen los mitos. Ese relámpago, muchas veces, no depende tanto de la formación, del bagaje cinéfilo o de la lucidez intelectual del instante, como del recorrido vital, la propia experimentación de ciertos sentimientos que no necesariamente tienen que ir asociados a vivencias concretas o a estados físicos. Entonces la película se agazapa en un intersticio secreto del propio cuerpo, procurando no molestar porque tiene la seguridad de que, cuando llegue el momento, un relámpago provocará una sacudida.
 
 
Han pasado muchos años, más de una década, desde que vi Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1954) en uno de esos VHS de películas en versión doblada que se conservaban en las bibliotecas municipales  entre cintas de Spielberg y blockbusters indolentes, cuando, de repente, una noche de domingo, la filmoteca proyecta la obra maestra de Rossellini. En su día me gustó, me gustó mucho, pero sin deslumbramiento, le recordaba a unos amigos unas horas antes de la proyección. Desde luego, conservaba en mi memoria la potencia de ciertas imágenes: la escena inicial en el coche, los planos de los seres humanos fosilizados de Pompeya, o el sobrecogedor final de la película con Ingrid Bergman siendo arrastrada por la muchedumbre. Y sin embargo, esas imágenes se presentaban de una forma un tanto inconexa, que para mí tenían casi más valor como influencia directa en excelentes películas recientes como Un couple parfait (Nobuhiro Suwa, 2005) o Copia certificada (Copie conforme, A. Kiarostami, 2010) y como escalón de la historia del cine que como obra íntegra en sí misma.


Lo que había olvidado, o quizás nunca llegué a ver hasta ahora, es que Te querré siempre es una película construida completamente a partir de una emoción, de un estado de ánimo muy concreto, que Rossellini disecciona como si fuera un fantasma capaz de observarse a sí mismo desde la distancia. La convergencia de imágenes y sensaciones es tal, que se antoja imposible que el cineasta italiano pudiera rodar la película a partir de una mera elucubración intelectual. Hay celuloide vívido, fogonazos de realidad. La película alcanza el auténtico neorrealismo que ya esbozó en Roma, ciudad abierta (1945), Paisá (1946) o Alemania año 0 (1948) a través de la introspección del autor, que va aún más allá de lo que ya percibió Deleuze con gran agudeza cuando hablaba de las imágenes sensoriomotrices y su capacidad para determinar los estados de ánimo de los personajes: el neorrealismo va más allá de la plasmación de imágenes que intentan imitar una realidad nunca completamente aprensible, ya que, sobre todo, analiza el impacto que esas imágenes tienen en los personajes. Estos personajes, por lo tanto, transforman la realidad observada para transmitirnos la realidad auténtica, que es su percepción sincera de lo que les rodea, y el espectador del cine pasa a observar al espectador del otro lado de la pantalla, que es el espectador que somos cada uno de nosotros en nuestra vida diaria. Por lo tanto, las imágenes mutan su significado, y una escultura clásica de un museo puede decir demasiadas cosas acerca del presente y de uno mismo, de igual modo que la visión fugaz de una mujer empujando un carrito de bebé ya significa  mucho más de lo que su descontextualización podría sugerir, ya que a través de la mirada de Ingrid Bergman comprobamos la frustración de los deseos no comunicados, la impotencia de no asumir los propios errores y la necesidad de transmitir aquello que atenaza y da forma a nuestro silencio. La imagen transformada cobra, de esta forma, una fuerza inusitada que contribuye a la creación de ese estado de ánimo tan particular (que no voy a intentar describir con palabras porque la tarea se me antoja imposible) sobre el que se construye una película de miradas, reflejos íntimos e imágenes asimiladas por los personajes. Se trata de imágenes que la propia mirada carga de sentido, de tal forma que se empieza a revelar todo aquello que la rutina de la vida diaria oculta en ese matrimonio de Ingrid Bergman y George Sanders, acostumbrados a ser actores de su propia vida y a desempeñar unos papeles ante ellos mismos y ante la pareja. Sin embargo, cuando el contexto cambia, cuando su pequeño microcosmos de vida burguesa anglosajona desaparece para ocupar el lugar de turistas extranjeros en la cuna de la civilización, cada actor se da cuenta del engaño al que se está sometiendo a sí mismo. Son unas vacaciones, una ruptura, un punto de fuga. Y a partir de ahí el teatro será ya solo de cara al otro, porque íntimamente se desarrolla una etapa de autodescubrimiento que hasta ese momento había estado eclipsada por las convenciones de la costumbre. Por lo tanto, ante ese desajuste entre lo que se muestra y lo que (ahora sí) se sabe que se siente, el teatro empieza a ser insostenible, y se presenta una catarsis que necesita una salida drástica, una ruptura con el pasado, que puede expresarse a través del divorcio o de la reconciliación, pero que, desde luego, no permitirá que las cosas puedan continuar de la misma manera.



Necesitamos imágenes, parece decir Rossellini, y es la interiorización de estas imágenes lo que permite el autodescubrimiento. Es necesario aprender a mirar, descodificar nuestro entorno para conseguir que las sensaciones tomen cuerpo, bajen de la abstracción inducida en nuestra propia vida para convertirse en un significante que su pueda analizar, tratar, manipular. Es necesario ser capaz de sincerarse con uno mismo en primer lugar antes de poder entablar una relación sincera y sana con los demás. Es necesario acabar con la frustración de que nuestra propia capa externa nos impida manifestar lo que en el fondo deseamos y queremos mostrar. Una vez que la identidad se ha forjado, la empresa se antoja mucho más fácil, ya que se rompe ese desequilibrio que nos trastorna al hacer chocar nuestros sentimientos íntimos con las ideas que expresamos sobre nuestra imagen, y que son las que erróneamente creemos poseer. Entonces, es el poder metafórico de las imágenes, la carga personal que todas ellas adquiere, por ajeno que parezca el tema, lo que puede hacer saltar el interruptor definitivo. Si el proceso de autodescubrimiento, la asimilación del mundo exterior a través de las imágenes, es lo que permite crear las condiciones necesarias para que algo suceda fabricando el necesario interruptor, es imprescindible que, después, una imagen símbolo, como la del arrastre de Ingrid Bergman por la muchedumbre del final de Te querré siempre, pulse ese interruptor para que pase la luz, provisional o permanentemente. Una imagen banal puede llenarse de significado, porque una imagen no puede ser banal como sí puede serlo la mirada que la recoge. Y una imagen-símbolo, en un momento adecuado, puede obrar el milagro de que, por un instante, dejen de importar los celos, los orgullos, las infidelidades... Por un instante  caen las máscaras, las veleidades, el teatro de ocultar lo que se sabe mientras se juega a que no se sabe, la aventura de fingir ser otro. Lo que fue fundamental en el mundo de las excusas pasa a no importar en ese mundo que, instantáneamente, dibuja los sentimientos como algo puro en su esencia y en su manifestación.

En ese momento, la película que permanecía agazapada en ese pequeño rincón oculto del espectador, se hace grande e ilumina mucho más allá de su propio alcance. La película es la imagen-metáfora que se manifiesta en el momento oportuno, mientras a lo largo de esos años de espera se iba forjando la identidad del espectador, ahora asombrado y noqueado. Desde ese día, al menos para una persona, una película importante cobra una nueva luz y se alza enorme, resplandeciente y sincera desde su propia humildad. Desde la modestia que la convierte en imprescindible. Desde hoy.



Aprovecho también para enlazar el monográfico que dedicó Shangrila hace ya algún tiempo a Roberto Rossellini, para quien haya quedado con ganas de más.