lunes, abril 29, 2013

Los ilusos habituales

Hace unos años se volvió a poner de moda la "novela en marcha", ese subgénero en el que el proceso de creación y el producto final están imbricados hasta tal punto que uno no se puede comprender sin analizar el otro. Recuerdo incluso la avalancha de premios que cayeron a una novela estupenda sobre los maltratos franquistas como era El vano ayer, de Isaac Rosa. Pienso entonces en lo que ha hecho el cine con esa misma idea y, aunque se me ocurren muchas películas que tratan el ya casi tópico tema del cine dentro del cine, no demasiadas se han atrevido a seguir la senda de la película en construcción que ya utilizó Godard en los años 60 (sin ir más lejos, en El desprecio o en La chinoise, en la que, además, esto ya se decía explícitamente).

Esa es la puerta por la que Jonás Trueba se adentra en Los ilusos, dejando llevar la película desde una estructura más abierta, de tonos garrelianos (más abstracta que Sauvage innocence, menos que Elle a passé tant d'heures sous les sunlights..., otra película en construcción), a una historia cerrada, de autoconocimiento, con un poso entre paródico y sentimental que nos recuerda al Hong Sang Soo más divertido, el de sus últimas películas. Ese viraje en el tono y en la amplitud del foco de la película le aporta la naturalidad y la cercanía que necesita una obra en marcha, y, paulatinamente, va dibujando sus coordenadas sobre la infinidad de referencias que la articulan.

El clima abierto y de búsqueda de la primera mitad de la película se pone de manifiesto ya desde las primeras imágenes, en las que los amigos que la protagonizan se mueven en la oscuridad de un apartamento, guiados únicamente por unas velas que crean en ambiente íntimo en que se desenvolverá el resto de la obra. En esta primera mitad, se alcanza el clímax del tono garreliano en la escena del concierto de El hijo en el interior de otro apartamento, en el que la cámara de Trueba se recrea en los rostros de los asistentes, dibujando destellos luminosos con cada cambio de plano o movimiento de cámara, y nos embelesa con una actriz que llena la pantalla y de la que se echa de menos que no esté más presente en esa escena y en el resto de la película. Trueba decide liberar la película de la dura carga de la trama, lo que lastraba parte de las virtudes de su anterior largometraje, Todas las canciones hablan de mí, y esto consigue que la película respire de principio a fin y posibilita que las referencias cinéfilas y literarias entran y salgan con total naturalidad. Aunque el cine esté detrás de la educación sentimental de los protagonistas, lo importante, lo que late a lo largo de todo el metraje, es el aroma de las calles, las bromas improvisadas, las canciones en los bares. La vida vista a través del cine, el cine igualado a la vida. Lo que somos y lo que nos ha hecho crecer.

Después del devaneo sentimental de los personajes en busca de una obra que aún no existe, la película cierra en sí misma y se acerca a la humanidad un tanto compasiva del Edward Yang de Yi Yi y a la autoparodia de Hong Sang Soo y sus constantes (amigos, cines, bares, borracheras, amores patéticos), con lo que, visto desde las coordenadas francesas, la obra se desliza desde Garrel hasta Truffaut o Rohmer. Los ilusos se aligera a la vez que la trama se cierra, utilizando una historia de pareja que puede parecer más convencional, pero que es el lugar natural al que se llega a través de la búsqueda emprendida desde las primeras imágenes, las que palpan a ciegas los límites de su propia tentativa. Poco a poco, va naciendo una película en la que nadie llora pero en la que las lágrimas se dibujan en una pantalla de televisión que muestra en off el final de Vive l'amour, a través del contraplano del protagonista/espectador, lanzando así un retruécano al Tsai Ming Liang que hizo lo propio en Goodbye Dragon Inn. Lee Kang Sheng, por lo tanto, se convierte en Francesco Carril.

Los ilusos se genera a sí misma mientras construye el escenario en el que se desarrolla, aunque quizás ambas cosas sean las mismas, haciéndonos ver cómo una parte de lo que somos emerge de los rincones que habitamos, al mismo tiempo que vamos dejando en ellos pedazos de nuestra identidad. El escenario que crea Los ilusos es corpóreo, se materializa en un mapa de ficción que para algunos es demasiado cercano (y su presencia demasiado intensa), pero para cualquier espectador se eleva hasta esa abstracción que nace de lo más concreto. Una vez más, lo local deviene en universal. Porque parece que Jonás Trueba aprendió bien la lección que Antonioni impartió en El eclipse en relación con el espacio y los lugares, aunque aquí la angustia existencial y el vacío de una época despojada de valores se transformen en ilusiones puras, algo ingenuas, de un modo de vivir que aspira a construir pequeñas historias cercanas a nosotros mismos.

La película se materializa (lentamente, con ese ritmo que nos hace ser partícipes de su desarrollo) para todos, pero para los que habitamos este barrio de Lavapiés, y que tenemos en el entorno del Doré y en los demás lugares de la película nuestro hábitat cotidiano, en los que hemos vivido tantas cosas, suaves e intensas, divertidas y tristes, las imágenes se convierten en un espejo demasiado potente. Un espejo que, en otro tono, quizás habría sido insoportable, pero al que la ligereza, vitalidad y optimismo de la película salvan de una gravedad que habría llevado al traste buena parte de sus virtudes. Hay que reconocer que la película nos pone un tanto sentimentales y, en cierto modo, nos hace más jóvenes y más viejos al mismo tiempo, pero nos ayuda a vivir y quizás, cuando pase un tiempo, también a pararnos, recapitular y pensar un poco más en nosotros mismos. Probablemente no sea más que eso lo que ha hecho Jonás Trueba para rodar la película, parar y mostrar ese instante de tiempo congelado, lo que pasa mientras no pasa nada, nuestras tribulaciones mientras nos dejamos llevar. Solo eso, lo que quizás, en el fondo, sea la más ambiciosa de las empresas. Y más si hablamos de Lavapiés.