martes, agosto 21, 2012

Cena de medianoche (1937). Frank Borzage por el cine clásico


Siguiendo el anterior post, quizás el Charles Boyer al que se refería Gena Rowlands en Minnie and Moskowitz sea el elegante Boyer de Cena de medianoche. Recién vista, no soy capaz de recordar otra película más brillante en la sublimación del instante del enamoramiento, en la sincronización de todas sus vertientes, en su propulsión hacia el futuro y en su manera de convertir todo lo que lo rodea en accesorio. En otras películas se habla de la necesidad de prolongar las coordenadas del primer encuentro para contribuir a la forja del mito, pero en pocas se hace con la elegancia de Borzage y en pocas se consigue una reflexión emocional tan clara. Además, Borzage construye una paradoja que cabalga junto a la paradoja del cine clásico en general: el cineasta estadounidense consigue que la película no sea maniquea construyendo los personajes más maniqueos y que la película no sea empalagosa a partir de de la historia más empalagosa posible. Todo ello porque la película no es una película. Es una imagen mental.

Dado que nuestras vidas cotidianas se construyen alrededor de símbolos, nada más eficiente para reforzar el símbolo que su descontextualización. Si el instante mágico de la noche del enamoramiento se produjo a través de una cena proyectada con nocturnidad, como un crimen presentado invisible ante los ojos de los demás, y esa cena era una cena parisina, de langosta, ensalada y champagne, no queda más opción que proyectar ese símbolo más allá de sus propias coordenadas. Una cena de langosta, ensalada y champagne ya no será nunca más una metonimia de un restaurante parisino absolutamente afrancesado. Boyer y Arthur necesitan descontextualizar el símbolo para hacerlo suyo, y llevando esa cena nocturna de París a Nueva York y de allí a la mitad del océano consiguen forjar los símbolos necesarios para que el instante se convierta en la base de un deseo de futuro (lo cual no significa la materialización de su relación en un matrimonio o similar, sino que esta se proyecte en el tiempo). Porque la necesidad de aprehender los símbolos viene de la necesidad de futuro, y cuantos más detalles pasen a formar parte de ese cóctel íntimo más soporte tendrá el mito a través del que construir el porvenir. Si para forjar la identidad de una nación o, más que eso, el corazón de una sociedad, hay que crear una leyenda basada en mitos que pase por encima de la realidad, como decía John Ford, algo similar ocurre con la construcción de una relación íntima. Partimos de la realidad para descontextualizarla, mitificarla, modificarla lentamente hasta convertirla en una proyección onírica de nuestra propia percepción del pasado. En una palabra, sublimarla.

Es la necesaria sublimación del pasado, condensado por la metáfora del instante, por la fuerza del mito, lo que nos permite sobrevivir más allá de las expectativas creadas. Porque una expectativa del presente equivale a una frustración del futuro, y es el mito que sabemos que no está a nuestro alcance lo que nos permite proyectar la expectativa siempre satisfecha, que es la culminación de un deseo inmediato y, por una vez, realizable. Podremos llevar nuestra cena de medianoche a otro punto del planeta, podremos volver a interrogarnos sobre los detalles de aquel instante o podremos cambiar una vez más la esencia del mito que nos mantiene vivos. Ese instante sublimado es el único que, al contrario que el resto de cosas, sobrevive cuando ve mutar su esencia, del mismo modo que ocurría en El hombre que mató a Liberty Valance.

Jean Arthur: ¿Cuándo te enamoraste de mí? ¿Lo recuerdas? El momento exacto
Charles Boyer: En el taxi, la segunda vez que dijiste "Oh" y yo iba a pedirte que nos viéramos mañana.


La verdad de ese instante se construye a lo largo del tiempo. Fuera cual fuera su realidad, la verdad se va enriqueciendo paulatinamente, sin quedar desvirtuada, en una especie de "barroquización mental" en la que un detalle debe superponerse a otro detalle y se van rellenando huecos inexistentes hasta entonces, manteniendo la ilusión de que fue aquello fuera de cierta manera aunque la realidad física o emocional ocurriera de una forma radicalmente opuesta.

Más allá de los logros técnicos de Borzage en esta película, que no son pocos, desde la utilización magistral del primer plano hasta la habilidad para la mezcla de géneros, su principal logro fue crear una película que es una imagen mental, una metáfora perfecta del enamoramiento y del verdadero (por falso) instante eterno, que en ningún caso debe leerse como un relato consecuente o realista. No realista pero si posible, porque es el  hueco de la posibilidad lo que permite que haya espacio para que podamos respirar, para que no nos ahoguemos en la oscura nave de lo cotidiano. No importa lo que sucederá, sino lo que pueda llegar a suceder.

El cine clásico puede ser el culpable de nuestras altas expectativas en la vida, como decía Minnie, pero también puede ser el responsable de nuestra salvación.

sábado, agosto 11, 2012

Minnie and Moskowitz (1971). Cassavetes contra el cine clásico


Seymour Moskowitz adora a Humphrey Bogart.
 

Minnie Moore adora a Humphrey Bogart.


El cine clásico es su evasión, su modo de huir de la rutina, su respiro cotidiano. Ambos lo necesitan para soñar, para aliviar la soledad, para saber que existe algo mejor que lo que ellos viven, para tener un objeto de identificación y un objeto de deseo. Pero también tiene su cara oscura.

Porque el cine clásico los colocó en el disparadero, estimuló su imaginación, sus ambiciones. Jugó con sus expectativas vitales, y pocas cosas hay más peligrosas que jugar con las expectativas.

Él se vio sumergido en la impotencia masculina de no ser como los héroes, de no ser Humphrey Bogart, de no poder  silbar para invocar a la chica de sus sueños, de salvar de una agresión a esa chica de sus sueños y que esta no cayera rendida a sus pies. Nunca podrá ser Humphrey Bogart, y de ahí procede su frustración, su rabia, su agresividad. El cine clásico como frustrada identificación.

Ella vivió el cuento de hadas machista que le prometió el cine clásico, buscando a su Humphrey Bogart, a su Charles Boyer, buceando en la frustración de una neurosis histérica, dándose cuenta de que el edulcorado y bonito machismo del cine clásico nada tenía que ver con el agresivo machismo de la vida cotidiana. No existe un Charles Boyer, no existe un Humphrey Bogart. El cine clásico como frustrado objeto de deseo.


Seymour sale de ver El halcón maltés y sueña ser Humphrey Bogart. Entra en el bar y se encuentra con un conversador agresivo, una realidad sucia. El cine clásico se hace añicos en la calle.

Minnie sale de ver Casablanca y, después de la conversación con su amiga, la espera en casa su amante casado, que le tiene reservada una paliza. El machismo cruza la pantalla, el príncipe azul se torna oscuro. El cine clásico, una vez más, se hace añicos, muestra su cara oculta, revela su trampa, pero esta vez en la intimidad de una casa.

El cine clásico como motor de frustración tanto del objeto de identificación como del objeto de deseo. El cine clásico como tapadera de estrellas, escondiendo defectos, resaltando virtudes. Lo difícil es fácil, la vida se sueña ligera.

Seymour y Minnie van por fin al cine juntos. Se escucha la voz de Humphrey Bogart mientras él compara a Minnie con Lauren Bacall. ¿Es posible encontrar la felicidad? Si lo fuera, nos dice Cassavetes en este personal cuento de hadas, la única vía es rebajar las expectativas, vivir en otro como en nosotros mismos. Ser indulgentes con nuestro Yo y con el Otro. Aprender a escuchar y a escucharnos. Por eso Cassavetes centra los contraplanos en quien escucha mucho más que en quien habla. Minnie busca ser amada cuando debería preocuparse en amar. Seymour busca ser un héroe cuando debería convertir en heroína a quien tiene enfrente. 


Seymour, al final, necesita engañarse para sobrevivir, engañarse igual que nos engaña el cine clásico, y soñar con que es Humphrey Bogart y ha logrado conquistar a su Lauren Bacall. La mujer como trofeo. Desgraciadamente, ella, cómplice, sonríe. ¿Instinto de supervivencia o problema cultural? ¿Posibilismo, inteligencia emocional, o traición a unos principios? ¿Son nuestras vidas los reversos oscuros de un cine imposible, el cine del Hollywood clásico?

¿No es la única forma de amar el cine clásico aprender a odiarlo?