domingo, septiembre 30, 2007

Exploradores del abismo. Las variaciones Vila-Matas


Siempre me han gustado las tinieblas, los espejos que no devuelven la propia imagen, las resonancias invisibles, el déjà vu impreciso, la coreografía desordenada, el balanceo con un solo dedo, la belleza oculta por el escepticismo irónico. Cuando esos ingredientes se perciben en una obra literaria, la fascinación nos coloca en el ojo de un torbellino maravilloso que elude abrumarnos con la ayuda de un sincronismo matemáticamente perfecto. Exploradores del abismo, como tantos libros de Vila-Matas, sobrevuela a muchos y diversos escritores, pero me ha recordado, en su sensación final, el efecto producido por algunas de las primeras obras de Paul Auster, especialmente su Trilogía de Nueva York.

La referencia no es gratuita, y mucho menos ingeniosa. En uno de los relatos finales del libro, el central Porque ella no lo pidió, Vila-Matas cabalga sobre Auster en varios frentes, llevándolo a su terreno y convirtiendo una historia metaliteraria en el eje sobre el que oscila el resto de relatos. Como Vila-Matas en su nuevo libro, el neoyorquino ya había utilizado la figura de la atrevida fotógrafa Sophie Calle como personaje de ficción en su novela Leviatán, encarnada en Maria Turner, a la que el catalán hace un guiño ficcionándose a sí mismo como un escritor llamado Jean Turner. Del mismo modo, el entramado argumental del relato parte de una supuesta proposición de Calle a Vila-Matas que funciona como reflejo de la proposición que le había hecho anteriormente a Paul Auster (en la realidad o en la ficción, ¿hay diferencia?), y que terminó germinando en el libro Double Game. La estructura, a su vez, se organiza en torno a tres partes, que funcionan como cajas chinas (a la manera de Auster) que cuestionan su propio contenido (a la manera de Vila-Matas); me explico: cada caja supone un nivel que encuadra una ficción planteada como realidad implícita y explícita, al incorporar elementos y situaciones fácilmente reconocibles; a su vez, es desmontada por la caja superior, que la reafirma como ficción gracias a la distancia que impone sobre ella. Podemos entender, entonces, que la única posibilidad de discernir entre realidad y ficción será separarnos del objeto para poder analizar con frialdad aquello que tratamos. Por otro lado, tampoco podemos considerar casual la presencia de un cuaderno rojo, que nos lleva a recordar la kafkiana pesadilla de Daniel Quinn en Ciudad de cristal, o el juego de cazacoincidencias que abrirá puertas hacia otro relatos del libro.

Terminando con Porque ella no lo pidió, probablemente la pieza más fascinante, irónica y compleja de la colección, resulta agradable la vuelta a la Rue Vaneau, que enlaza directamente con su anterior libro, Doctor Pasavento, en la que se trata el tema de la desaparición, fundamental también en la primera parte del relato. En una de sus últimas páginas, Sophie Calle menciona a un tal Maurice Forest-Meyer del que Vila-Matas (o el Vila-Matas de la ficción) reconoce no saber quién es. Este personaje constituye la divertida sombra que recorre todo el libro dando unidad más allá de la fuerte conexión temática ya existente de por sí.

Se nos presenta a Maurice Forest-Meyer como un funambulista que va apareciendo escondido por muchos de los relatos, como un espectro evocado cuya existencia no sabemos si creer. Además de la mención de Sophie Calle, descubrimos al curioso personaje en La gloria solitaria, donde quiere tener un coche como el de Raymond Roussel, o en Materia oscura, donde su existencia se conoce a través del sonido del televisor de los vecinos (en lo que me parece el cuento más carveriano de la colección, algunos relatos después de haber hecho la mención explicita al creador del "realismo sucio"). También en Niño se nos aparece como el funambulista que quiere fotografiar el vacío desde la cuerda floja; en Así son los autistas es el hermano mayor del protagonista y, en Fuera de aquí quizás sea el tal Maurice que porteará la historia desde el origen del siglo XX hasta su nieto, el narrador actual. Pero el más divertido golpe a costa del famoso equilibrista (que imagino que no existirá, o al menos Google no lo conoce...) está en Amé a Bo, la fábula intergaláctica en la que nuestro autor coquetea con el existencialismo científico de gente como los Stanislaw Lem o Andrei Tarkovski. Aquí Maurice se convierte en Billy Forest-Meyer, cambio con el que podemos experimentar variadas hipótesis: 1, que Vila-Matas nos quiere mostrar la distorsión de la memoria en condiciones extremas, o 2,en una explicación más prosaica, que Maurice cambiara del nombre hacia el final de sus días, en una carrera que va por delante de la nuestra. Este mismo relato, seguramente el más extraño del libro, se relaciona temáticamente con el ya mencionado Materia oscura, pues ambos son unidos por el hilo invisible de los misterios astronómicos.

Fotografía cedida por Enrique Vila-Matas

Además de los ya mencionados, tenemos una infinidad de autores que desfilan por las páginas de Exploradores del abismo, como no podía ser menos, con algunos relatos que, más que un homenaje, pretenden ser un estudio sobre la vigencia y la imposibilidad de representación de ciertos clásicos. Como ejemplo tenemos el cuento ruso, que parece pretender hacernos creer que estamos ante un relato de Chejov, sin ocultar, claro está, menciones y referencias al autor de El jardín de los cerezos. Sin embargo, aunque la naturaleza de cuento, la estructura y el diseño de personajes parezca cercano a Chejov, formalmente me parece más próximo a Dostoievski, y nos metemos totalmente en esa Rusia convulsa hasta que mediante un elegante truco metaliterario se nos dice que Vila-Matas no quería hacer un cuento de Chejov o Dostoievski, sino una relectura moderna de sus posibilidades literarias.

Pero, sin duda, el autor más presente en el último libro de Enrique Vila-Matas es el checo Franz Kafka, a quien se nombra repetidamente, además de alargar su sombra a través del
aire de pesadilla praguense y la seguridad incierta de futuro que impregna la mayoría de los relatos. Además, en el caso de Niño y Fuera de aquí, asistimos a relatos generacionales de gran intensidad, que parecen ajustes de cuentas de padre a hijo, al revés que hiciera Franz Kafka en su ya mítica Carta al padre.

En La gloria solitaria, el otro relato clave del conjunto, el más cercano al ensayo y uno de los más jugosos en el estudio de las relaciones entre literatura y vida, Vila-Matas sobrevuela un libro de Don Delillo, Contrapunto, que podemos leer en el blog de Little Turtle. En este cuento se trata la afición a la soledad y la misantropía, además de tener a Glen Gould como un exponente claro del Síndrome Asperger, lo que nos lleva a pensar de nuevo en Así son los autistas, relato en el cual tiene relevancia fundamental la cicatriz interior del protagonista. ¿Será una coincidencia o esto se relaciona con la obra de Philippe Garrel? (Sus películas siempre tratan del vacío y de personajes que se asoman al abismo, coqueteando con el suicidio después de una vida en el alambre...).

Podríamos analizar la totalidad de la obra con más detalle, con todos los nombres y relaciones que van apareciendo en cada relato, pero eso haría perder al libro parte de su encanto, ya que quizás aclararíamos la neblina que Vila-Matas nos lanza para que sintamos el aturdimiento del abismo. Sin embargo, por muchas vueltas que demos, algunos misterios quedarán en el texto, resonantes, como la presencia del pueblecito holandés de Delft, que abre y cierra el volumen en una inquietante coreografía de la extrañeza, como si la luz milagrosa de Vermeer circundase todas las historias del mundo. Como bien decía Francis Black, cada relectura es completamente nueva. El libro funciona como un puzzle en el que las piezas van cambiando de dibujo, de modo que, al terminar, hay que volver a hacerlo inmediatamente.

El nuevo libro de Enrique Vila-Matas es una especie de programa informático, hipertexto infinito de conceptos misteriosamente relacionados, donde diferentes hebras que corren independientes deben coordinarse para llegar adecuadamente a su destino, preciso y calculado hasta el último milímetro. La galería de personajes que se asoman al abismo nos demuestra que Vila-Matas es capaz de escribir sobre "personas normales, de carne y hueso, sangre e hígado", sin perder un ápice de su sello inconfundible, sin dejar de fascinarnos con su incesante debate en torno a los temas vida-literarios que le preocupan y que, en definitiva, son los que persiguen a todos los que disfrutamos con la literatura.


Edito para añadir el artículo de Vila-Matas en El país del 7 de octubre. Sí, a vueltas con Sophie Calle :)

El largo adiós de Sophie Calle

Y de paso la crítica de Exploradores del abismo de Rodrigo Fresán...
Y la de Portnoy

domingo, septiembre 23, 2007

Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles


[...]Cuando Delphine Seyrig está sentada en un sillón durante minutos enteros en Jeanne Dielman, no sólo pensamos en un pasado cercano o remoto, de pronto nos damos cuenta de que si ella tenía tan bien organizada su vida era para no dejar ningún hueco en su día, era para no dejar lugar a la angustia del hueco.
¿A la suya solamente? No. No solamente.
Además, ella, sentada siempre con un delantal de cuadraditos azules y blancos en un sillón de terciopelo dorado, puede evocar también a otra mujer. Una mujer de los años cincuenta, o sesenta, o setenta, u ochenta, o noventa, o inclusive una mujer de hoy en día.
Y si el plano no estuviera ahí más que por algunos segundos, los segundos suficientes para hacer avanzar la narración, ¿tendría el tiempo de hacer pensar en todas esas mujeres y también en esos hombres sentados en algún momento de su vida? No, estoy segura de que no.

El tiempo no se encuentra sólo en el plano, existe también en el espectador que lo mira de frente. El espectador siente este tiempo en él. Sí. Aunque se haga el que se aburre. Y aunque realmente se aburra y espere el plano siguiente.
Esperar el plano siguiente es también sentirse vivir, sentir que uno existe. [...]
Chantal Akerman en La heladera está vacía. Podemos llenarla, vía El reverso



Amanece en Bruselas y Jeanne Dielman se levanta de la cama para afrontar un nuevo día. Como dice Chantal Akerman, lo más importante es no dejar huecos, rellenar los intersticios de amargura para que el pensamiento se encorsete, no sea capaz de volar en libertad. La rutina como esclavitud, pero también como defensa; Jeanne vive para su hijo y alrededor de ello organiza su vida. La perfecta coreografía de movimientos resulta fundamental para que no se perciba la variación, para que no se dejen notar las raíces que quieren comerse (o hacer resucitar) una vida que hereda la desdicha de la tradición patriarcal europea.


Durante casi tres horas y media asistimos asombrados a nuestra propia hipnosis, sin saber cómo una repetición de maniobras extremadamente cotidianas nos puede fascinar de esa manera. Casi toda la película se desarrolla en el apartamento en que viven Jeanne Dielman y su hijo y, por el que desfilan, cuando éste todavía no ha vuelto de clase, diferentes hombres dispuestos a pagar por unos minutos de sexo con la abnegada ama de casa. Jeanne parece comportarse como una mujer a la que hayan vaciado de todo lo que un ser humano posee para sentir, pero su actitud no es más que una defensa, la única manera de soportar el calvario sin recurrir a unas lágrimas que teñirían de tragedia su vida y la de su hijo. Actúa con todas las tareas programadas, como un preciso robot para el que olvidar una bolsa de patatas, perder un botón, tirar una cuchara al suelo o suspirar cuando no corresponde, pueden convertirse en sucesos de consecuencias funestas.

La película nos muestra algo más de 48 horas en la vida de Jeanne Dielman, pero para ello la cámara decide agarrarse a los escenarios y no a la protagonista, de modo que ésta se mueva con total libertad por el plano, sin importar que su cuerpo sea mutilado por el encuadre o se sugieran los acontecimientos a través del fuera de campo, lo que nos deparará algunos momentos magistrales. En una decisión estética opuesta a las persecutorias Rosetta de los Dardenne o Elephant de Van Sant (película de la que Jeanne Dielman es, junto con Satantango, su máxima influencia, en palabras del propio realizador), cada encuadre, siempre en un largo plano fijo, se ata a cada una de las habitaciones de la casa, dándonos a entender que esos cuartos son la propia esencia de su vida, y no la que reproduce con su propio cuerpo. Jeanne Dielman es su cocina, su salón, su vestíbulo, su ascensor... Jeanne Dielman es, sobre todo, el color verde pálido de su dormitorio, el verde de su bata diaria, el verde de frustración y muerte en el símbolo lorquiano. Porque el cromatismo de cada escena, del mismo modo que las palabras racionadas y los silencios infinitos, resulta fundamental y nos ayuda a comprender a los dos personajes, logrando una extraña empatía mediante un sistema que parece haber seguido, años después, el finlandés Aki Kaurismaki. No es de extrañar que veamos similitudes entre ambos autores en muchas escenas.

La repetición de acciones cotidianas nos lleva a pensar en algunos de los múltiples hijos de esta película, como el Haneke de El séptimo continente, con el que comparte la misma espeluznante frialdad, o el Tsai Ming Liang que en tantas películas nos ha hecho ver lo ordinario como una forma sublime de escapismo. Por supuesto, Akerman representa una especie de eslabón perdido que nos hace unir el cine de los Bresson, Ozu y Dreyer (tamizado por la influencia neoyorquina de Jonas Mekas, Michael Snow o Andy Warhol) con las primeras etapas de gente como Win Wenders o Jim Jarmusch. Por otro lado, en una relación menos segura pero no más descabellada, podemos pensar en los experimentos con el punto de vista de Hong Sang Soo, quien parece homenajear a Jeanne Dielman en su Virgin Stripped Bare by her Bachelors.

Podríamos debatir durante mucho tiempo la arriesgada puesta en escena de Akerman, siempre al borde del abismo, o la latente pulsión política que subyace casi invisible, o la profusión de símbolos, como ese cuenco en el que se guarda el dinero de la prostitución, pero ante todo debemos quedarnos con esta película como una experiencia íntima, profundamente reveladora, en ocasiones escalofriante, con el carácter camaleónico (sólo reservado a a las más grandes) de ser diferente para cada espectador. Los que quedaron perplejos y noqueados ante el larguísimo plano final del Vive l'amour de Tsai Ming Liang, no pueden perderse la última escena de Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, desgarradora y surreal, irónica y comprometida, profundamente humana por muy gélida que parezca.

Noche y día, de Chantal Akerman

¡Un premio para Maud!

Una alegría para este modesto blog: Raquel, desde su Fábrica de ilusiones, nos entrega el premio al blog más solidario compartido con otros seis bloggers. Muchas gracias, que estas cosas nos hacen seguir adelante. Y para seguir con la cadena, yo entrego el premio a otros siete blogs :

Sedmikrasky
El séptimo cielo
El camino de Méséglise
El lamento de Portnoy
Plunderphonics
IRIAN-KINO
Cuaderno de Trieste

Quedan muchos en el tintero, pero sólo podían ser siete... Dejo a continuación las normas del premio:

1.- Escribir un post mostrando el PREMIO y citar el nombre del blog que te lo regala y enlazarlo al post que te nombra (de esta manera se podrá seguir la cadena).
2.- Elegir un mínimo de 7 blogs que creas que se han destacado alguna vez por ayudar, apoyar y compartir. Poner sus nombres y los enlaces a ellos (avisarles).
3.- Opcional. Exhibir el PREMIO con orgullo en tu blog haciendo enlace al post que escribes sobre él y lo otorgas a otros.

sábado, septiembre 15, 2007

"El romance de Astrea y Celadón". Ecos y resonancias en el cine de Eric Rohmer


Se comenta que El romance de Astrea y Celadón (Les Amours d'Astrée et de Céladons, 2007) será la última película de Eric Rohmer. No sé cuánto fundamento habrá en tan temerosa afirmación, pero si habláramos de la calidad de su última cinta, el francés debería continuar haciendo cine durante otros cincuenta años. Muchos críticos han afirmado que se trata de una obra menor, superficial, casi inocua, pero con una visión más precisa y detallada nos daremos cuenta de que esta delicada, sutil y conmovedora película es una obra compleja y llena de recovecos, testamentaria en tanto en cuanto reúne todos los motivos y obsesiones de su cine, al modo del Fanny y Alexander (1982) bergmaniano. Bergman rodó veinte años más después de aquella cinta, pero en el caso de Rohmer es más difícil, porque ya tiene ochenta y siete a la espalda.


¿El fin del ciclo histórico?

Con esta película, el propio Eric Rohmer ha afirmado que cierra su ciclo histórico, poniendo la puntilla a las setenteras La marquesa de O (Die Marquise von O.., 1976) y Perceval le Gallois (1978), y a las recientes La inglesa y el duque (L'Anglaise et le duc, 2000) y Triple agente (Triple Agent, 2004). Por supuesto, sobre todas sobrevuela una coherencia apabullante, que no hace sino ratificar con su última propuesta.

Continuar leyendo en SHANGRI-LA...

viernes, septiembre 14, 2007

Guía para exploradores

No me resisto a dejar más visible el último comentario de Enrique Vila-Matas en este mismo blog a partir de un par de preguntas de Francis Black. Ya sabemos que tiene nuevo libro, Exploradores del abismo, que ha servido para que leamos las entrevistas y reseñas de rigor. Dejo también unos enlaces relacionados.

Francis Black: La entrevista esta bien , pero hay alguna pregunta que creo que falta , por ejemplo , los libros de cuentos tienen un orden , hay un cuento detras de otro , en principio el lector sigue el orden pero en la practica no , pues en posible que un dia antes de dormir de leas un cuento de tres paginas y te guardes el de cuarenta para el sabado por la tarde , asi que hay la pregunta :¿ La estructura del libro es importante , para encontrar u sentido unitario ?

Luego hay otra y es que en España el cuento esta poco valorado , si dices que te gusta mas leer cuentos o relatos te toman poco menos que por un perezoso , se asocia al cuento con blancanieves , otra pregunta seria : No considera que los dominicales en vez de ser anuncios y promociones de Spiderman podrian poner un cuento a la semana .

Las dejo en el aire .

Vila-Matas: Hola, aquí Enrique.
El orden de los cuentos lo coloqué al terminar de escribir el último, el número 20. De modo que es un orden muy pensado. Aparece al principio "La modestia", por ejemplo, para entroncar con lo que se dice en "Café Kubista", el prólogo. Y sitúo al final del libro los dos textos que precisamente escribí primero ("Porque ella no lo pidió" y "La gloria solitaria"), que son los que tienen una mayor carga metaliteraria y que definen la unidad del libro.
En la prmoción de "Exploradores" trato en algunas entrevistas de reivindicar el cuento, que en definitiva es algo que han practicado recientemente -con mucha aceptación de los lectores- autores como Monzó, Pàmies, Fernández Cubas, Jordi Puntí, Méndez (el de los girasoles), etcétera. Por no hablar del interés que despiertan entre nosotros escritores como Carver, Cheever, Chejov, Hemingway.

Y nada más por hoy, un saludo a todos.

Entrevista en El país
Presentación del libro en El mundo (EFE)
Crítica de 'Exploradores del abismo' en Babelia
Crítica de 'Expoladores del abismo' en El cultural
Enrique e Iluminado en el paseo (El país)
Adelanto del libro en La jornada

Y claro, también tenemos la columna semanal de Vila-Matas, su Dietario Voluble

miércoles, septiembre 05, 2007

O Dia do Desespero, de Manoel de Oliveira

El trote de una rueda de calesa, el golpeo de las ramas sobre una ventana en sombras, la amenaza de altos árboles sobre una mente agitada... Angustiada. Desesperada. Las cartas se recitan con la sobriedad de una vida que se acaba, sin retórica, sin ornamentos, convirtiendo la tierra en poesía y la sangre, la víscera sugerida, en radical elixir.

Manoel de Oliveira, que en estos días presenta su última película (Cristovao Colombo-O enigma) fuera de concurso en la Mostra de Venecia, nos dejó hace ya quince años una precisa y preciosa obra de cámara con la que fue capaz de explorar, en 75 minutos escasos, tanto los límites de la representación y la capacidad del cine de afrontar materiales heterogéneos, como la fe y la resistencia humana ante la inminencia de la muerte. Todo ello, por supuesto, con el habitual rigor, pulso firme, ironía y culto a la belleza del director portugués.

Oliveira se traslada a las postrimerías del siglo XIX para contarnos (¿o más bien pintarnos, como un Rembrandt contemporáneo?) el último año de la vida del escritor Camilo Castelo Branco. Se vale, para ello, de las cartas que escribió en esa época el propio autor, recitadas en directo o en off, adecuándose al contexto en que se mueva la película, bien en el terreno de la recreación, bien en el del documental. Porque a lo largo del metraje se van alternando partes en las que los propios actores se presentan como tales y van desgranando (con una ligereza que puede sorprender ante la gravedad de los temas tratados: marca de la casa de Oliveira) la vida del escritor, con otros momentos en que el cine se pone la máscara y se disfraza para hacernos ver corpóreamente al propio Camilo Castelo Branco. De esta manera, Oliveira desarrolla una película sin más derivas ficcionales que las propias cartas del escritor, dándonos a entender que cualquier material es válido como vehículo para el auténtico cine, reivindicando su verdadero poder sin renegar de ningún aspecto de la realidad artística. En esta línea siguió trabajando el portugués los años sucesivos, culminando la idea poco después en su fundamental y nada complaciente Inquietud, película única y triple al mismo tiempo que desmonta cualquier tipo de prejuicio sobre la naturaleza de las historias y la necesidad de las artes de comunicarse reivindicando, al mismo tiempo, su propia autonomía.



Pero podemos ir más lejos en el homenaje que Oliveira rinde al cine si nos fijamos en la anécdota argumental que se desarrolla a mitad del film, y que no desvelaremos aquí porque todo el que haya visto la película tendrá en mente. Lo que se nos viene a decir es que no hay vida si no hay imagen, algo extrapolable al propio director, que demuestra película a película que el día que deje de filmar no le quedará nada por hacer más que sobrevolar hacia el reino de los muertos. Por esta razón puede que se trate, además de una reivindicación de la "imagen", de una de las películas más personales de la amplísima filmografía del realizador, y la fuerza que desprenden sus imágenes, el lirismo con que compone cada plano (lirismo en el sentido más alejado de lo cursi que podamos imaginar) trasciende la narración y las propias cartas de Castelo Branco.

Y por supuesto, también tenemos la angustia ante el final de la vida (la invalidez se ve como una defunción anticipada), la impotencia ante el deseo de la muerte, la necesidad de una excusa para dar el paso que nos acobarda, la soledad provocada por el propio deterioro, el ansia por sentir a nuestro lado a quien creemos más cerca de nuestro espíritu, el silencio de Dios, la fe, la vida, la muerte, tantas y tantas cosas que se dicen en tan poco tiempo... Sin olvidar, claro está, cómo nuestra agonía es la agonía de los que nos acompañan.

Oliveira es inmortal. Al menos parece inmortal. Y lo será mientras lo sigan siendo sus películas.