viernes, abril 27, 2012

Ciclo de cine. Amor, pasión y desencanto: huellas y herencia de La mamá y la puta

Para quienes estéis en Madrid, estamos montando un ciclo en la ETSIT de la UPM (Ciudad Universitaria) en torno a las huellas y herencia de La mamá y la puta, la obra maestra de Jean Eustache. Cada proyección incluirá una breve presentación inicial y un posterior coloquio entre los asistentes. Dejo aquí toda la información:




Amor, pasión y desencanto: huellas y herencia de La mamá y la puta

Hace unos meses se cumplieron 30 años del trágico suicidio de Jean Eustache, autor de una de las películas más importantes e influyentes de la historia del cine, La mamá y la puta (1973, Francia). Este ciclo rastrea algunas de las huellas de la historia del cine que siguió la cinta de Eustache, hija directa de la Nouvelle Vague francesa, pero también del cine clásico de Hollywood.

Amor, pasión, política y desencanto, conceptos sublimados en el Mayo del 68 parisino, encuentran en La mamá y la puta su expresión más íntima, sincera y dolorosa. Una película que cambia la forma de ver el cine y que supone una experiencia desgarradora en lo emocional y en lo intelectual. El espíritu de la película caló en las generaciones posteriores y atraviesa todo el cine contemporáneo.

HUELLAS:

- Jennie (1948, W. Dieterle, EEUU). Viernes 4 de mayo (18:30)

- Jules y Jim (1961, F. Truffaut, Francia). Viernes 11 de mayo (18:30)

- La chinoise (1967, J. L. Godard, Francia). Jueves 17 de mayo (18:30)


- LA MAMÁ Y LA PUTA (1973, J. Eustache, Francia). Viernes 25 de mayo (18:30)

HERENCIA:

- A nuestros amores (1983, M. Pialat, Francia). Viernes 1 de junio (18:30)

- Eyes Wide Shut (1999, S. Kubrick, EEUU). Viernes 8 de junio (18:30)

- Les amants reguliers (2005, P. Garrel, Francia). Viernes 15 de junio (18:30)


Entrada gratuita hasta completar aforo.

Lugar: ETSI de Telecomunicación. Avenida Complutense 30. Ciudad Universitaria. Edificio A. Aula Magna.

Cómo llegar

¡Os espero allí a todos los que podáis! Y os dejo el tráiler promocional del ciclo:


Y también aprovecho para enlazar el magnífico monográfico de Shangrila sobre Jean Eustache.

jueves, abril 05, 2012

Tarr y Tarkovski. 12 diferencias. 12 hipótesis

Se suele hablar mucho de las similitudes entre el cine de Bela Tarr y el de Andrei Tarkovsky. Sin embargo, tengo la impresión de que los ejes que sustentan sus estilos son muy diferentes. Aquí algunas pistas, algunas intuiciones, todas ellas discutibles:

1. Tarr es antropocéntrico, Tarkovsky teocéntrico, el último místico.


 2. Tarr mira desde abajo, desde la tierra, y Tarkovsky desde arriba, siempre cenital.


3. Tarr dibuja con la cámara, Tarkovsky con la imaginación.



4. A Tarr le preocupa qué llevarse a la boca, a Tarkovsky con qué alimentar el espíritu.

5. Tarr es geométrico, matemático, en estructura narrativa y en composición del plano, mientras que Tarkovsky es intuitivo, guiado por la gracia.



6. Tarr es un cirujano de afecciones humanas, que examina con frialdad diseccionando las miserias humanas; Tarkovsky, sin embargo, se conmueve con nuestra debilidad.





7. Tarr es un voyeur, mientras que Tarkovsky siempre pide permiso.






8. Los personajes de Tarr recuerdan, los de Tarkovsky sueñan, desean, incluso cuando evocan su pasado.




9. Los personajes de Tarr mienten para salvarse, los del Tarkovsky solo pueden salvarse con la verdad.


10. A pesar de las puñaladas, a pesar de todo, para Tarr existe una comunidad, necesitamos la comunidad; para Tarkovsky, cada individuo es su propia isla.



11 Tarr destruye el árbol del apocalipsis, Tarkovsky crea el árbol de la esperanza.


12. Tarr es concreto, Tarkovsky abstracto.

Aire de Dylan. Acción y reacción

Si hasta ahora estábamos acostumbrados a un Vila-Matas que iba construyendo a través de sus ficciones una revisión desprejuiciada de la historia de la literatura, al llegar a Aire de Dylan nos encontramos con que, en esta ocasión, la mirada se detiene en sí mismo, en la propia naturaleza de Vila-Matas, quien parece que, de repente, piensa que es necesario revisarse a sí mismo antes de continuar con la titánica labor que se ha venido adjudicando desde hace bastantes años. Vila-Matas se explica a sí mismo, se detiene a reflexionar sobre  su obra, con sus enriquecedoras contradicciones y las múltiples máscaras que siempre sirvieron para definir a un autor único (único tanto en su inimitabilidad como en la coherencia intrínseca de su discurso). Para no romper con su coherencia, además, se vale para retratarse de las mismas armas que utilizó para reivindicar o subrayar la actualidad y vigencia de ciertos autores. La literatura del siglo XX, igual que la literatura del futuro, parece poder articularse a través de las herramientas que Pessoa y Kafka legaron al mundo y, de esta manera, la mirada desmitificadora de Vila-Matas funciona siempre a través de la ironía, es decir, crea mitos literarios al mismo tiempo que ironiza sobre la importancia del mero concepto de mito. Si en París no se acaba nunca Vila-Matas revisaba irónicamente sus años de aprendizaje y formación literaria, en Aire de Dylan parece hacer lo mismo con el resto de su carrera literaria, que siempre ha tenido un pie en el esfuerzo y el rigor y otro en la ligereza, el ingenio y el gesto festivo. Efectivamente, Vila-Matas está hecho de muchos, como cualquier individuo de los que poblamos este abigarrado siglo XXI, y todos ellos se pueden explicar a través de los personajes de su última novela, ya sea el joven, ingenioso y despreocupado (pero en el fondo también concienzudo y tenaz: ¿quién si no se embarcaría en la titánica tarea de crear un gran fichero general del fracaso?) Vilnius, o el riguroso (pero también ligero y cibernético: ¿quién si no crearía la base de su obra fundamentándose en la hipertextual idea de la interrupción?) y sacrificado Lancastre, representante de la cultura del esfuerzo, o el pertinaz, divertido y desmitificador narrador de la novela, cargado de irónicos traumas pero bisagra necesaria de la dualidad Vilnius-Lancastre. En realidad, cada uno de estos tres personajes vive, a su vez, inmerso en el mar de contradicciones procedente de la idea de que ellos también están hechos de muchos, y por eso no son personajes planos, de una pieza, sino mosaicos de ideas, caótica suma de sensaciones, huyendo del clásico retrato psicologista, que por algo estamos en un mundo postmoderno, o un poco más allá.
 

Plantea la novela diversos dilemas y disquisiciones cuya resolución queda pendiente del lector, ya que no hay nada menos postmoderno que un dogma unívoco lanzado desde un libro. Por lo tanto, la única idea que la mirada de Vila-Matas deja totalmente clara es, precisamente, que no puede haber ideas preconcebidas, que si algo es prescindible en el mundo del arte, eso son las hojas de ruta, tanto las que se dibujan los propios autores como las que sus seguidores pretenden trazar irreversiblemente. Se puede ser auténtico siendo muchos o, más bien, hay muchas formas de ser auténtico, aunque quizás la única manera de alcanzar esa autenticidad hoy día sea a través de reconocer todo lo que hay de otros en nuestro interior. Porque si algo trajo la postmodernidad fue la consciencia de nuestra propia historia, la asimilación de la interferencia y la mezcla, esa sensación experimentada en el libro cuando el espíritu de Lancastre interfiere después de muerto en la cabeza de su hijo Vilnius, deambulando como los viejos odradeks por la ciudad de Praga. Porque si contra algo clama la novela es contra las ideas preconcebidas, el encasillamiento y la obligación de ser lo que uno ha sido en el pasado. Por esa razón, Vila-Matas toma como referencia a Bob Dylan y su máxima de ir a casa, y no volver a ella como intentaría Nicholas Ray. No se busca el repliegue sino el avance, no es hora de refugios sino de conquistas. La literatura debe ser un arma cuyas balas se dibujan con la imaginación. A la hora de crear, obligación es castración, y esa idea hace de Aire de Dylan una novela puramente vilamatiana, auténtica a la vez que distinta y, para muestra, el hecho de que la trama comience y termine con sendos congresos literarios, uno sobre el fracaso y otro sobre la impostura, temas centrales de toda la obra del autor catalán.

La novela se mueve siempre entre dos polos, dentro de sus diferentes ramas, y por eso tiene tanto peso lo grave como lo ligero, lo serio como lo lúdico, lo clásico como lo moderno, Shakespeare y los surrealistas, las vanguardias europeas y el cine clásico de Hollywood, Guy Debord y Goncharov. Si el propio Vila-Matas comentaba, en referencia a su novela París no se acaba nunca, la influencia del estilo de Godard a la hora se saltear de citas toda la narración, aquí el espíritu cinéfilo más presente remite a Jacques Rivette, por esa mezcla entre lo lúdico y lo erudito que muy pocos saben crear, y por el gusto constante por el juego, la conspiración, el teatro, la simulación y las máscaras. Quizás inconscientemente, Vila-Matas ha escrito una novela auténticamente rivettiana, que además, como el cine del autor francés (como los artículos que ya escribía como crítico el propio Rivette), debe mucho al principio de acción y reacción, ya que la novela reacciona contra la crisis, que va más allá de lo económico para calar en lo cultural, que reacciona contra las herencias paternas, contra los espíritus indómitos, contra el arte acomodado (en esa caricaturesca escena en que se utiliza al personaje de Max para satirizar ciertas corrientes de rancia crítica cultural, y que recuerda a más de un personaje de este país que se mueve en esos mismos términos), contra la ficción y contra la realidad, contra la mirada otoñal de Dublinesca, contra los encasillamientos, por ese espíritu que evoca los tiempos juguetones de Historia abreviada de la literatura portátil, con ese sabor más juvenil, fresco y deshinibido, al son de nuestros tiempos pero cargado de una compasión por los personajes, de una comprensión del patetismo que ha ido ganando el autor a lo largo de los años y que ya es algo de lo que no puede prescindir.

Si Dublinesca se podía leer como una novela sobre el apocalipsis (con aquella metafórica muerte de la era Gutenberg), en Aire de Dylan podríamos entender que este ya ha sucedido, con lo cual estamos ante un libro postapocalíptico, que tiene lugar sobre las ruinas de un esplendoroso pasado cultural. Todo lo que queda es la arqueología, como la que mueve a Vilnius para indagar en el pasado a través de la frase motor "Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien", que articula la estructura de la novela en lo que es uno de sus grandes hallazgos. Vila-Matas es, como él mismo afirmó hace unos días del recientemente fallecido Antonio Tabucchi, un investigador de la realidad, lo que supone sin lugar a dudas una de sus grandes virtudes, como vuelve a demostrar en Aire de Dylan.


lunes, abril 02, 2012

Te querré siempre. Ucronía íntima

En ocasiones las películas te esperan. Saben que las has visto, saben que te han gustado, saben que han removido una parte de ti que aún no has aprendido a conocer demasiado bien. Saben que son películas hechas para ti, y por eso te han gustado, pero ha faltado el relámpago, el momento de iluminación sobre el cual se construyen los mitos. Ese relámpago, muchas veces, no depende tanto de la formación, del bagaje cinéfilo o de la lucidez intelectual del instante, como del recorrido vital, la propia experimentación de ciertos sentimientos que no necesariamente tienen que ir asociados a vivencias concretas o a estados físicos. Entonces la película se agazapa en un intersticio secreto del propio cuerpo, procurando no molestar porque tiene la seguridad de que, cuando llegue el momento, un relámpago provocará una sacudida.
 
 
Han pasado muchos años, más de una década, desde que vi Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1954) en uno de esos VHS de películas en versión doblada que se conservaban en las bibliotecas municipales  entre cintas de Spielberg y blockbusters indolentes, cuando, de repente, una noche de domingo, la filmoteca proyecta la obra maestra de Rossellini. En su día me gustó, me gustó mucho, pero sin deslumbramiento, le recordaba a unos amigos unas horas antes de la proyección. Desde luego, conservaba en mi memoria la potencia de ciertas imágenes: la escena inicial en el coche, los planos de los seres humanos fosilizados de Pompeya, o el sobrecogedor final de la película con Ingrid Bergman siendo arrastrada por la muchedumbre. Y sin embargo, esas imágenes se presentaban de una forma un tanto inconexa, que para mí tenían casi más valor como influencia directa en excelentes películas recientes como Un couple parfait (Nobuhiro Suwa, 2005) o Copia certificada (Copie conforme, A. Kiarostami, 2010) y como escalón de la historia del cine que como obra íntegra en sí misma.


Lo que había olvidado, o quizás nunca llegué a ver hasta ahora, es que Te querré siempre es una película construida completamente a partir de una emoción, de un estado de ánimo muy concreto, que Rossellini disecciona como si fuera un fantasma capaz de observarse a sí mismo desde la distancia. La convergencia de imágenes y sensaciones es tal, que se antoja imposible que el cineasta italiano pudiera rodar la película a partir de una mera elucubración intelectual. Hay celuloide vívido, fogonazos de realidad. La película alcanza el auténtico neorrealismo que ya esbozó en Roma, ciudad abierta (1945), Paisá (1946) o Alemania año 0 (1948) a través de la introspección del autor, que va aún más allá de lo que ya percibió Deleuze con gran agudeza cuando hablaba de las imágenes sensoriomotrices y su capacidad para determinar los estados de ánimo de los personajes: el neorrealismo va más allá de la plasmación de imágenes que intentan imitar una realidad nunca completamente aprensible, ya que, sobre todo, analiza el impacto que esas imágenes tienen en los personajes. Estos personajes, por lo tanto, transforman la realidad observada para transmitirnos la realidad auténtica, que es su percepción sincera de lo que les rodea, y el espectador del cine pasa a observar al espectador del otro lado de la pantalla, que es el espectador que somos cada uno de nosotros en nuestra vida diaria. Por lo tanto, las imágenes mutan su significado, y una escultura clásica de un museo puede decir demasiadas cosas acerca del presente y de uno mismo, de igual modo que la visión fugaz de una mujer empujando un carrito de bebé ya significa  mucho más de lo que su descontextualización podría sugerir, ya que a través de la mirada de Ingrid Bergman comprobamos la frustración de los deseos no comunicados, la impotencia de no asumir los propios errores y la necesidad de transmitir aquello que atenaza y da forma a nuestro silencio. La imagen transformada cobra, de esta forma, una fuerza inusitada que contribuye a la creación de ese estado de ánimo tan particular (que no voy a intentar describir con palabras porque la tarea se me antoja imposible) sobre el que se construye una película de miradas, reflejos íntimos e imágenes asimiladas por los personajes. Se trata de imágenes que la propia mirada carga de sentido, de tal forma que se empieza a revelar todo aquello que la rutina de la vida diaria oculta en ese matrimonio de Ingrid Bergman y George Sanders, acostumbrados a ser actores de su propia vida y a desempeñar unos papeles ante ellos mismos y ante la pareja. Sin embargo, cuando el contexto cambia, cuando su pequeño microcosmos de vida burguesa anglosajona desaparece para ocupar el lugar de turistas extranjeros en la cuna de la civilización, cada actor se da cuenta del engaño al que se está sometiendo a sí mismo. Son unas vacaciones, una ruptura, un punto de fuga. Y a partir de ahí el teatro será ya solo de cara al otro, porque íntimamente se desarrolla una etapa de autodescubrimiento que hasta ese momento había estado eclipsada por las convenciones de la costumbre. Por lo tanto, ante ese desajuste entre lo que se muestra y lo que (ahora sí) se sabe que se siente, el teatro empieza a ser insostenible, y se presenta una catarsis que necesita una salida drástica, una ruptura con el pasado, que puede expresarse a través del divorcio o de la reconciliación, pero que, desde luego, no permitirá que las cosas puedan continuar de la misma manera.



Necesitamos imágenes, parece decir Rossellini, y es la interiorización de estas imágenes lo que permite el autodescubrimiento. Es necesario aprender a mirar, descodificar nuestro entorno para conseguir que las sensaciones tomen cuerpo, bajen de la abstracción inducida en nuestra propia vida para convertirse en un significante que su pueda analizar, tratar, manipular. Es necesario ser capaz de sincerarse con uno mismo en primer lugar antes de poder entablar una relación sincera y sana con los demás. Es necesario acabar con la frustración de que nuestra propia capa externa nos impida manifestar lo que en el fondo deseamos y queremos mostrar. Una vez que la identidad se ha forjado, la empresa se antoja mucho más fácil, ya que se rompe ese desequilibrio que nos trastorna al hacer chocar nuestros sentimientos íntimos con las ideas que expresamos sobre nuestra imagen, y que son las que erróneamente creemos poseer. Entonces, es el poder metafórico de las imágenes, la carga personal que todas ellas adquiere, por ajeno que parezca el tema, lo que puede hacer saltar el interruptor definitivo. Si el proceso de autodescubrimiento, la asimilación del mundo exterior a través de las imágenes, es lo que permite crear las condiciones necesarias para que algo suceda fabricando el necesario interruptor, es imprescindible que, después, una imagen símbolo, como la del arrastre de Ingrid Bergman por la muchedumbre del final de Te querré siempre, pulse ese interruptor para que pase la luz, provisional o permanentemente. Una imagen banal puede llenarse de significado, porque una imagen no puede ser banal como sí puede serlo la mirada que la recoge. Y una imagen-símbolo, en un momento adecuado, puede obrar el milagro de que, por un instante, dejen de importar los celos, los orgullos, las infidelidades... Por un instante  caen las máscaras, las veleidades, el teatro de ocultar lo que se sabe mientras se juega a que no se sabe, la aventura de fingir ser otro. Lo que fue fundamental en el mundo de las excusas pasa a no importar en ese mundo que, instantáneamente, dibuja los sentimientos como algo puro en su esencia y en su manifestación.

En ese momento, la película que permanecía agazapada en ese pequeño rincón oculto del espectador, se hace grande e ilumina mucho más allá de su propio alcance. La película es la imagen-metáfora que se manifiesta en el momento oportuno, mientras a lo largo de esos años de espera se iba forjando la identidad del espectador, ahora asombrado y noqueado. Desde ese día, al menos para una persona, una película importante cobra una nueva luz y se alza enorme, resplandeciente y sincera desde su propia humildad. Desde la modestia que la convierte en imprescindible. Desde hoy.



Aprovecho también para enlazar el monográfico que dedicó Shangrila hace ya algún tiempo a Roberto Rossellini, para quien haya quedado con ganas de más.