domingo, octubre 19, 2008

Centenario de Oliveira (II). 1931-1985


Los inicios (1931-1942)

Aunque parezca mentira, dado el escaso número de películas para un hombre de 100 años que, en los últimos tiempos, ha seguido un ritmo de película por año, Manoel de Oliveira empezó muy joven en esto del cine. En 1931, con tan sólo 23 años, escribió con Douro, faina fluvial un bello poema cinematográfico de 18 minutos de duración, en el que rendía homenaje a los trabajadores que cada día desplegaban sus labores a la orilla del río Duero, mostrando el bullicio y la alegría con que las actividades se iban realizando y dando al montaje el papel protagonista y director de las imágenes, sorprendentes por su modernidad y muy alejadas de lo que sería después la concepción del cine de Oliveira. A pesar de que no sea muy representativa del conjunto de su obra, aquí ya se perciben algunas características que siempre han acompañado al portugués, como su profundo humanismo, el apego y el cariño hacia su tierra, o la potencia de unas imágenes que se debaten entre su valor como objeto metafórico y la potencia pura de su significante.

Después de esta primera obra, Oliveira siguió realizando cortos documentales por un tiempo, como Estátuas de Lisboa (1932), Já Se Fabricam Automóveis em Portugal (1938) o Miramar, Praia das Rosas (1938), que no se han podido ver en la retrospectiva organizada por la Filmoteca Nacional. Antes de acometer su primer largometraje realizó, en 1941, un último cortometraje documental, Famaliçao, que si bien no tiene un gran interés cinematográfico (aunque sí anuncia, quizás demasiado explícitamente, la profunda ironía de la mirada del director portugués) resulta importante al visitar el pueblo del escritor Camilo Castelo Branco, un nombre fundamental que recorre toda su obra.

Aniki Bóbó (1942) es el primer largometraje del director portugués. Tradicionalmente reconocido como un anticipo del neorrealismo italiano, este film expone una turbia mirada hacia los terrores infantiles, suponiendo una especie de traslación del Crimen y castigo dosteievskiano al mundo de los niños, ya por sí solo suficientemente oscuro y peligroso. Resulta interesante evocar la infancia por medio de sus peligros, a modo de metáfora del punto de vista, e incidiendo en que la distorsión que la mente de un niño puede provocar de una realidad desconocida acarrea el riesgo de la vulnerabilidad, pero no es muy distinta de la manipulación que el mundo adulto (de la política a las artes, del teatro al cine, del amor al trabajo) ejerce, consciente o inconscientemente, sobre ese misterio que envuelve permanentemente lo desconocido. Un poco blanda y con algún recurso estético y narrativo un poco superado, esta primera obra ya es, sin embargo, un clásico del cine portugués y una muestra de que Oliveira también sabía moverse bien en aguas más convencionales.



Pausa, reflexión y cambio (1956-1965)


Llama la atención que, después de su primer largometraje, Manoel de Oliveira estuviera catorce años sin volver a ponerse detrás de una cámara. Según parece, esto se debió al fracaso comercial de Aniki Bóbó. Y algo tuvo que ocurrir, porque en ese tiempo cambió radicalmente su concepción del arte del cinematógrafo, sin perder, como ya se ha comentado, algunos de sus temas y obsesiones favoritos. Ya fuera a causa de su viaje a Alemania en 1955 para descubrir las posibilidades del color, que ya nunca abandonaría, o de esos largos y misteriosos años de reflexión y trabajo en las empresas familiares, El pintor y la ciudad (O Pintor e a Cidade, 1956) supuso una ruptura en la con el cine de montaje, en la que el portugués descubrió la capacidad de sugestión del plano fijo y los largos planos secuencia para trasladar emociones íntimas e ideas que bordean lo metafísico. Esta segunda época de aprendizaje se extiende durante la segunda mitad de los años 50 y toda la década de los 60.

La fijación por establecer correspondencias entre el cine y otras artes queda muy patente en el cortometraje El pintor y la ciudad, formando junto con otro cortometraje, El pan (O Pao, 1959), un engarce con Douro, faina fluvial y un nuevo impulso a su carrera. "Hice O Pintor en contra de Douro. Mientras que Douro es una película de montaje, O Pintor es una película de éxtasis. Lo que descubrí con O Pintor e a Cidade es que el tiempo es un elemento muy importante. Una imagen rápida tiene un efecto pero esa imagen en su duración gana otra forma". Y sobre El pan: "Porque la idea de la película era la idea de que el pan es como la corriente de un río que pasa por diferentes sitios, por diferentes manos, por diferentes trajes (o faldas)", afirmó Manoel de Oliveira a Joao Bénard da Costa en una entrevista en 1989.

El retorno al largometraje se produce en 1963, cuando realiza el arriesgado experimento Acto de primavera, en el que, con voluntad antropológica, escarba en lo más profundo del mundo rural portugués, mostrando con minuciosidad una representación teatral en vivo de la pasión de Jesucristo. La obra data del siglo XVI, pero la acción tiene lugar en el XX, logrando un poderoso estudio sobre la representación con gran influencia en cineastas posteriores como, por ejemplo, Eric Rohmer (cabe pensar inmediatamente en su última obra: El romance de Astrea y Celadón). Sin embargo, la parte final de la película es discutible, con una moraleja ambigua pero poco elegante, que parece intentar impactar al espectador a toda costa y forzarle a pensar en las consecuencias directas en la historia del siglo XX de una serie de prácticas socio-religiosas o metafísicas. ¿Se arrepiente Oliveira de cosas expuestas durante la película o simplemente recula un poco para evitar caer en la trampa de la obviedad? ¿No es, en todo caso, una sobreexposición del "yo", algo que criticaría en películas posteriores? De todos modos, Acto de primavera es la primera muestra del Oliveira más arriesgado, totalmente rupturista y con gran influencia en determinados cineastas, que nos regalaría obras mayores en el futuro.

A continuación, Oliveira iba a seguir entregado a su disección del mundo rural portugués con un cortometraje impactante, de raigambre buñueliana y profundamente violente: La caza (A caça, 1964). Incorporando el tono irónico que se había perdido en Acto de primavera, La caza muestra con crudeza, en palabras de Jorge Leitão Ramos, "la desesperación portuguesa de los años sesenta". Y finalmente, antes de llegar a uno de los puntos álgidos de su filmografía, Oliveira rodó otro cortometraje, As Pinturas do Meu Irmão Júlio (1965), que tampoco ha podido verse en la retrospectiva.


Tetralogía de los amores frustrados (1972-1981)


Y en este punto llega la "tetralogía de los amores frustrados", cuatro películas con una clara conexión temática que convirtieron a Oliveira en una referencia mundial del más avanzado cine de los años 70. A partir de aquí, se confirma que las dos fuerzas motrices del cine de Oliveira son dos directores tan aparentemente alejados como Luis Buñuel y Carl T. Dreyer. Pero, aunque las referencias sean evidentes, hay características que convierten a Oliveira en un director único, capaz de ser definido por sí mismo y de desentrañar misterios artísticos a los que nadie se había atrevido a acercarse. Depurando el estilo que ya definía el cine del portugués durante la década anterior, la tetralogía asienta las bases de su éxito, prescinde de los elementos más ajenos a él y consigue hacer una de las series de películas más arriesgadas, personales y definitivas de la historia del cine.


Seguramente sea El pasado y el presente (O Passado e o Presente, 1972) la menos parecida a las otras tres películas, y la única de raíz buñueliana, pero fundamental para mostrar el lado más gamberro, divertido e incisivo de Oliveira. Un extraño y turbulento culto a la muerte recorre la película, protagonizada por una mujer que odia a sus maridos, pero se enamora de ellos una vez que estos ya han muerto. La ironía que recorre la cinta es absolutamente corrosiva con la burguesía, y la caótica puesta en escena, con una cámara que recorre habitaciones y realiza movimientos delirantes, y con una marcha nupcial que anuncia las defunciones, se ajusta al desconcierto de unos personajillos que quedan en absoluto ridículo al tomarse, ellos mismos, demasiado en serio. Además, aquí se inicia de manera más patente la búsqueda de la belleza que cada vez más será más importante en la obra de Oliveira.

Benilde (Benilde ou a Virgem Mãe, 1975), por su parte, es la alternativa definitiva y metalingüística al milagro del Ordet de Dreyer. Desde el primer plano secuencia de la película, sobre los propios títulos de crédito, queda patente el tema fundamental de la tetralogía y, probablemente, el más importante de toda la obra oliveriana: la cámara se desliza, elegantemente, a través de un plató de rodaje cinematográfico, descubriendo el entramado de la filmación y dejándolo atrás, mostrando sin negar el sustrato del propio cine, y preparándose para presentar una obra de teatro convertida en puro cine a través de una puesta en escena en la que conviven el absoluto rigor por el texto y el espacio y un barroquismo que enriquece la mirada gracias al impresionante cuidado de cada encuadre y cada movimiento de cámara, logrando auténticos retablos vivientes que deslumbran por la armonía de su distribución y la sutileza de su planificación. La película presenta, explícitamente, los tres actos de la obra de teatro, y mantiene las unidades de espacio, tiempo y acción, mostrando en una casa rural adinerada las tribulaciones de una familia perpleja ante el embarazo de la joven Benilde, que apela a la gracia de Dios como explicación. Con esto, el teatro da lugar a la expresión más pura del cine, con un cuidado lúgubre pero profundamente simbólico de los colores, que muestran la represión de la época y los personajes, con una cámara que fluye y nos descubre la importancia fundamental del punto de vista, articulando acciones a diferentes niveles y profundidades de campo (muy elocuente el final de la película), y con una definitiva preocupación por el tempo narrativo y por la expresión de los actores, llegando así a ese gesto mínimo que convive con un naturalismo sin subrayados al que el teatro no puede llegar, y coreografiando el movimiento de cada personaje de manera que un cabeceo o un parpadeo sean capaces de describir por sí mismos una cierda mirada sobre el mundo. Por último, no hay que olvidar la profunda ironía que recorre toda la película, de forma mucho menos evidente (salvo una voluntaria escena esperpéntica de una ventana sacudida por la tormenta) pero tan eficaz como en la anterior película.


Y si Ordet sobrevuela Belinde, se puede decir que Gertrud mira de reojo las dos películas restantes del ciclo. Amor de perdición (Amor de Perdição-Memória de uma Família, 1978) pertenece a ese reducidísimo número de películas que pretenden ser la adaptación literaria definitiva, como podría serlo también el Berlín Alexanderplatz de Fassbinder, aunque ambas opten por miradas divergentes y formas muy distintas de hacerlo. La película de Oliveira, en sus casi cuatro horas y media de duración, asume el juego de la representación, como si quisiera dejar claro en todo momento que está adaptando un texto, una obra literaria, y no suplantándolo. Los temas que propone esta obra mayor son casi inabarcables, desde la propia condición humana, el amor, los celos, el sometimiento, el sufrimiento, la ceguera romántica, los conflictos razón-pasión y egoísmo-moralidad, hasta el propio valor textual, estético e irónico del film, repleto de dualidades capaces de formar una mitología propia. Es la primera incursión seria de Oliveira en el universo del escritor Camilo Castelo Branco, de quien se suele considerar que Amor de Perdición, una especie de actualización de Romeo y Julieta, redactada de forma pasional en quince días, es su mejor obra.


En la misma línea que la anterior, pero llevando más lejos aún la radicalidad del discurso, se sitúa la película que cierra la tetralogía, Francisca (1981), con una exquisita puesta en escena que parece evocar un cuadro de Rembrandt en cada encuadre, en el que conviven, como dijo Dave Kehr, el elegante barroquismo de Max Ophüls y el rigor estético y temporal de Straub. A lo largo del film, toda la acción se presenta de un modo elíptico, bien mediante sutilezas de puesta en escena, bien mediante un rótulo entre secuencias al que no se pretende dar más importancia. Se acerca así Oliveira al más moderno de los clásicos, Gustave Flaubert, porque, como a él, le interesa la composición estilística de escenas vivas, en las que los hechos son un aderezo imprescindible para los personajes pero prácticamente intrascendentes para creador y espectador. La desnaturalización de las interpretaciones es fundamental para subrayar aquello que importa, en primer lugar el texto y en segundo su tempo cinematográfico, y por eso los personajes declaman ampulosos monólogos (que también tienen mucho de autoparódico según el rango social del personaje) sin mirarse entre ellos, sino dirigiéndose a un incierto lugar que está más allá de la propia cámara. También hay mucho de estudio del punto de vista en esta película (muy patente, por ejemplo, en algunas escenas que se repiten desde diferentes perspectivas, en un eficaz juego bergmaniano), en la que se vuelve sobre la figura de Camilo Castelo Branco, pero en este caso no como autor sino como uno de los personajes protagonistas, que comparte pasión amorosa por Fanny (Francisca) Owen con su amigo José Augusto.


Epílogo y ruptura (1982-1985)

Después del paréntesis en la ficción que supusieron los documentales Visita ou Memórias e Confissões (1982), Nice- A propos de Jean Vigo (1983) y Lisboa Cultural (1983), Oliveira pareció querer cerrar esta etapa de su carrera con una especie de epílogo a su tetralogía de los amores frustrados. El zapato de raso (Le soulier de satin, 1985) es una versión extremada de todas sus ideas sobre el teatro, el cine, y la adaptación como forma de navegar por los límites. Si en Benilde o Francisca Oliveira logra transformar un texto teatral en puro cine sin ninguna manipulación ni traición a los originales, en esta obra da por superada esa prueba y decide caminar por la cuerda floja de la frontera. La radicalidad de la película no sólo está en sus más de siete horas de duración, sino en las ideas de la puesta en escena, algunas de ellas con reminiscencias del cine de los Straub, de Syberberg, o del Perceval le Gallois de Rohmer, y en el absoluto convencimiento de su efectividad. Ya no hay miedo a mostrar esa frontera teatro/cine, lo que queda claro en la secuencia de apertura, en la que un teatro de época esconde un cine con espectadores actuales, o en las rupturas metacinematográficas de una narración en la que lo primero, lo único imprescindible, parece decir Oliveira, es el absoluto y exagerado respeto por el texto original. Ahí está su fuerza y su valor.


Continuará...


domingo, octubre 12, 2008

Centenario de Oliveira (I). Introducción


Poco se está hablando del maestro portugués Manoel Oliveira para celebrar su inminente centenario (al menos oficialmente, ya que se dice que en realidad tiene tres años más) pero, al menos en Madrid, la Filmoteca Nacional le está dedicando una completa retrospectiva durante los meses de octubre y noviembre.

De lo que se ha podido ver hasta el momento hay que destacar, en general, la buena calidad de las copias exhibidas, y lamentar que en casi todas las proyecciones haya algún contratiempo, ya sea empezar tarde por problemas de subtítulos o de sonido o, incluso, que éste se vaya a mitad de la película. También es una pena que films mayúsculos como Amor de perdición o El zapato de raso queden relegados a la sala 2; esperemos que sean los únicos. No obstante, hay que felicitar a quien haya planificado el ciclo y animar a la gente a que acuda, que aún estamos en el principio, porque hasta ahora las salas han estado bastante vacías, a medio aforo en el mejor de los casos.

Y es que todos conocemos la fama de arduo y difícil del portugués, pero en su filmografía hay sitio para todo, desde profundos dramas clásicos que rebosan experimentalismo y ruptura (aunque creo que no he visto aún una película de Oliveira que no esté cargada en el fondo de altas dosis de ironía, a veces muy fina, a veces muy gamberra) hasta películas mucho más ligeras, deliciosos y delicados divertimentos para todos los públicos. Quien entre en el mundo de Oliveira podrá disfrutar de momentos auténticamente gozosos a nivel estético e intelectual, si bien es cierto que visionar una de sus películas sin implicación también puede ser una dura prueba. Hay que recordar que Oliveira empezó a dirigir en 1931 y continúa en la actualidad, a un frenético ritmo de película por año desde hace ya unos cuantos. Todo el cine europeo del siglo XX (y parte del XXI) pasa por él.

Desde aquí intentaremos potenciar el ciclo de alguna manera durante las próximas semanas, haciendo un breve repaso, tramo a tramo, a la carrera de don Manoel de Oliveira. :)

domingo, octubre 05, 2008

Vicky Cristina Barcelona. Woody Allen y la sombra de la duda


Tras muchos años con un público estable y reducido, una crítica más o menos homogénea y una filmografía que siempre ha estado entre lo aceptable y lo excelente, Woody Allen ha vivido en nuestro país un impresionante empujón de popularidad, derivado primero del Premio Príncipe de Asturias y después de su famosa "película española", Vicky Cristina Barcelona, de la que se habla desde hace tanto tiempo. Ante todo, creo que toda la polvareda levantada no le ha hecho ningún favor a la opinión generalizada de la película, tanto en el caso del público como en el de la crítica, que desde las palmas a Match point no ha tenido un resquicio de piedad con el autor neoyorquino.

Sin embargo, mi impresión es que, desde Melinda y Melinda, estamos viviendo la etapa de madurez de Woody Allen, en la que ha dejado atrás presiones y concesiones importantes (son mucho peores las que tuvo que hacer en su trilogía Dreamworks que las tan cacareadas cesiones publicitarias de su última película) para centrarse en hacer únicamente lo que él ha querido. Si algo caracteriza sus películas de esta etapa es la profunda amargura, imbuida de una especie de desazón existencial, que se manifiesta recubierta de géneros clásicos que dinamita, como el thriller o la comedia. Porque..., ¿es Vicky Cristina Barcelona una comedia?


La película muestra la mirada hacia ellas mismas y hacia su alrededor de dos turistas que viven sus mes de vacaciones con la extrañeza con que se viven los viajes, especialmente cuando estos se adentran en unas raíces culturales bastante alejadas de las del país de origen. Esta elección parece la única posible para el director neoyorquino, consciente de su desconocimiento de una cultura ajena a su mundo anglosajón, y por eso no pretende realizar una disección antropológica de España, ni de Barcelona, y ni siquiera de sus propias criaturas. Lo que más importa a Allen es mostrar cómo el viaje y el desarraigo físico son claros detonantes para la expresión del desconcierto emocional, puesto que se crea el ambiente perfecto en el que replantear la condición de la propia vida y la manera en que nuestros sentimientos se han acomodado o degradado. Parece claro que salir de la estabilidad del propio mundo y de la gente conocida puede provocar un desequilibrio emocional que transforma el objetivo inicial del viaje. Entonces, ¿por qué es un problema que se nos muestre una ciudad de cartón piedra en la que los tópicos y las caricaturas campan a sus anchas? Es una mirada deformada, la mirada deformada del turista, que tiene que comprender que lo importante del viaje no es conocer el lugar de destino, algo imposible en un mes de vacaciones, sino aprender algo más sobre la naturaleza del propio "yo".

La España que muestra Allen deriva directamente de las películas de Almodóvar y de Berlanga, entre lo jovial, lo alocado y lo desesperado, y está aderezada con el aura romántica de la vida bohemia, recubierta de una fotografía cálida, directamente mediterránea, acorde con el erotismo que desprenden las pulcras imágenes, y en contraste con los tonos grises de sus obras británicas y con la amargura de fondo de la película. Parece que por aquí ha molestado ese exagerado retrato de los personajes españoles, del mismo modo que molestaba a los estadounidenses el retrato de la histérica e inmadura burguesía intelectual neoyorquina.


La película plantea, y ahí está la parte más oscura, por mucha luz, comida y sexo que haya, diferentes posturas y modos de comportamiento ante las relaciones amorosas. La única conclusión que se puede extraer es que todas conducen al fracaso. Poco importa tener una visión del amor bien liberal y despreocupada, bien racional y conservadora, bien posesiva y pasional, o bien chulesca y condescendiente. El fundido final de la película es terriblemente trágico, disolviendo en la oscuridad el rostro de las dos turistas que vuelven a casa sin haber solucionado nada, preparándose para una vida en la que tendrán que aprender a convivir con ese desacuerdo entre la realidad y el deseo tan inherente al género humano. Poco importa tener las ideas completamente claras, porque llegado el momento de la práctica todo se derrumba, y una manera exacta y precisa de pensar choca contra unos sentimientos contrapuestos con los que el intelecto intenta luchar, provocando un desequilibrio emocional insalvable. Sólo queda aprovechar los pequeños momentos de placer en que no hay tiempo para pensar.


Probablemente sea ésta la película menos dependiente del guión dentro de la obra de Woody Allen, y en la que él se muestra más libre y anárquico, prescindiendo de pautas y de estructuras milimétricas; el director neoyorquino se deja llevar y muestra lo auténticamente importante: esos momentos de placer, de auténtica vida, en los que el deseo se satisface sólo con ver que se está rozando lo que se pretende, y también esos momentos de confusión, de autodescubrimiento, en los que el drama empieza a infiltrarse en la comedia y el gran tema alleniano de los últimos años se convierte en universal.

Las disquisiciones amorosas, los omnipresentes tríos (que justifican el propio título de la película, tan aparentemente horrendo, al articular el irrebatible punto de vista del film y el fundamental condicionante de la ciudad), el tono empleado en la narración y el jugueteo continuo hacen relacionar la película con un cuento moral rohmeriano, y dota al conjunto de un aire de fábula que justifica la voz en off que lleva el ritmo de la narración y pone las cartas sobre la mesa desde los primeros y algo desconcertantes planos de la cinta.


Más que desarrollar diálogos ingeniosos y geniales (que algo de eso también hay, como en la escena de la primera y desafortunada noche de alcoba entre Bardem y Scarlett), la película intenta comunicar emociones íntimas, de algarabía o de desazón, como esa mirada derrotada de Rebecca Hall que lo dice todo sin decir nada, esa escena de la propia Rebecca pensativa ante el espejo de su cuarto mientras su marido cacarea como loco por el móvil en segundo plano, o esa otra en la que Scarlett, sentada en su acantilado de confusión, contempla el rompeolas de su vida.


En un momento dado, aparentemente intrascendente, las protagonistas van al cine y ven La sombra de una duda de Hitchcock, lo que supone toda una declaración de intenciones de Allen, que parece avisar a sus criaturas con una película que muestra la turbiedad y oscuridad que se esconde tras una apariencia amable y luminosa, querida por todos, la del mítico personaje del tío Charly. Aun así, Vicky y Cristina, igual que hacemos todos, no dan importancia a esas señales hasta que asimilan por sí mismas su propia situación. En el avión de vuelta, rumbo a Nueva York, tendrán tiempo de pensar en la sutil moraleja que les estaba mostrando la película de Hitchcock, y ratificarán que la única idea posible es que la idea clara no existe, y que la duda, la sombra de una duda, es algo que siempre las perseguirá como seres de carne y hueso. Hay que aprender a convivir con ello y no intentar ponerse por encima; cuestión de supervivencia. Porque, en efecto, puede que la duda sea la palabra clave de una película que ya ha entrado en el saco de las más incomprendidas de la larga carrera de Woody Allen.


Otras críticas:

(A favor)

Santiago Navajas en Libertad Digital


(En contra)

Miradas (Carles Matamoros)
Miradas (Antoni Peris i Grao)
Contrapicado (José Ramón García Chillerón)
...

viernes, octubre 03, 2008

La web de Vila-Matas. Extraña forma de vida

Anoche llegué tarde a casa, después de ver en el Instituto francés la película de tres horas de Olivier Assayas "Los destinos sentimentales". Volvía trazando una reflexión que me avergonzaba un poco por ser demasiado obvia, pero que, me daba la impresión, nunca me había parado a examinar. En una de las escenas de la película una pareja se despide en el andén de una estación ante una indefinida y forzosa separación. Pensé entonces en cuánta importancia tenía esa despedida en aquel momento histórico, ya que no se iban a ver de nuevo hasta que pasara mucho tiempo y no había más forma de comunicarse que la carta escrita. No había teléfono, no había Internet, y pensé que ahora, gracias a la tecnología o por culpa de ella, ha disminuido la responsabilidad de las palabras, que ahora se escuchan con la ligereza que da la seguridad de saber que se podrán recuperar. El estertor final de la voz, el significado trasero de la última frase, la última palabra. Esa sensación duraría por mucho tiempo, aleteando en las cabezas de los protagonistas y creando mundos paralelos de imaginación y una tensión emocional que podía ser difícil de aguantar. Sin embargo, quizás esa premura "obligaba" a decir cosas que de otra forma nunca salen a la luz. La épica de "lo último" favorece el riesgo, la aventura, y resulta difícil repetir una situación así en el mundo actual, donde las nuevas formas de comunicación han atrofiado un cierto tipo de emoción.

Así que llegué a casa y, después de cenar y poner una lavadora, viendo que se acercaban ya unas horas intempestivas, pensaba irme a la cama directo, sin encender el ordenador. Pero una extraña sensación me hizo pulsar el interruptor y comprobar si tenía algún comentario en el blog. La sorpresa fue mayúscula cuando vi el comentario de un anónimo (a quien le estoy muy agradecido :) ) que anunciaba, tras verlo en Luz de limbo, el blog de Víctor Coral, que Vila-Matas estrenaba su web oficial, todavía hoy en pruebas. Entré y pasé por lo menos media hora releyendo los textos (muchos ya felizmente conocidos), viendo las imágenes y las animaciones y navegando por las posibilidades y enlaces que ofrecía. Es una web absolutamente vilamatiana, por su diseño, por su ironía y por su gusto por la mezcla, el pastiche y la intertextualidad. Incluso tiene un pequeño rincón para Internet y los blogs, y es de agradecer que estemos por allí. Pero tanto como la web me fascinó la agilidad de la comunicación, cómo en un mismo día unos anónimos comentarios cruzados sobrevuelan blogs y comparten lo que saben que interesará a los pasan por allí. Es como pasear por una calle de la ciudad mundial en la que cada edificio está hecho para nosotros. Siempre puedes desviarte a otros barrios, pero así puedes compaginar distintos tipos de emociones y comportamientos; puedes medir las palabras y descubrir que, tras una comunicación segura también puede haber emoción. Aunque parezca que ya no es tan necesario como antes medir las palabras, en realidad los sentimientos se moldean con las sílabas de siempre, y la diferencia estriba en la velocidad del cambio, la frase breve y el párrafo escueto, el plano corto y el montaje sincopado. Aunque saber que podemos tener mucho puede dejarnos catatónicos, hacernos renunciar a todo y depurar. Pensar y pensar sin prisa, mantener planos infinitos enarbolando magdalenas proustianas. La emoción pura no se transmite, se comparte.

Así que, pocos minutos después de dudar de la tecnología, me reafirmé en su excelencia y en su capacidad para hacernos sortear los caminos predefinidos y descubrir paraísos invisibles. Sí, la tecnología volvió a parecerme maravillosa. Me fui a la cama a dormir las pocas horas que quedaban antes de que sonara el despertador. Hoy voy a hacer lo mismo, pero aquí abajo la puerta está abierta. Naveguen y disfruten.

PÁGINA WEB OFICIAL DE ENRIQUE VILA-MATAS