domingo, octubre 19, 2008

Centenario de Oliveira (II). 1931-1985


Los inicios (1931-1942)

Aunque parezca mentira, dado el escaso número de películas para un hombre de 100 años que, en los últimos tiempos, ha seguido un ritmo de película por año, Manoel de Oliveira empezó muy joven en esto del cine. En 1931, con tan sólo 23 años, escribió con Douro, faina fluvial un bello poema cinematográfico de 18 minutos de duración, en el que rendía homenaje a los trabajadores que cada día desplegaban sus labores a la orilla del río Duero, mostrando el bullicio y la alegría con que las actividades se iban realizando y dando al montaje el papel protagonista y director de las imágenes, sorprendentes por su modernidad y muy alejadas de lo que sería después la concepción del cine de Oliveira. A pesar de que no sea muy representativa del conjunto de su obra, aquí ya se perciben algunas características que siempre han acompañado al portugués, como su profundo humanismo, el apego y el cariño hacia su tierra, o la potencia de unas imágenes que se debaten entre su valor como objeto metafórico y la potencia pura de su significante.

Después de esta primera obra, Oliveira siguió realizando cortos documentales por un tiempo, como Estátuas de Lisboa (1932), Já Se Fabricam Automóveis em Portugal (1938) o Miramar, Praia das Rosas (1938), que no se han podido ver en la retrospectiva organizada por la Filmoteca Nacional. Antes de acometer su primer largometraje realizó, en 1941, un último cortometraje documental, Famaliçao, que si bien no tiene un gran interés cinematográfico (aunque sí anuncia, quizás demasiado explícitamente, la profunda ironía de la mirada del director portugués) resulta importante al visitar el pueblo del escritor Camilo Castelo Branco, un nombre fundamental que recorre toda su obra.

Aniki Bóbó (1942) es el primer largometraje del director portugués. Tradicionalmente reconocido como un anticipo del neorrealismo italiano, este film expone una turbia mirada hacia los terrores infantiles, suponiendo una especie de traslación del Crimen y castigo dosteievskiano al mundo de los niños, ya por sí solo suficientemente oscuro y peligroso. Resulta interesante evocar la infancia por medio de sus peligros, a modo de metáfora del punto de vista, e incidiendo en que la distorsión que la mente de un niño puede provocar de una realidad desconocida acarrea el riesgo de la vulnerabilidad, pero no es muy distinta de la manipulación que el mundo adulto (de la política a las artes, del teatro al cine, del amor al trabajo) ejerce, consciente o inconscientemente, sobre ese misterio que envuelve permanentemente lo desconocido. Un poco blanda y con algún recurso estético y narrativo un poco superado, esta primera obra ya es, sin embargo, un clásico del cine portugués y una muestra de que Oliveira también sabía moverse bien en aguas más convencionales.



Pausa, reflexión y cambio (1956-1965)


Llama la atención que, después de su primer largometraje, Manoel de Oliveira estuviera catorce años sin volver a ponerse detrás de una cámara. Según parece, esto se debió al fracaso comercial de Aniki Bóbó. Y algo tuvo que ocurrir, porque en ese tiempo cambió radicalmente su concepción del arte del cinematógrafo, sin perder, como ya se ha comentado, algunos de sus temas y obsesiones favoritos. Ya fuera a causa de su viaje a Alemania en 1955 para descubrir las posibilidades del color, que ya nunca abandonaría, o de esos largos y misteriosos años de reflexión y trabajo en las empresas familiares, El pintor y la ciudad (O Pintor e a Cidade, 1956) supuso una ruptura en la con el cine de montaje, en la que el portugués descubrió la capacidad de sugestión del plano fijo y los largos planos secuencia para trasladar emociones íntimas e ideas que bordean lo metafísico. Esta segunda época de aprendizaje se extiende durante la segunda mitad de los años 50 y toda la década de los 60.

La fijación por establecer correspondencias entre el cine y otras artes queda muy patente en el cortometraje El pintor y la ciudad, formando junto con otro cortometraje, El pan (O Pao, 1959), un engarce con Douro, faina fluvial y un nuevo impulso a su carrera. "Hice O Pintor en contra de Douro. Mientras que Douro es una película de montaje, O Pintor es una película de éxtasis. Lo que descubrí con O Pintor e a Cidade es que el tiempo es un elemento muy importante. Una imagen rápida tiene un efecto pero esa imagen en su duración gana otra forma". Y sobre El pan: "Porque la idea de la película era la idea de que el pan es como la corriente de un río que pasa por diferentes sitios, por diferentes manos, por diferentes trajes (o faldas)", afirmó Manoel de Oliveira a Joao Bénard da Costa en una entrevista en 1989.

El retorno al largometraje se produce en 1963, cuando realiza el arriesgado experimento Acto de primavera, en el que, con voluntad antropológica, escarba en lo más profundo del mundo rural portugués, mostrando con minuciosidad una representación teatral en vivo de la pasión de Jesucristo. La obra data del siglo XVI, pero la acción tiene lugar en el XX, logrando un poderoso estudio sobre la representación con gran influencia en cineastas posteriores como, por ejemplo, Eric Rohmer (cabe pensar inmediatamente en su última obra: El romance de Astrea y Celadón). Sin embargo, la parte final de la película es discutible, con una moraleja ambigua pero poco elegante, que parece intentar impactar al espectador a toda costa y forzarle a pensar en las consecuencias directas en la historia del siglo XX de una serie de prácticas socio-religiosas o metafísicas. ¿Se arrepiente Oliveira de cosas expuestas durante la película o simplemente recula un poco para evitar caer en la trampa de la obviedad? ¿No es, en todo caso, una sobreexposición del "yo", algo que criticaría en películas posteriores? De todos modos, Acto de primavera es la primera muestra del Oliveira más arriesgado, totalmente rupturista y con gran influencia en determinados cineastas, que nos regalaría obras mayores en el futuro.

A continuación, Oliveira iba a seguir entregado a su disección del mundo rural portugués con un cortometraje impactante, de raigambre buñueliana y profundamente violente: La caza (A caça, 1964). Incorporando el tono irónico que se había perdido en Acto de primavera, La caza muestra con crudeza, en palabras de Jorge Leitão Ramos, "la desesperación portuguesa de los años sesenta". Y finalmente, antes de llegar a uno de los puntos álgidos de su filmografía, Oliveira rodó otro cortometraje, As Pinturas do Meu Irmão Júlio (1965), que tampoco ha podido verse en la retrospectiva.


Tetralogía de los amores frustrados (1972-1981)


Y en este punto llega la "tetralogía de los amores frustrados", cuatro películas con una clara conexión temática que convirtieron a Oliveira en una referencia mundial del más avanzado cine de los años 70. A partir de aquí, se confirma que las dos fuerzas motrices del cine de Oliveira son dos directores tan aparentemente alejados como Luis Buñuel y Carl T. Dreyer. Pero, aunque las referencias sean evidentes, hay características que convierten a Oliveira en un director único, capaz de ser definido por sí mismo y de desentrañar misterios artísticos a los que nadie se había atrevido a acercarse. Depurando el estilo que ya definía el cine del portugués durante la década anterior, la tetralogía asienta las bases de su éxito, prescinde de los elementos más ajenos a él y consigue hacer una de las series de películas más arriesgadas, personales y definitivas de la historia del cine.


Seguramente sea El pasado y el presente (O Passado e o Presente, 1972) la menos parecida a las otras tres películas, y la única de raíz buñueliana, pero fundamental para mostrar el lado más gamberro, divertido e incisivo de Oliveira. Un extraño y turbulento culto a la muerte recorre la película, protagonizada por una mujer que odia a sus maridos, pero se enamora de ellos una vez que estos ya han muerto. La ironía que recorre la cinta es absolutamente corrosiva con la burguesía, y la caótica puesta en escena, con una cámara que recorre habitaciones y realiza movimientos delirantes, y con una marcha nupcial que anuncia las defunciones, se ajusta al desconcierto de unos personajillos que quedan en absoluto ridículo al tomarse, ellos mismos, demasiado en serio. Además, aquí se inicia de manera más patente la búsqueda de la belleza que cada vez más será más importante en la obra de Oliveira.

Benilde (Benilde ou a Virgem Mãe, 1975), por su parte, es la alternativa definitiva y metalingüística al milagro del Ordet de Dreyer. Desde el primer plano secuencia de la película, sobre los propios títulos de crédito, queda patente el tema fundamental de la tetralogía y, probablemente, el más importante de toda la obra oliveriana: la cámara se desliza, elegantemente, a través de un plató de rodaje cinematográfico, descubriendo el entramado de la filmación y dejándolo atrás, mostrando sin negar el sustrato del propio cine, y preparándose para presentar una obra de teatro convertida en puro cine a través de una puesta en escena en la que conviven el absoluto rigor por el texto y el espacio y un barroquismo que enriquece la mirada gracias al impresionante cuidado de cada encuadre y cada movimiento de cámara, logrando auténticos retablos vivientes que deslumbran por la armonía de su distribución y la sutileza de su planificación. La película presenta, explícitamente, los tres actos de la obra de teatro, y mantiene las unidades de espacio, tiempo y acción, mostrando en una casa rural adinerada las tribulaciones de una familia perpleja ante el embarazo de la joven Benilde, que apela a la gracia de Dios como explicación. Con esto, el teatro da lugar a la expresión más pura del cine, con un cuidado lúgubre pero profundamente simbólico de los colores, que muestran la represión de la época y los personajes, con una cámara que fluye y nos descubre la importancia fundamental del punto de vista, articulando acciones a diferentes niveles y profundidades de campo (muy elocuente el final de la película), y con una definitiva preocupación por el tempo narrativo y por la expresión de los actores, llegando así a ese gesto mínimo que convive con un naturalismo sin subrayados al que el teatro no puede llegar, y coreografiando el movimiento de cada personaje de manera que un cabeceo o un parpadeo sean capaces de describir por sí mismos una cierda mirada sobre el mundo. Por último, no hay que olvidar la profunda ironía que recorre toda la película, de forma mucho menos evidente (salvo una voluntaria escena esperpéntica de una ventana sacudida por la tormenta) pero tan eficaz como en la anterior película.


Y si Ordet sobrevuela Belinde, se puede decir que Gertrud mira de reojo las dos películas restantes del ciclo. Amor de perdición (Amor de Perdição-Memória de uma Família, 1978) pertenece a ese reducidísimo número de películas que pretenden ser la adaptación literaria definitiva, como podría serlo también el Berlín Alexanderplatz de Fassbinder, aunque ambas opten por miradas divergentes y formas muy distintas de hacerlo. La película de Oliveira, en sus casi cuatro horas y media de duración, asume el juego de la representación, como si quisiera dejar claro en todo momento que está adaptando un texto, una obra literaria, y no suplantándolo. Los temas que propone esta obra mayor son casi inabarcables, desde la propia condición humana, el amor, los celos, el sometimiento, el sufrimiento, la ceguera romántica, los conflictos razón-pasión y egoísmo-moralidad, hasta el propio valor textual, estético e irónico del film, repleto de dualidades capaces de formar una mitología propia. Es la primera incursión seria de Oliveira en el universo del escritor Camilo Castelo Branco, de quien se suele considerar que Amor de Perdición, una especie de actualización de Romeo y Julieta, redactada de forma pasional en quince días, es su mejor obra.


En la misma línea que la anterior, pero llevando más lejos aún la radicalidad del discurso, se sitúa la película que cierra la tetralogía, Francisca (1981), con una exquisita puesta en escena que parece evocar un cuadro de Rembrandt en cada encuadre, en el que conviven, como dijo Dave Kehr, el elegante barroquismo de Max Ophüls y el rigor estético y temporal de Straub. A lo largo del film, toda la acción se presenta de un modo elíptico, bien mediante sutilezas de puesta en escena, bien mediante un rótulo entre secuencias al que no se pretende dar más importancia. Se acerca así Oliveira al más moderno de los clásicos, Gustave Flaubert, porque, como a él, le interesa la composición estilística de escenas vivas, en las que los hechos son un aderezo imprescindible para los personajes pero prácticamente intrascendentes para creador y espectador. La desnaturalización de las interpretaciones es fundamental para subrayar aquello que importa, en primer lugar el texto y en segundo su tempo cinematográfico, y por eso los personajes declaman ampulosos monólogos (que también tienen mucho de autoparódico según el rango social del personaje) sin mirarse entre ellos, sino dirigiéndose a un incierto lugar que está más allá de la propia cámara. También hay mucho de estudio del punto de vista en esta película (muy patente, por ejemplo, en algunas escenas que se repiten desde diferentes perspectivas, en un eficaz juego bergmaniano), en la que se vuelve sobre la figura de Camilo Castelo Branco, pero en este caso no como autor sino como uno de los personajes protagonistas, que comparte pasión amorosa por Fanny (Francisca) Owen con su amigo José Augusto.


Epílogo y ruptura (1982-1985)

Después del paréntesis en la ficción que supusieron los documentales Visita ou Memórias e Confissões (1982), Nice- A propos de Jean Vigo (1983) y Lisboa Cultural (1983), Oliveira pareció querer cerrar esta etapa de su carrera con una especie de epílogo a su tetralogía de los amores frustrados. El zapato de raso (Le soulier de satin, 1985) es una versión extremada de todas sus ideas sobre el teatro, el cine, y la adaptación como forma de navegar por los límites. Si en Benilde o Francisca Oliveira logra transformar un texto teatral en puro cine sin ninguna manipulación ni traición a los originales, en esta obra da por superada esa prueba y decide caminar por la cuerda floja de la frontera. La radicalidad de la película no sólo está en sus más de siete horas de duración, sino en las ideas de la puesta en escena, algunas de ellas con reminiscencias del cine de los Straub, de Syberberg, o del Perceval le Gallois de Rohmer, y en el absoluto convencimiento de su efectividad. Ya no hay miedo a mostrar esa frontera teatro/cine, lo que queda claro en la secuencia de apertura, en la que un teatro de época esconde un cine con espectadores actuales, o en las rupturas metacinematográficas de una narración en la que lo primero, lo único imprescindible, parece decir Oliveira, es el absoluto y exagerado respeto por el texto original. Ahí está su fuerza y su valor.


Continuará...


12 comentarios:

Francisco Algarín Navarro dijo...

Hermoso y revelador.
¡Muchas gracias, Daniel!

Carlos dijo...

Y ambicioso (en el buen sentido de la palabra), porque enfrentarse a una lectura de la filmo completa de este hombre... Asusta XD.

Enhorabuena.

Daniel Quinn dijo...

Gracias Colin y Carlos!

Tampoco pretendo ir muy allá, pero puede venir bien para hacerse un esquema mental genérico de la obra de Oliveira (ya sé que también vale el imdb, pero así hay más alternativas :P), o para que alguien con ganas que no conozca a Oliveira se acerque a él. De momento, mañana toca en la filmoteca No, o la vanagloria de mandar. A ver qué tal :)

¡Un saludo!

Roberfumi dijo...

En mi ignorancia cinematográfica no le conocía, así que bien me sirve esta trabajada serie de artículos para conocerle.

Nunca te acostarás sin saber una cosa más.

Un saludo daniel y, para adentrarme, ¿qué me recomiendas? Por que me parece demasiado meterme a ver a bote pronto El zapato de raso, que son 7 horas...

Daniel Quinn dijo...

Hola Rober!

Pues para empezar e ir palpando el estilo de Oliveira, creo que lo mejor es ver alguna de las ligeras, desde luego no El zapato de raso XD

Así que no sé, quizás una buena opción sería La carta o, si has visto Belle de jour, su continuación Belle toujours, que dura poco más de una hora y es estilísticamente exquisita, seguro que sacas material para tu blog :P
Bueno, y otra opción sería otra ligera pero de las grandes, El valle de Abraham; lo malo es que esta son tres horas, así que puede que sea mejor ver alguna de las otras antes. Si te gustan los documentales puede ser una buena opción Oporto de mi infancia.

También dicen que es de las ligeras Vuelvo a casa, pero ésta no la he visto aún, iré al pase de noviembre de la Filmoteca.

En fin, ya me contarás si al final te decides :)

¡Un saludo!

Roberfumi dijo...

Me lanzaré a por Belle de jour y Belle toujours, me has intrigado ;-)

Ya te contaré!!

Saludos!

Anónimo dijo...

Impresionante despliegue oliveiriano! Muchas gracias por estos hermosos artículos! Nos leemos!
Luis

Daniel Quinn dijo...

Muchas gracias Luis!

Me alegro de que sirva de algo :)

Nos seguimos leyendo. Un saludo!

Anónimo dijo...

¡Qué buenos estos posts!
Me encanta Oliveira.

Daniel Quinn dijo...

Gracias Álex!! Por aquí nos gusta Oliveira :)

(Bueno, a casi todos :P )

Ariel Luque dijo...

Gran homenaje el que le haces a Oliveira, un maestro de todo los tiempos. Un abrazo grande Daniel!!!

Ariel.

Daniel Quinn dijo...

Gracias Ariel!

Por aquí ya ha salido la programación de la Filmoteca de noviembre, así que ya me estoy planificando el mes. Además, el día 13 nos visita y todo :)

Un abrazo!