lunes, abril 02, 2012

Te querré siempre. Ucronía íntima

En ocasiones las películas te esperan. Saben que las has visto, saben que te han gustado, saben que han removido una parte de ti que aún no has aprendido a conocer demasiado bien. Saben que son películas hechas para ti, y por eso te han gustado, pero ha faltado el relámpago, el momento de iluminación sobre el cual se construyen los mitos. Ese relámpago, muchas veces, no depende tanto de la formación, del bagaje cinéfilo o de la lucidez intelectual del instante, como del recorrido vital, la propia experimentación de ciertos sentimientos que no necesariamente tienen que ir asociados a vivencias concretas o a estados físicos. Entonces la película se agazapa en un intersticio secreto del propio cuerpo, procurando no molestar porque tiene la seguridad de que, cuando llegue el momento, un relámpago provocará una sacudida.
 
 
Han pasado muchos años, más de una década, desde que vi Te querré siempre (Viaggio in Italia, Roberto Rossellini, 1954) en uno de esos VHS de películas en versión doblada que se conservaban en las bibliotecas municipales  entre cintas de Spielberg y blockbusters indolentes, cuando, de repente, una noche de domingo, la filmoteca proyecta la obra maestra de Rossellini. En su día me gustó, me gustó mucho, pero sin deslumbramiento, le recordaba a unos amigos unas horas antes de la proyección. Desde luego, conservaba en mi memoria la potencia de ciertas imágenes: la escena inicial en el coche, los planos de los seres humanos fosilizados de Pompeya, o el sobrecogedor final de la película con Ingrid Bergman siendo arrastrada por la muchedumbre. Y sin embargo, esas imágenes se presentaban de una forma un tanto inconexa, que para mí tenían casi más valor como influencia directa en excelentes películas recientes como Un couple parfait (Nobuhiro Suwa, 2005) o Copia certificada (Copie conforme, A. Kiarostami, 2010) y como escalón de la historia del cine que como obra íntegra en sí misma.


Lo que había olvidado, o quizás nunca llegué a ver hasta ahora, es que Te querré siempre es una película construida completamente a partir de una emoción, de un estado de ánimo muy concreto, que Rossellini disecciona como si fuera un fantasma capaz de observarse a sí mismo desde la distancia. La convergencia de imágenes y sensaciones es tal, que se antoja imposible que el cineasta italiano pudiera rodar la película a partir de una mera elucubración intelectual. Hay celuloide vívido, fogonazos de realidad. La película alcanza el auténtico neorrealismo que ya esbozó en Roma, ciudad abierta (1945), Paisá (1946) o Alemania año 0 (1948) a través de la introspección del autor, que va aún más allá de lo que ya percibió Deleuze con gran agudeza cuando hablaba de las imágenes sensoriomotrices y su capacidad para determinar los estados de ánimo de los personajes: el neorrealismo va más allá de la plasmación de imágenes que intentan imitar una realidad nunca completamente aprensible, ya que, sobre todo, analiza el impacto que esas imágenes tienen en los personajes. Estos personajes, por lo tanto, transforman la realidad observada para transmitirnos la realidad auténtica, que es su percepción sincera de lo que les rodea, y el espectador del cine pasa a observar al espectador del otro lado de la pantalla, que es el espectador que somos cada uno de nosotros en nuestra vida diaria. Por lo tanto, las imágenes mutan su significado, y una escultura clásica de un museo puede decir demasiadas cosas acerca del presente y de uno mismo, de igual modo que la visión fugaz de una mujer empujando un carrito de bebé ya significa  mucho más de lo que su descontextualización podría sugerir, ya que a través de la mirada de Ingrid Bergman comprobamos la frustración de los deseos no comunicados, la impotencia de no asumir los propios errores y la necesidad de transmitir aquello que atenaza y da forma a nuestro silencio. La imagen transformada cobra, de esta forma, una fuerza inusitada que contribuye a la creación de ese estado de ánimo tan particular (que no voy a intentar describir con palabras porque la tarea se me antoja imposible) sobre el que se construye una película de miradas, reflejos íntimos e imágenes asimiladas por los personajes. Se trata de imágenes que la propia mirada carga de sentido, de tal forma que se empieza a revelar todo aquello que la rutina de la vida diaria oculta en ese matrimonio de Ingrid Bergman y George Sanders, acostumbrados a ser actores de su propia vida y a desempeñar unos papeles ante ellos mismos y ante la pareja. Sin embargo, cuando el contexto cambia, cuando su pequeño microcosmos de vida burguesa anglosajona desaparece para ocupar el lugar de turistas extranjeros en la cuna de la civilización, cada actor se da cuenta del engaño al que se está sometiendo a sí mismo. Son unas vacaciones, una ruptura, un punto de fuga. Y a partir de ahí el teatro será ya solo de cara al otro, porque íntimamente se desarrolla una etapa de autodescubrimiento que hasta ese momento había estado eclipsada por las convenciones de la costumbre. Por lo tanto, ante ese desajuste entre lo que se muestra y lo que (ahora sí) se sabe que se siente, el teatro empieza a ser insostenible, y se presenta una catarsis que necesita una salida drástica, una ruptura con el pasado, que puede expresarse a través del divorcio o de la reconciliación, pero que, desde luego, no permitirá que las cosas puedan continuar de la misma manera.



Necesitamos imágenes, parece decir Rossellini, y es la interiorización de estas imágenes lo que permite el autodescubrimiento. Es necesario aprender a mirar, descodificar nuestro entorno para conseguir que las sensaciones tomen cuerpo, bajen de la abstracción inducida en nuestra propia vida para convertirse en un significante que su pueda analizar, tratar, manipular. Es necesario ser capaz de sincerarse con uno mismo en primer lugar antes de poder entablar una relación sincera y sana con los demás. Es necesario acabar con la frustración de que nuestra propia capa externa nos impida manifestar lo que en el fondo deseamos y queremos mostrar. Una vez que la identidad se ha forjado, la empresa se antoja mucho más fácil, ya que se rompe ese desequilibrio que nos trastorna al hacer chocar nuestros sentimientos íntimos con las ideas que expresamos sobre nuestra imagen, y que son las que erróneamente creemos poseer. Entonces, es el poder metafórico de las imágenes, la carga personal que todas ellas adquiere, por ajeno que parezca el tema, lo que puede hacer saltar el interruptor definitivo. Si el proceso de autodescubrimiento, la asimilación del mundo exterior a través de las imágenes, es lo que permite crear las condiciones necesarias para que algo suceda fabricando el necesario interruptor, es imprescindible que, después, una imagen símbolo, como la del arrastre de Ingrid Bergman por la muchedumbre del final de Te querré siempre, pulse ese interruptor para que pase la luz, provisional o permanentemente. Una imagen banal puede llenarse de significado, porque una imagen no puede ser banal como sí puede serlo la mirada que la recoge. Y una imagen-símbolo, en un momento adecuado, puede obrar el milagro de que, por un instante, dejen de importar los celos, los orgullos, las infidelidades... Por un instante  caen las máscaras, las veleidades, el teatro de ocultar lo que se sabe mientras se juega a que no se sabe, la aventura de fingir ser otro. Lo que fue fundamental en el mundo de las excusas pasa a no importar en ese mundo que, instantáneamente, dibuja los sentimientos como algo puro en su esencia y en su manifestación.

En ese momento, la película que permanecía agazapada en ese pequeño rincón oculto del espectador, se hace grande e ilumina mucho más allá de su propio alcance. La película es la imagen-metáfora que se manifiesta en el momento oportuno, mientras a lo largo de esos años de espera se iba forjando la identidad del espectador, ahora asombrado y noqueado. Desde ese día, al menos para una persona, una película importante cobra una nueva luz y se alza enorme, resplandeciente y sincera desde su propia humildad. Desde la modestia que la convierte en imprescindible. Desde hoy.



Aprovecho también para enlazar el monográfico que dedicó Shangrila hace ya algún tiempo a Roberto Rossellini, para quien haya quedado con ganas de más.

2 comentarios:

Sergio Sánchez dijo...

De alguna manera también "Te querré siempre" ha ido creciendo conmigo desde el vhs doblado. Y es totalmente cierto que no se trata forzosamente de identificaciones literales con la película, aunque ver escultura ya no es lo mismo tras descubrir esta película, y menos en Italia, y menos de viaje con tu mujer. Y tampoco se trata de esa teórica importancia fundamental en la historia del cine, ni de ese rastro en Suwa o Kiarostami (bueno, la última vez la vi en programa doble casero con "La aventura" y creo o supongo que el Antonioni no habría existido sin ella). Es una película a la que siempre necesito volver, convertida en un fetiche visual, en un rito emocionante que gana en importancia a medida que uno se hace mayor. Por ese valor de las imágenes que explicas muy bien. Supongo que puede considerarse un paso más allá del neorrealismo. Y es que ¡caray!, yo en su día quise y no supe escribir sobre ella...¡Felicidades por el texto! :-)

Saludos

Daniel Quinn dijo...

Gracias por tus apuntes, Sergio! Seguramente, si lo hubiera pensado más, habría acabado por no escribir nada de la película, pero en realidad acababa de llegar de la sesión nocturna de la filmoteca y mi intención era escribir algo sobre la última novela de Vila-Matas... Pero claro, con la impresión tan reciente de la peli, al final me dejé llevar :)

Un saludo!