Aunque en alguna ocasión nos sorprendiera, como en aquel maravilloso prólogo de su Cuento de invierno, el cine de Rohmer siempre se ha caracterizado, entre otras muchas cosas, por prescindir de la música extradiegética, por no tener banda sonora, lo que debe resultar lógico al espectador de hoy día al comprobar que su cine es pura música, que cada una de sus películas es una sinfonía en sí misma en la que imágenes y palabras, tiempo y espacio, se realimentan dibujando los acordes de una perfecta partitura imaginaria. En esas circunstancias, sobra la música. Queda la música.
Porque si algo unía a los directores de la Nouvelle Vague es entender el cine como se entiende la vida, y vivir la vida como se vive el cine. Por eso, para Rohmer el cine era un arte de artes y, por lo tanto, el cine era la vida y su reflejo un camino de descubrimiento de lo que habitualmente la rutina nos esconde. Sí, la vida juega al escondite, y el arte, en su búsqueda, va encontrando por mitad del bosque las prendas que dan pista de lo que hemos sido y lo que seremos. Así era el cine de Rohmer, obcecado en la búsqueda de la belleza y la magia oculta en lo cotidiano, obsesionado por escarbar en los intersticios, en esos lugares ambiguos, entre el corazón y el deseo, entre el cerebro y la conjetura, que no se sabe muy bien a dónde o a quién pertenecen. Rohmer es la magia de las variaciones infinitesimales, las combinaciones, el azar, la pureza.
Hace sólo unas horas que Eric Rohmer nos ha dejado, y lo que más siento es ver que ya no puede ampliarse esa personal biblioteca del refugio que supone su filmografía.
Hay algo asombroso en la obra de Eric Rohmer, y es su capacidad para jugar a diferentes niveles, es decir, se puede empatizar con sus películas desde ópticas muy diversas: ya sea mediante una mirada analítica, puramente intelectual; ya sea a través de una visión formalista y cartesiana, como él, atenta al tiempo y al espacio, a la manera de contar y de mostrar, a esa pureza de lo esencial alcanzada mediante un despojamiento que a veces parece extinguido de este mundo saturado de retórica; ya sea a través de su juego multicultural, consciente de las referencias pictóricas, históricas o literarias; ya sea a través de la idea del cine como refugio de la propia vida, como espejo y terapeuta; o ya sea a través de la conexión con sus personajes, a veces tímidos y a veces prepotentes, a veces lúgubres, tristes o vitalistas, habitualmente cultos e intelectuales, pero en el fondo siempre frágiles, inestables, débiles y con defectos, como todo ser humano, pendientes de un hilo que muchas veces intentan disimular. Rohmer llega a lo esencial del ser humano, y por eso es capaz de reflejarlo todo, de reflejarnos a todos, a través de unos personajes con un espectro muy limitado de características. No importa, nunca ha importado: es sabido que se puede llegar a lo más absoluto a partir de lo más local, lo más concreto. Pero volviendo a los niveles de comprensión rohmeriana, sus películas crean adictos, sobre todo, en aquellos que buscan constantemente la belleza a su alrededor, belleza de imágenes y sonidos, belleza de ideas y de emociones, belleza que finalmente surge de la abstracción, y serán fanáticos los vean en esa búsqueda epicúrea (más que en la propia materialización) un motivo de vitalidad y subsistencia.
Rohmer el matemático. Rohmer el perfecto geómetra. Rohmer poniendo en lucha la intimidad y la sensibilidad de las emociones sugeridas con la frialdad de una mente que a veces se empeña en aislar herméticamente el mundo de las ideas del mundo de la emoción.
La religiosidad, el catolicismo, ha marcado la obra rohmeriana desde los inicios, como se puede ver implícito en los matices dostoievskianos de El signo de Leo o ya como declaración de principios en su definitiva Mi noche con Maud. Pero mucho más que eso, y esto es lo que le humaniza y lo convierte en uno de los grandes, las películas de Rohmer están marcadas por la constante de la duda, esa duda que no sabe si acostarse o no con Maud, si merece la pena ampliar la colección de conquistas femeninas como se amplía un juego de mariposas, si perseguir a la mujer del aviador lleva a algún sitio o es justificable únicamente por el mero placer de observar y mirar, si el azar es una causa o una consecuencia, si la ilusión por ver el rayo verde puede cambiar la manera de ver la vida, si la sidra, los crepes y el verano pueden resumir una forma de sentir, si se puede hacer de celestina en mitad de una estación otoñal, o si las intrigas políticas merecen la pena en mitad de las relaciones humanas, ya sea en plena Revolución Francesa o en la Guerra Civil española.
Rohmer con sus largos planos y sus infinitos diálogos.
Una proeza: tratar a fondo la moralidad sin ser moralista, trazar una mirada equidistande entre la responsabilidad y el deseo, entre el deber y lo que hace que la vida merezca la pena ser vivida. La ambigüedad muchas veces está empapada de grandeza, y la ausencia de respuestas suele ser la mejor pregunta, incluso cuando la ironía se establece como la única salvación posible. Rohmer es ironía igual que es visión o belleza, y no se toma demasiado en serio a sí mismo ni a los demás, lo que despoja sus films de una carga de gravedad que los vuelven irresistibles a la par que perfectos.
Si Truffaut fue el amante del amor Rohmer ha sido el obervador, el estudioso del sentimiendo amoroso, erótico, lúdico y sentimental en todas sus variantes, combinaciones y posibilidades. Como un Perec al que no lo gustara andarse por las ramas.
Pero no hay que olvidar que no todo en Rohmer son los encuentros y desencuentros amorosos, ya sea en la ciudad o en la campiña, en la playa o en la montaña; una parte muy importante de sus logros están en la voluntad de experimentación y vanguardia, que recorre toda su obra (siempre arriesgada y por eso siempre excitante) pero se deja ver de la manera más evidente en sus películas históricas, especialmente Perceval le Gallois, pero también en La marquesa de O, La inglesa y el duque o El romance de Astrea y Celadón, última de sus obras, que se puede ver como testamento y compendio de todos los temas y voluntades de su filmografía, como ya comenté en el texto sobre la película que escribí para Shangri-La hace unos años.
Rohmer poeta de la juventud y los deseos.
Y podríamos seguir departiendo horas y horas sobre Rohmer, sobre sus referencias de todo tipo, sobre la pintura, la literatura, la música o el cine que tanto le influyó, sobre los clásicos estadounidenses, sobre Renoir o Rossellini, sobre el espacio y el tiempo, sobre cómo aprendió de Murnau a ser tan geométrico y tan implacablemente perfecto, sobre su forma sin concesiones de hacer películas, sobre su insobornabilidad, sobre esa minuciosidad que nos fascina, sobre sus mujeres, sobre ese gorjeo de pájaros que irrumpe en el momento preciso, sobre su uso de la palabra, quizás su rasgo más característico y en lo que es el auténtico maestro del cine junto a, probablemente, Manoel de Oliveira. Y podríamos hablar de sus logros, de su legado, de los cineastas que lo han admirado y lo han seguido, de los homenajes de Linklater antes del amanecer o del atardecer, de Hong Sang Soo, de lo lejos que llega el puntero de Rohmer, de Hollywood a China o a Corea, pasando por España, por Francia, evidentemente, y por cualquier punto del planeta. Podríamos hablar de belleza y libertad.
Rohmer se ha ido pero, como se dice siempre, nos queda volver a sus películas en cualquier momento, ya sea por deseo consciente o por pura necesidad (emocional o fisiológica), y nos queda soñar por las noches con una rodilla de Clara subida a una escalera o con una luz en el horizonte que capturamos obligatoriamente aunque no exista. Nos queda soñar con Amanda Langlet o con Marie Rivière, nos queda pensar que el azar puede devolvernos en un trayecto de autobús lo que un día nos quitó sin preguntar. Nos queda Pascal y nos quedan esas noches de la luna llena que inundan de calor esos momentos en que no necesitamos comprender una obra de arte, sino que ella nos comprenda a nosotros.
Dejo también una interesantísima entrevista a Eric Rohmer con motivo del estreno de La inglesa y el duque, publicada en el blog de Francisco Algarín, Mucho tiempo he estado acostándome temprano.
Porque si algo unía a los directores de la Nouvelle Vague es entender el cine como se entiende la vida, y vivir la vida como se vive el cine. Por eso, para Rohmer el cine era un arte de artes y, por lo tanto, el cine era la vida y su reflejo un camino de descubrimiento de lo que habitualmente la rutina nos esconde. Sí, la vida juega al escondite, y el arte, en su búsqueda, va encontrando por mitad del bosque las prendas que dan pista de lo que hemos sido y lo que seremos. Así era el cine de Rohmer, obcecado en la búsqueda de la belleza y la magia oculta en lo cotidiano, obsesionado por escarbar en los intersticios, en esos lugares ambiguos, entre el corazón y el deseo, entre el cerebro y la conjetura, que no se sabe muy bien a dónde o a quién pertenecen. Rohmer es la magia de las variaciones infinitesimales, las combinaciones, el azar, la pureza.
Hace sólo unas horas que Eric Rohmer nos ha dejado, y lo que más siento es ver que ya no puede ampliarse esa personal biblioteca del refugio que supone su filmografía.
Hay algo asombroso en la obra de Eric Rohmer, y es su capacidad para jugar a diferentes niveles, es decir, se puede empatizar con sus películas desde ópticas muy diversas: ya sea mediante una mirada analítica, puramente intelectual; ya sea a través de una visión formalista y cartesiana, como él, atenta al tiempo y al espacio, a la manera de contar y de mostrar, a esa pureza de lo esencial alcanzada mediante un despojamiento que a veces parece extinguido de este mundo saturado de retórica; ya sea a través de su juego multicultural, consciente de las referencias pictóricas, históricas o literarias; ya sea a través de la idea del cine como refugio de la propia vida, como espejo y terapeuta; o ya sea a través de la conexión con sus personajes, a veces tímidos y a veces prepotentes, a veces lúgubres, tristes o vitalistas, habitualmente cultos e intelectuales, pero en el fondo siempre frágiles, inestables, débiles y con defectos, como todo ser humano, pendientes de un hilo que muchas veces intentan disimular. Rohmer llega a lo esencial del ser humano, y por eso es capaz de reflejarlo todo, de reflejarnos a todos, a través de unos personajes con un espectro muy limitado de características. No importa, nunca ha importado: es sabido que se puede llegar a lo más absoluto a partir de lo más local, lo más concreto. Pero volviendo a los niveles de comprensión rohmeriana, sus películas crean adictos, sobre todo, en aquellos que buscan constantemente la belleza a su alrededor, belleza de imágenes y sonidos, belleza de ideas y de emociones, belleza que finalmente surge de la abstracción, y serán fanáticos los vean en esa búsqueda epicúrea (más que en la propia materialización) un motivo de vitalidad y subsistencia.
Rohmer el matemático. Rohmer el perfecto geómetra. Rohmer poniendo en lucha la intimidad y la sensibilidad de las emociones sugeridas con la frialdad de una mente que a veces se empeña en aislar herméticamente el mundo de las ideas del mundo de la emoción.
La religiosidad, el catolicismo, ha marcado la obra rohmeriana desde los inicios, como se puede ver implícito en los matices dostoievskianos de El signo de Leo o ya como declaración de principios en su definitiva Mi noche con Maud. Pero mucho más que eso, y esto es lo que le humaniza y lo convierte en uno de los grandes, las películas de Rohmer están marcadas por la constante de la duda, esa duda que no sabe si acostarse o no con Maud, si merece la pena ampliar la colección de conquistas femeninas como se amplía un juego de mariposas, si perseguir a la mujer del aviador lleva a algún sitio o es justificable únicamente por el mero placer de observar y mirar, si el azar es una causa o una consecuencia, si la ilusión por ver el rayo verde puede cambiar la manera de ver la vida, si la sidra, los crepes y el verano pueden resumir una forma de sentir, si se puede hacer de celestina en mitad de una estación otoñal, o si las intrigas políticas merecen la pena en mitad de las relaciones humanas, ya sea en plena Revolución Francesa o en la Guerra Civil española.
Rohmer con sus largos planos y sus infinitos diálogos.
Una proeza: tratar a fondo la moralidad sin ser moralista, trazar una mirada equidistande entre la responsabilidad y el deseo, entre el deber y lo que hace que la vida merezca la pena ser vivida. La ambigüedad muchas veces está empapada de grandeza, y la ausencia de respuestas suele ser la mejor pregunta, incluso cuando la ironía se establece como la única salvación posible. Rohmer es ironía igual que es visión o belleza, y no se toma demasiado en serio a sí mismo ni a los demás, lo que despoja sus films de una carga de gravedad que los vuelven irresistibles a la par que perfectos.
Si Truffaut fue el amante del amor Rohmer ha sido el obervador, el estudioso del sentimiendo amoroso, erótico, lúdico y sentimental en todas sus variantes, combinaciones y posibilidades. Como un Perec al que no lo gustara andarse por las ramas.
Pero no hay que olvidar que no todo en Rohmer son los encuentros y desencuentros amorosos, ya sea en la ciudad o en la campiña, en la playa o en la montaña; una parte muy importante de sus logros están en la voluntad de experimentación y vanguardia, que recorre toda su obra (siempre arriesgada y por eso siempre excitante) pero se deja ver de la manera más evidente en sus películas históricas, especialmente Perceval le Gallois, pero también en La marquesa de O, La inglesa y el duque o El romance de Astrea y Celadón, última de sus obras, que se puede ver como testamento y compendio de todos los temas y voluntades de su filmografía, como ya comenté en el texto sobre la película que escribí para Shangri-La hace unos años.
Rohmer poeta de la juventud y los deseos.
Y podríamos seguir departiendo horas y horas sobre Rohmer, sobre sus referencias de todo tipo, sobre la pintura, la literatura, la música o el cine que tanto le influyó, sobre los clásicos estadounidenses, sobre Renoir o Rossellini, sobre el espacio y el tiempo, sobre cómo aprendió de Murnau a ser tan geométrico y tan implacablemente perfecto, sobre su forma sin concesiones de hacer películas, sobre su insobornabilidad, sobre esa minuciosidad que nos fascina, sobre sus mujeres, sobre ese gorjeo de pájaros que irrumpe en el momento preciso, sobre su uso de la palabra, quizás su rasgo más característico y en lo que es el auténtico maestro del cine junto a, probablemente, Manoel de Oliveira. Y podríamos hablar de sus logros, de su legado, de los cineastas que lo han admirado y lo han seguido, de los homenajes de Linklater antes del amanecer o del atardecer, de Hong Sang Soo, de lo lejos que llega el puntero de Rohmer, de Hollywood a China o a Corea, pasando por España, por Francia, evidentemente, y por cualquier punto del planeta. Podríamos hablar de belleza y libertad.
Rohmer se ha ido pero, como se dice siempre, nos queda volver a sus películas en cualquier momento, ya sea por deseo consciente o por pura necesidad (emocional o fisiológica), y nos queda soñar por las noches con una rodilla de Clara subida a una escalera o con una luz en el horizonte que capturamos obligatoriamente aunque no exista. Nos queda soñar con Amanda Langlet o con Marie Rivière, nos queda pensar que el azar puede devolvernos en un trayecto de autobús lo que un día nos quitó sin preguntar. Nos queda Pascal y nos quedan esas noches de la luna llena que inundan de calor esos momentos en que no necesitamos comprender una obra de arte, sino que ella nos comprenda a nosotros.
Dejo también una interesantísima entrevista a Eric Rohmer con motivo del estreno de La inglesa y el duque, publicada en el blog de Francisco Algarín, Mucho tiempo he estado acostándome temprano.
4 comentarios:
Te acompaño en el sentimiento.
"Esa personal biblioteca del refugio". Has dado totalmente en el clavo. Sin Rohmer nunca será lo mismo.
Yo también me siento más sola. Coincido con todas tus palabras. Rohmer-caleidoscopio. Rohmer fue mi refugio personal en mis noches más oscuras y también mi bitácora, mi plan de vuelo. Seguiremos esperando el rayo verde. Espero tu permiso para enlazarte a mi casa virtual.
Un abrazo fuerte.
Muchas gracias a los tres por los comentarios y, pájaro de china, tienes todos los permisos, por supuesto :). Un placer veros por aquí.
Un abrazo.
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