Hace más de cuarenta años, Jean Rouch preguntaba en las calles de París si la gente era feliz por allí. Las repuestas eran de lo más diverso, y a partir de aquello Rouch y Edgar Morin desarrollaron una de las películas fundacionales del cinema-verité: Chronique d'un été, documento etnográfico que consigue convertir el descontento y la subjetividad en (anti)regla universal. No sé cómo andará hoy día el sentimiento colectivo de la ciudad, pero sólo han pasado dos años desde las revueltas estudiantiles que parecían emular el territorio mítico del mayo del 68. ¿París no se cambia nunca?
Las películas nos han forjado una peculiar visión de la capital francesa, y al pensar en París pensamos en Jean Seberg repartiendo periódicos en los Campos Elíseos, en tres aprendices de ladrones corriendo por los pasillos del Louvre, en un cuarto rojo donde se forjan las revoluciones, o en la versión popera de Chronique d'un éte: Masculin-Feminin. El Godard parisino es el Godard de los 60, pero el franco-suizo no olvidó nunca su ciudad natal y, sin ir más lejos, ofreció en Elogio del amor un precioso homenaje a las calles en que hizo bailar a la noche una coreografía de luces arrebatadoras. Sólo por determinadas escenas de esta película merece la pena soñar con el viaje a una ciudad que debe de oler a música, a los acordes de Mozart o de Arvo Part.
Pero no acaba París en Godard, y ni siquiera empieza en la Nouvelle Vague, pues ya se forjaba la imagen mítica en las secuencias silentes de René Clair, o en los "niños" que jugaban al teatro en el paraíso de Carné, o en el Pont des Arts en que Renoir salvó a Budú de las aguas, o en el escondrijo del carterista de Bresson, o en los bajos fondos y el Montparnasse de Jacques Becker... Aunque está claro que nada sería lo mismo sin la panadera de Monceau, sin los paseos de Cleo en las dos horas de la tarde, sin los correteos de Antoine Doinel cuando era un pequeño rebelde o cuando empezó a aprender a amar, sin la tertulia en el Deux Magots desde la que un joven nihilista cobijado tras gafas de sol tonteaba con una mamá y una puta.
También el París de hoy está más allá de Godard. Está más allá de los cafés de Sautet, de la angustiada nostalgia de Garrel, del desesperado romanticismo del puente de Carax, de los sensuales atascos de Denis, de la postmoderna visión de Assayas, o incluso del acaramelado pastiche de Jeunet. Porque París la han construido los franceses, pero si estos autores han conseguido trasladar una determinada imagen de la Ciudad de la Luz, para esto se han valido del arraigo que antes logró la literatura más exquisita o el cine más comercial de Hollywood.
París consiguió desde el principio ser más que una factoría, más que una ilusión. Se convirtió en legendario casi con el nacimiento del cine, y los europeos se llevaron su encanto y sus maneras al otro lado del charco. Lubitsch hizo pelearse a dos estrellas bohemias en Una mujer para dos antes de caer enamorado de Ninotchka, Minnelli recorrió Montparnasse en Un americano en París, Wilder mató en los muelles del Sena a la creación de una creación en Irma la dulce, de Palma ofreció su versión más brillante de manos de una Femme fatale, Jarmusch nos metió en un taxi en una Noche en la tierra cualquiera, Donen recluyó a Cary Grant y Audrey Hepburn en una encerrona sin salida en Charada, y Michael Curtiz forjó un mito quizás demasiado grande en la película que todos pensamos.
Y por fuera de la mirada autóctona y la mirada popular, tenemos la de aquellos extranjeros que nos hicieron asentar nuestra visión, que nos hicieron creer que algo había en esa ciudad. Un finlandés nos enseñó La vida de Bohemia, un austríaco el Caché de unas cintas de vídeo, un italiano el valor de El último tango en París, un polaco el doloroso sabor de un cristal Azul..., pero siempre podremos preguntarnos, con la respetuosa pasión de un malayo como Tsai Ming Liang, ¿Qué hora es allí?, en ese lugar en que los relojes acechan los sueños incompletos.
Las películas nos han forjado una peculiar visión de la capital francesa, y al pensar en París pensamos en Jean Seberg repartiendo periódicos en los Campos Elíseos, en tres aprendices de ladrones corriendo por los pasillos del Louvre, en un cuarto rojo donde se forjan las revoluciones, o en la versión popera de Chronique d'un éte: Masculin-Feminin. El Godard parisino es el Godard de los 60, pero el franco-suizo no olvidó nunca su ciudad natal y, sin ir más lejos, ofreció en Elogio del amor un precioso homenaje a las calles en que hizo bailar a la noche una coreografía de luces arrebatadoras. Sólo por determinadas escenas de esta película merece la pena soñar con el viaje a una ciudad que debe de oler a música, a los acordes de Mozart o de Arvo Part.
Pero no acaba París en Godard, y ni siquiera empieza en la Nouvelle Vague, pues ya se forjaba la imagen mítica en las secuencias silentes de René Clair, o en los "niños" que jugaban al teatro en el paraíso de Carné, o en el Pont des Arts en que Renoir salvó a Budú de las aguas, o en el escondrijo del carterista de Bresson, o en los bajos fondos y el Montparnasse de Jacques Becker... Aunque está claro que nada sería lo mismo sin la panadera de Monceau, sin los paseos de Cleo en las dos horas de la tarde, sin los correteos de Antoine Doinel cuando era un pequeño rebelde o cuando empezó a aprender a amar, sin la tertulia en el Deux Magots desde la que un joven nihilista cobijado tras gafas de sol tonteaba con una mamá y una puta.
También el París de hoy está más allá de Godard. Está más allá de los cafés de Sautet, de la angustiada nostalgia de Garrel, del desesperado romanticismo del puente de Carax, de los sensuales atascos de Denis, de la postmoderna visión de Assayas, o incluso del acaramelado pastiche de Jeunet. Porque París la han construido los franceses, pero si estos autores han conseguido trasladar una determinada imagen de la Ciudad de la Luz, para esto se han valido del arraigo que antes logró la literatura más exquisita o el cine más comercial de Hollywood.
París consiguió desde el principio ser más que una factoría, más que una ilusión. Se convirtió en legendario casi con el nacimiento del cine, y los europeos se llevaron su encanto y sus maneras al otro lado del charco. Lubitsch hizo pelearse a dos estrellas bohemias en Una mujer para dos antes de caer enamorado de Ninotchka, Minnelli recorrió Montparnasse en Un americano en París, Wilder mató en los muelles del Sena a la creación de una creación en Irma la dulce, de Palma ofreció su versión más brillante de manos de una Femme fatale, Jarmusch nos metió en un taxi en una Noche en la tierra cualquiera, Donen recluyó a Cary Grant y Audrey Hepburn en una encerrona sin salida en Charada, y Michael Curtiz forjó un mito quizás demasiado grande en la película que todos pensamos.
Y por fuera de la mirada autóctona y la mirada popular, tenemos la de aquellos extranjeros que nos hicieron asentar nuestra visión, que nos hicieron creer que algo había en esa ciudad. Un finlandés nos enseñó La vida de Bohemia, un austríaco el Caché de unas cintas de vídeo, un italiano el valor de El último tango en París, un polaco el doloroso sabor de un cristal Azul..., pero siempre podremos preguntarnos, con la respetuosa pasión de un malayo como Tsai Ming Liang, ¿Qué hora es allí?, en ese lugar en que los relojes acechan los sueños incompletos.
8 comentarios:
Genial...
Sencillamente...genial...
Después de esto, creo que no hay nadie más preparado, cinematográficamente hablando, para recorrer las mágicas calles de París.
Chapeau!
No tengo palabras... ¡Mierda!
todo esto te ha venido a la cabeza tras ver el bodrio ese llamado paris je'taime, ¿a que si?
Muy hermoso y sobre todo que bonita reflexión sobre esta ciudad que se deja retratar por muchos pero que muestra el alma a pocos. Saludos!
Hola holaaaaa.
Gracias a todos por los comentarios! Qué ciudad París! Estoy totalmente extasiado.
Siento tener esto un poco abandonado, pero estoy fuera y no tengo Internet. Intentaré actualizar algo la semana que viene, pero tengo que venir al pueblo de al lado y me viene un poco mal, así que no sé si podré.
Ah, no he visto París je t'aime, siempre me dio muy mala espina esa película, pero reconozco que me está entrando un poco el gusanillo, jeje...
Saludos a todos!
Paris Je t´aime no merece mucho la pena...algunos pasajes podrian estar rodados en Matalascañas y no pasaría nada...
A mi todavía no se me ha pasado la sensación de haber paseado por París, y eso que estuve hace ya 3 años...
Saludos!
bonito seguimiento se ha hecho. Bien por usted. Felicítolo, cinéfila y estilísticamente.
Saludos.
dul.
Muchas gracias, Dul. Y bienvenido :)
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