
1. MIRADA Y SUEÑO
BILLY WILDER: "Nos hemos quedado sin Lubitsch"
WILLIAM WYLER: "Peor aún, nos hemos quedado sin las películas de Lubitsch"
Esta vez la hora del lobo ha llegado.
Ya está todo hecho, ahí tenemos su lista de sesenta películas y, en vista de las últimas, la sensación de que el número podía haber seguido creciendo sin perder un ápice de calidad; todo lo contrario, alumbrando nuevos callejones de la condición humana socavados por sus años y su sabiduría. No tendremos nuevas películas de Bergman, debemos asumirlo, pero siempre podremos recuperar todas las joyas con que nos hizo revivir el cine como una emoción radicalmente nueva y eternamente vívida.

Muchas cosas se le pueden achacar a las películas del sueco. Se puede hablar de un exceso de retórica, de una mirada autocomplaciente en su oscuridad, de un gusto por el exceso, por desbordar las pasiones humanas de manera, en ocasiones, pornográfica, de un pesimismo sin dobleces, en la tradición del fatalismo de los filósofos más europeos, de una tendencia al ahogamiento, a la claustrofobia, o de una recurrencia incesante a un psicologismo que no puede explicar algunos de los conceptos más profundos. Todo ello es rebatible y, de todos modos, debemos tener presente que los grandes logros son aquellos que minimizan la importancia de las concesiones. Creo que es el caso.
En ocasiones se analizan las películas de Bergman en función de sus símbolos, pero ha llegado el momento de hablar desde la emoción.

Recuerdo pocas cosas más emocionantes, más vívidas, que un primer plano en una película de Bergman; la cámara se sostiene, aguanta los envites del momento haciéndonos convivir intensamente con el personaje, nos impide respirar, hace que nos asuste lanzar un hálito invisible que perturbe la magia como una mariposa inoportuna; la garganta se nos vuelve feldespato, nos agarra como si su vida dependiera de nosotros; y entonces llega el momento, puedes escuchar los latidos del propio corazón, la pasión te embarga, el silencio tararea, la vida te duele, te duele la vida, la luz se apaga, descansas. Recuerdo pocos momentos más mágicos que el descubrimiento de los resortes del propio cine en las películas de Bergman; la ilusión se mueve entre linternas mágicas, representaciones teatrales, sueños de final triste, pesadillas de final feliz, espectáculos ambulantes, farsa, ilusión, máscara, cine, amor, vida. Recuerdo las mujeres, las mujeres de Bergman; Liv Ullman convertida en actriz que pierde la voz, Harriet Andersson correteando por la playa, Liv Ullman soñando divorcios, Ingrid Thulin surcando carreteras con su suegro, Liv Ullman huyendo en barcaza de la guerra, Bibi Andersson leyendo traiciones epistolares, Liv Ullman calmando agonías familiares, Eva Dahlbeck soñando con sus modelos, Liv Ullman mirando atrás... Recuerdo los hombres, los hombres de Bergman; Max von Sydow dibujando fantasmas en su cabaña, Gunnar Björnstrand confesando feligreses, Erland Josephson correteando niños entre antigüedades, Birger Malmsten cerrando los ojos en ferrocarriles de pesadilla, Börje Ahlstedt inventando las películas habladas. Recuerdo, en el cine de Bergman, la intensidad de las relaciones que no están muertas; maridos y mujeres, hijos-padres-familiares, dioses y monstruos, demonios y saltimbanquis. Recuerdo con cariño incluso los deslices que alguna vez se han colado en contadas películas de Bergman; un final efectista o apresurado, un símbolo demasiado obvio, una acusación cruenta que se vuelve moralista...
Anoche soñé con Bergman. Me sentí vivo, podía palpar lo que no existe, sentir mis tripas gritar, imaginar que el vacío es sólo una duda y que las personas son la interrogación. Deleitarme con el misterio de lo que no podemos saber. Comprender un poco mejor lo absurdo de mi alrededor y ser consciente de mi culpa.
2. OBRA Y SUEÑO
Podemos decir que la obra de Bergman es casi inabarcable, inmensa y llena de significados, con una profundidad que aumenta y se complica con los años, dejando atrás, poco a poco, una cierta claridad en beneficio de la confusión, del desorden que nos conduce al arte. Del auténtico arte, ese que nos pone cara a cara con la duda, el misterio y la muerte. A lo largo de su carrera, el cine de Bergman se volvió más violento, iracundo, rabioso, como si quisiera rebelarse contra algo que no tiene solución, como si la única forma de llegar al final fuera la PASIÓN.
Podemos marcar como etapa previa a su consagración la comprendida entre Crisis (1946) y Un verano con Mónica (1952), película que lo lanza al estrellato crítico (por la turbiedad de su relato de despertar adolescente) y de público (ante el sugestivo erotismo de Harriet Andersson). Aquí comienzan a perfilarse todos los temas en los que irá profundizando Bergman a lo largo de su carrera. Cada film parece un boceto, un pequeño apunte a veces magnífico, en ocasiones algo fallido, pero siempre interesantísimo. Destacaría una película como Prisión (1949), muy representativa y, probablemente, la más ambiciosa de este período. El estilo de Bergman en estos años es bastante clásico, cercano en ocasiones al Hollywood de la época, con pequeños destellos de experimentación normalmente justificados por momentos de turbiedad o desequilibrio de los personajes. Los temas tratados suelen ser más terrenales que los que desarrollará después, y se centrará en los análisis de las relaciones marido-mujer, padres-hijos, novio-novia.
Aunque suele considerarse Un verano con Mónica (1952) punto de inflexión en la carrera de Bergman, en realidad creo que existe una continuidad temática y estilística en sus tres años siguientes, durante los que realizará la menor Una lección de amor (1954), la interesantísima Sueños (1955), o la que, para mí, es su primera obra maestra: Sonrisas de una noche de verano (1955). Esta comedia ligera está construida con una perfección pocas veces vista, con un encanto insuperable, presentando las relaciones y jugueteos amorosos entre una serie de invitados a una jornada campestre según el clásico de Shakespeare. Los personajes cobran gran relieve con sutilísimos apuntes, y se nos expone cada diálogo y situación de la mejor manera posible. Woody Allen filmó su particular versión con La comedia sexual de una noche de verano (1982).
1957 es un año fundamental en la carrera de Ingmar Bergman, pues realiza las dos películas que probablemente sean más recordadas de toda su filmografía, ofreciéndonos el díptico El séptimo sello-Fresas salvajes. Ambos films representan viajes iniciáticos de sus protagonistas, Max von Sydow y Victor Sjöstrom, a la espera de la muerte, desarrollando un aprendizaje que llega demasiado tarde. El estilo del sueco se vuelve más barroco, totalmente expresionista en algunos casos, y centra totalmente su atención en las grandes preguntas de la existencia. Siendo ambas películas magníficas, y a pesar de que la fama (debido seguramente a la llamativa iconografía devenida en mito) lleva el sentido contrario, siempre he pensado en Fresas salvajes como una versión pulida y mejorada de El séptimo sello, consiguiendo una de las más grandes películas de la historia del cine. Un año después realiza otra obra fascinante, la no demasiado conocida El rostro (1958), obra muy personal envuelta en un aura mágica en la que juega con muchos de sus conceptos favoritos, impregnando la atmósfera de una delicada trascendencia. Dos años después vuelve a la comedia con El ojo del Diablo (1960) y logra su primer Oscar con El manantial de la doncella (1960), retorno a la fábula medieval que tan buenos resultados le dio en El séptimo sello. Seguramente no esté entre sus mejores películas, pero aun así es mucho mejor que buena, y podría ser la obra maestra de muchos directores. Aunque eso no es posible, porque el sello de Bergman resulta inconfundible.
La década de los 60, seguramente la más brillante de la filmografía de Bergman, comienza con la trilogía sobre la existencia de Dios: Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1962) y El silencio (1963). Todas extraordinarias, la primera (segundo Oscar) nos presenta los delirios místicos de Harriet Andersson, creando momentos absorbentes y perturbadores; la segunda nos regala al Bergman más contenido (desbordado sólo en ocasiones puntuales), más ascético y cercano a Bresson, a través de la crisis de fe de un sacerdote que escucha a sus feligreses; por último, El silencio es el festín del director sueco. Creo que es una de las películas más libres y desatadas de su filmografía, bastante extraña, sórdida, poseedora de un atrayente ambiente enfermizo, con turbias relaciones lésbicas e incestuosas, llena de símbolos y de conceptos bergmanianos llevados al límite: amor, celos, desesperación, vacío. Obra clave donde lo onírico y lo real son una misma cosa, anticipando lo que será, tres años después, la obra cumbre de su director. Pero antes de llegar a ese punto culminante Bergman vuelve a tontear con la comedia, dirigiendo la simpática y estimable (también extraña) Esas mujeres (1964), nuevo pretexto para estudiar el proceso creativo y reventar los géneros narrativos.
En 1966 Ingmar Bergman filma en Persona la película que más lejos ha llevado los postulados del cinematógrafo como arte. No es sólo una reflexión sobre el propio medio de expresión y sus posibilidades, ni un estudio sobre la alienación social, ni una plasmación de la artificiosidad de los géneros o la ambivalencia de los sentidos, ni una profunda meditación sobre la naturaleza del ser humano, ni un análisis de las pasiones, los sueños, la doble naturaleza de lo real, la fragilidad de las emociones. Persona es muchas más cosas, muchas más de las que podamos comprender. Persona abrió caminos sin salida, caminos que deben construirse teniendo una fe absoluta en el poder de la imagen y de lo que hay detrás de ella. La esencia del cine y del arte.
Siguiendo a medio camino de lo onírico y lo real, Bergman siguió llevando convenciones genéricas a su terreno con dos obras no demasiado nombradas, pero impresionantes en su impacto e impecables en sus planteamientos: su película de terror, La hora del lobo (1967), y su película bélica (o más bien sobre las consecuencias de lo bélico) La vergüenza (1968). Para cerrar la década, Pasión (1969), una de sus mejores películas, donde sigue experimentando y juega con sus personajes en una relación a cuatro tan compleja como fascinante.
En los 70, la obra de Bergman da otro giro y se vuelve más psicologista, al tiempo que se apega más a la realidad y a unos personajes más claramente definidos. Del mismo modo, se revela como un amante de la palabra, en el sentido de Rohmer o Eustache, dándole una preponderancia de la que carecía hasta esos momentos. Bergman utiliza la palabra (en realidad, esto comienza con Persona) porque es la mejor manera de diseccionar el alma de quien la pronuncia y de quien la escucha. De estos años, destacaría ante todo la brutal, implacable y colorista Gritos y susurros (1972) (hito del cine de autor en aquella época) y la no menos impactante Secretos de un matrimonio (1973), con la que empezó a jugar más en serio con el mundo de la televisión (después de unos coqueteos anteriores), pues fue concebida como serie para la pequeña pantalla después reconvertida a los cines dada su excelsa calidad. Seguramente sea, esa película, la más desgarrada e impresionante crónica de la descomposición matrimonial que se haya podido ver. También en los 70, Bergman fue realizando otras películas interesantes (como su experimeto musical La flauta mágica (1975)), con vueltas a los temas de siempre, pero sin la brillantez de otras veces, como Cara a cara (1976) o Sonata de otoño (1978). Las ansias de seguir investigando y surcando nuevos terrenos le llevó a realizar su particular mezcla de documental, ficción y onirismo atravesando una crónica criminal, De la vida de las marionetas (1980), con la que abrió la década de los 80.
Dos años después, en 1982, Bergman triunfó en todo el mundo, Oscars incluidos, con su fresco generacional Fanny y Alexander, que él mismo consideró su testamento vital y que, por méritos propios, se levanta entre lo mejor de su filmografía, configurando un resumen de su obsesiones y temas favoritos, que supone una mezcla de los diferentes tonos empleados a lo largo de su carrera: comedia, drama, realismo, fantasía... A partir de aquí fue forjando una carrera televisiva que no puede ser ignorada, pues nos ofrece obras tan sobresalientes como su emocionante, compleja y rica en detalles En presencia de un clown (1997), en la que parece ser consciente de la inminencia de su propia muerte, o su última creación, su último regalo, la precisa, maravillosa y perfecta continuación de Secretos de un matrimonio (1973), Saraband (2003), más cercana en espíritu, sin embargo, a cintas como Pasión (1969) o Sonata de otoño (1978). Eso sí, en Saraband encontramos un tono distinto, más sosegado, más en comunión con el mundo que siempre pareció darle la espalda al director de Uppsala. Parecía una señal de brío, de que podía seguir haciendo películas jóvenes, vivas y mucho más ricas y sabias que las de ningún otro director que hayamos conocido o vayamos a conocer.
Descanse en paz.

Muere Ingmar Bergman
Apuntes sobre el cine de Bergman