
Hemos llegado al punto final del trayecto, y ahora me asalta una sonrisa al recordar los comienzos. El primero fue la reunión inicial con Aarón, el kick-off, como se dice de forma tan pedante cuando arranca uno de esos proyectos de investigación a los que me dedico en mi vida profesional y en los que te encuentras con los socios, los conoces, y te causan una impresión que te suele acompañar durante el resto del tiempo de vida del proyecto. Recuerdo que quedamos en Plaza de España, muy cerca de la librería 8 y medio en la que, ahora, también podemos encontrar el libro. Y recuerdo que yo iba un poco intimidado, porque me iba a embarcar en una ambiciosa empresa acompañando a alguien que es un profesional del tema, que se dedica de verdad a esto de la crítica y análisis cinematográfico. Me iba a encontrar con un Doctor que desarrolló su tesis sobre el cine de Ingmar Bergman, quien iba a estar muy presente en el libro a través de Liv Ullman e Infiel, mientras yo me dedico a intentar obtener algoritmos matemáticos que en principio poco tienen que ver con el mundo del cine o de la escritura. Así que llegué un poco nervioso, pero cuando conocí a Aarón me sentí relajado de inmediato, tranquilo porque desde ese momento ya vi que íbamos a poder trabajar en armonía, de forma colaborativa, sumando el uno al otro y nunca anulándonos. Y supe que me iba a venir muy bien contar con alguien con una formación académica en el tema, que pusiera la nota de rigor y me advirtiera de mis descuidos o mis deslices. Esa reunión fue la semilla, las primeras ideas, las primeras notas, y nos volvimos a citar para cuando hubiéramos refrescado las películas y hubiéramos desarrollado nuestras primeras inquietudes. La rueda echó a andar y ya no paró hasta el final.
Recuerdo también cuándo empecé yo a trabajar por mi lado, cuándo revisé las películas y fui anotando los primeros temas que me parecían interesantes y sobre los que podía desarrollar contenidos que intentaran abrir dudas o resquicios, o hacer que alguien que lo leyera se planteara alguna nueva inquietud. Recuerdo el día exacto en que volví a ver Yi Yi, años después de que me hubiera impresionado cuando la vi por primera vez en una sala de cine. Recuerdo ese día porque fue el día en que España ganó el Mundial. Busco en Google y veo que fue el 11 de julio de 2010. Una amiga me acompañó a ver la película después de comer en mi pequeño estudio de Lavapiés; ella no la había visto y el hecho de que le gustara mucho (y eso que no es ella muy expresiva, pero se podía saber descodificando sus palabras y sus gestos) fue un nuevo acicate que me motivó para intentar desentrañar algunos de sus misterios y abrirle nuevas puertas de significación. Terminó la película y yo quedé tan afectado como la primera vez que la había visto. Lo último que me apetecía era ver ese partido de fútbol que iba a paralizar el país. Estaba dispuesto a perderme ese momento histórico porque, en el fondo, me daba un poco igual, y prefería quedarme en casa asentando las imágenes de Edward Yang, recreándome en las vidas de sus personajes o en la potencia de sus imágenes. Sin embargo, afortunadamente, al final me dejé convencer, fuimos a un bar de Huertas con unos amigos y pudimos ver cómo la gente desorbitaba su alegría y se lanzaba a las calles de Madrid. El contraste después de ver la película hizo intensificar las emociones, y la pasión que la gente mostraba invadiendo la Gran Vía empezaba a resonar en mi cabeza con las imágenes de esas vidas que Edward Yang plantea en ese permanente intersticio entre la risa y el llanto, entre la ilusión por lo que está por venir, la alegría de lo que ya hemos vivido, y la música de fondo impregnada de tristeza que intenta atar nuestros pies al suelo, hacernos ver las cosas que han sido y las que hubieran podido ser de otra manera, lo que hemos hecho bien y lo que hemos errado para que así, pensando en lo que podíamos haber cambiado, sigamos avanzado y creciendo en todo aquello en lo que siempre hemos creído. Quizás las ilusiones se frustran, pero las ideas se van refinando, moldeando como las olas que moldean, poco a poco, la costa de una playa que ve atardecer todos los días.
Ese fue el principio y este es el final. Se lo debemos a Shangrila y solo podemos descubrirnos. Se lo debemos no solo a su confianza, sino también a su gran trabajo, al magnífico trato y al apoyo que hemos tenido en todo momento. Lo debemos a demasiadas cosas y a demasiada gente, ya sea de forma directa o indirecta y, como dijo el poeta, quien lo probó, lo supo.
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Crónica de un libro