Dos experimentos radicales (1987-1988)
Tras el tour de force que supuso la realización de El zapato de raso, Manoel de Oliveira se embarcó en dos proyectos aparentemente menores pero que, al fin y al cabo, resultan dos de sus películas más arriesgadas y extrañas.
Mi caso (Mon case, 1987) rompe con el estilo que el director ya había llevado al límite durante la década anterior, multiplicando la densidad de temas tratados al abordar, en apenas noventa minutos de duración, una misma historia (aparentemente muy sencilla, basada en una obra teatral de José Regio) de cuatro maneras distintas. Tres de éstas se producen de manera explícita, repitiendo la historia original con variaciones de imagen y sonido: blanco y negro o color, aceleración de la imagen, inversión de la banda de sonido o sustitución de esta última por un pomposo monólogo de Samuel Beckett, a vueltas con los temas sugeridos en el fragmento inicial de la preponderancia del "yo", la necesidad de los demás, y la angustia existencial de estar inevitablemente en soledad. La cuarta versión es distinta en apariencia (cambia el escenario, los personajes, el guión..., todo), pero en definitiva aborda los mismos temas a través de la interpretación bíblica de la historia de Job, y su duelo/diálogo con Dios. El resultado final es digno de analizarse en detalle pero, a grandes rasgos, se puede afirmar que estamos ante una obra tremendamente ambiciosa y que no oculta sus pretensiones; si alguna pega se puede poner sería la forma excesivamente explícita de presentar las ideas, pero el resultado, una especie de ensayo narrado con vocación experimental, se percibe tan sugestivo que puede hacer cambiar ciertas percepciones del cine, y se puede ver como el reconocimiento, por parte del director, de que se abre una nueva etapa en su obra, sin abandonar ninguna de sus obsesiones, del teatro a la representación, de la necesidad de Dios a la angustia intrínseca de la propia condición humana. ¿Es Mi caso una autopelícula oliveriana en la que el director se explica a sí mismo? En esa coyuntura, ¿era necesario? Nos quedamos con la fascinación de la propuesta.
El siguiente experimento de Oliveira residió en la naturaleza operística de su obra Los caníbales (Os canibais, 1988). A través de una historia trágica y divertida, de rivetes surrealistas, deudora de Buñuel y con una parte final delirante, el director portugués compone una película íntegramente cantada que se ríe de las convenciones genéricas y desmonta el mito del "argumento" convirtiendo la tragedia en comedia a través de un esperpéntico humor negro. Dijo Serge Daney en su crítica de Libération: "Pensamos en muchas películas queridas cuando vemos Os Canibais, que no es la película de un pequeño cinéfilo irreverente, sino de un artista lo suficientemente libre en sus movimientos como para cruzarse con Renoir y Dreyer, Lubitsch y Visconti. No los cita, se encuentra con ellos y los saluda. Se los encuentra porque nunca se le pasó por la cabeza que el cine no debiera atacar las cosas más terribles. Ni que tuviera que mantener no se sabe qué pureza frente a las otras artes. Todo eso, porque no sólo los sentimientos ya no viajan a menudo en pareja. Las artes tampoco". Porque Oliveira sabe, igual que saben sus colegas franceses de la Nouvelle Vague, que el cine es un arte de artes, y el portugués, que siempre ha jugado con cine, teatro, literatura, música, pintura e incluso escultura (para ningún director es tan importante el encuadre de una escultura como para Oliveira, quien lo suele utilizar como metonimia de algo más grande), piensa que ¿por qué no también la ópera? ¿Por qué no utilizar el género que más estiliza la realidad, que más busca la belleza libre de prejuicios realistas? Además, Oliveira subvierte aún más los cánones al jugar con multitud de elementos grotescos, mucho más de lo habitual en él, y multiplica la impostura al doblar la voz de los actores con la de cantantes de ópera. El resultado puede descolocar, pero es toda una experiencia que invita a la reflexión. Por último, hay que señalar otro hito importante que nace en Los caníbales: el debut de la excelsa y, desde aquí omnipresente, Leonor Silveira, que se iba a convertir en la actriz fetiche del director.
Comienzan los 90: en busca de la responsabilidad (1990-1992)
La década de los noventa comenzó con No, o la vanagloria de mandar ('Non', ou A Vã Glória de Mandar, 1990), película en que Oliveira parece mostrar una gran preocupación por el futuro y el presente de la humanidad a través de una reflexión historicista en la que, mediante sucesivos flashback que presentan momentos clave de la historia de Portugal, se intentan desgranar las razones de los continuos fracasos y catástrofes que la humanidad ha visto suceder un siglo tras otro. ¿Y dónde están esas causas? Como casi siempre en Oliveira, no existe respuesta, o ésta pertenece a un terreno místico demasiado elevado para ser comprendido. El desencanto de la película es enorme, ya desde la actitud del soldado-historiador que lleva la manija de la historia, un Luis Miguel Cintra que hace de narrador insertado en la propia trama, a diferencia de los narradores extradiegéticos que aparecían en Os canibais, hasta la desazón ante conceptos tan absurdos como el patriotismo o el orgullo individual extrapolado al colectivo.
A la reflexión historicista siguió la reflexión literario filosófica de La divina comedia (A Divina Comédia, 1991), que no tiene nada que ver con la obra de Dante, aparte del juego intertextual y las resonancias impuestas por los propios personajes. Oliveira utiliza un manicomio como pretexto para juntar (una vez más es fundamental el carácter de representación, el manicomio es como un gran teatro) personajes de la Biblia como Jesús, Lázaro, o Adán y Eva, personajes de Dostoievsky, como Raskolnikov y Sonia de Crimen y castigo o Iván y Aliosha de Los hermanos Karamazov, y algunos otros personajes que actúan como bisagra y dan el contrapunto necesario al mosaico de escenas enfrentadas. Las fuerzas motrices de la película son Dostoievsky, Nietzsche y José Regio, con el trasfondo bíblico que ya pertenece a todos ellos, y así Oliveira da lugar a una obra compleja, cargada de símbolos, y que prosigue de algún modo la reflexión de Non, en este caso buscando la responsabilidad individual como espejo de la responsabilidad colectiva encarnada por ejércitos y mandatarios de su anterior película. Por ello no puede ser más acertada la elección de Crimen y castigo como fundamento teórico y la composición múltiple de escenas como armazón estructural. Si en Non los males globales empezaban en los romanos (cuando ya había una organización, una estructura social), aquí la responsabilidad individual se lleva hasta el principio de los tiempos, hasta Adán y Eva, y el humanismo de Oliveira parece más oscuro que nunca.
Tras este díptico siguió otra película mayor, la vuelta a Camilo Castelo Branco en Un día de desespero (O Dia do Desespero, 1992), sobre la que no me extenderé porque ya la comenté hace un tiempo más detenidamente, en la que sigue aumentando la oscuridad y la desazón, y da la impresión de que el director no vea ninguna salida posible a la tortura de vivir. O quizás sí, la que llevó al escritor Castelo Branco a la tumba, el disparo en la cabeza, única forma de acabar con el mundo eclipsado en que debía vivir tras el diagnóstico de una ceguera irreversible.
El valle de Abraham (1993)
Pero algo debió ocurrir entonces, cuando en 1993 Manoel de Oliveira dio a luz la brillantísima El valle de Abraham (Vale Abraão, 1993), uno de los más importantes logros no sólo de su inabarcable filmografía, sino también de la historia del cine. La película nace de un encargo que hizo Oliveira a Agustina Bessa Luis de adaptar la mítica novela de Flaubert Madame Bovary: "Yo primero le pedí un guión, pero no me satisfizo, así que le encargué una novela y la adapté personalmente. Se trata pues, de una reflexión hecha a partir de Madame Bovary". También comenta Oliveira, en una entrevista a raíz del estreno de El valle de Abraham en el diario El mundo, que se trata de una película feminista, "es la historia de la resistencia de una mujer frente al poder de los hombres. Y esa resistencia se produce a través de una lucha en la que el arma es una visión poética del mundo, la ilusión del lirismo y la epopeya", aunque luego puntualiza que está dirigida por un hombre a partir de la novela de una mujer basada en la novela de un hombre, con lo que la película "no comprende la mentalidad femenina, pero lo intenta". Admirable.
Oliveira mantiene sus ideas straubianas sobre la literalidad de la adaptación (las que incorporó desde que la visión de Crónica de Anna Magdalena Bach cambió su manera de hacer cine), pero consigue un efecto tan subyugante en su rima con las imágenes y los sonidos que parece que toda la belleza que rezuma la película sea absolutamente natural. Ya no es necesario encadenarse a un plano fijo ni realizar movimientos innecesarios, pueden convivir un plano general inmóvil, un travelling espectacular entre el valle y el río o un bressoniano inserto de un cruce de manos; ya no hay reglas, y el absoluto rigor no corresponde a desafíos oulipianos, sino a buscar el plano necesario, el plano justo, y en esa justicia estará su belleza, su capacidad de asombro y abstracción. Con un texto declamado por los personajes y por una poderosa y demiúrgica voz en off, el tono se mueve con una facilidad asombrosa entre lo ligero y lo grave, imprimiendo un tono irónico que afianza la seriedad e importancia de la propuesta, de acuerdo con la obra total que es. Para ello también se rodea de buena parte de su tropa habitual de actores, Leonor Silveira (asombrosa e inmejorable, radicalmente erótica e inmensamente compleja y profunda) y Luis Miguel Cintra a la cabeza.
En sus tres horas de duración, El valle de Abraham se mueve entre los paisajes exteriores más sugerentes, con resonancias bíblicas y simbologías ya desde el propio título, y las escenas interiores, íntimas pero abigarradas, en las que se reconcentra todo el poso elegíaco, oscuro y absorbente de la película. Poco a poco, los lugares mostrados van creando una especie de territorio mítico, con la mansión, el pozo, los naranjos, y formando una atmósfera luminosa hasta deslumbrar, en la que cada personaje es una aventura, y en la que el peso principal recae sobre Ema (Leonor Silveira), para quien la cárcel no tiene por qué tener barrotes ni las jaulas pájaros que secuestrar.
Transición y matrimonios (1994-1996)
Después de esa obra total, Oliveira pareció relajarse y dio a luz una película menor, La caja (A caixa, 1994), una especie de fábula de transición que no parece a la altura del resto de su filmografía, pero que presenta elementos interesantes. El portugués aborda el mundo de las clases sociales bajas por primera vez desde su nada oliveriana Aniki Bóbó para abordar una historia coral de picaresca y dibujar un retablo de vidas de personajes que se las ingenian para salir adelante, tomando como eje central a un mendigo interpretado por Luis Miguel Cintra. Muy poco sutil para ser de Oliveira, la película tiene intenciones demasiado realistas y acaba siendo algo moralizante, aunque podemos quedarnos con sus destellos de ingenio narrativo y con la capacidad de haber creado muy satisfactoriamente la atmósfera perseguida en la historia.
Pero la siguiente creación de Manuel de Oliveira, sin embargo, supuso un auténtico festín para sus seguidores y otro de sus grandes logros. El convento (O convento, 1995) minimiza el número de elementos, después de una obra inabarcable como El valle de Abraham y una peliculilla coral como La caja, y sitúa en un escenario concreto, el monasterio de la Rábida, a cuatro personajes protagonistas y otros dos comparsas mucho más importantes de lo que parece. Oliveira cuenta aquí con estrellas internacionales: el matrimonio Malkovich-Deneuve (formado por un investigador que llega al convento a investigar sobre Shakespeare, y su esposa) encarna a los Adán y Eva bíblicos, y los familiares Luis Miguel Cintra y Leonor Silveira al demonio y la manzana respectivamente. El convento juega con los conceptos del bien y el mal, y la tentación como elemento desestabilizador, pero esto no significa que Oliveira imponga una visión dual del mundo; por el contrario, utiliza esa dualidad como fuerzas contrapuestas que pueden dar lugar a resultados infinitos, como una teoría del caos que parte de una balanza con dos platillos en la que la diferencia de fuerzas define un abanico incuantificable de consecuencias.
Pero no sólo de la simbología, de la creación de una impresionante atmósfera (opresiva y evocadora), ni de la riqueza de los diálogos vive esta obra maestra; son fundamentales la ironía, la reflexión acerca del punto de vista y la representación encarnada por los dos personajes secundarios de los criados/observadores, y el ensayo sobre el complejo tejido matrimonial que en ocasiones parece evocar a Lubitsch y Ophüls en sus brillantes juegos de luces y puertas. Infinidad de detalles en una obra de apenas 90 minutos de duración y una posible conclusión: ¿será engañar al diablo la única forma de librarse de su tentación?.
Y siguiendo la disección de la institución matrimonial y sus peligros por medio del aburrimiento, la tentación y la suspicacia, y formando una especie de tríptico en este sentido con El valle de Abraham y El convento, Oliveira vuelve a colaborar con Agustina Bessa Luis para la realización de Party (1996). Una vez más, mantiene un número reducido de personajes y, al igual que El valle de Abraham y El convento, sigue su reflexión sobre los interiores y exteriores, abordando ahora este tema de forma mucho más explícita, al partir su película en dos. La primera parte transcurre en el jardín de una gran casa de campo, en el que el matrimonio Rogerio Samora y Leonor Silveira organiza una "garden-party" a la que acude la pareja Irene Papas y Michel Piccoli para desestabilizar su mundo burgués de orden y concierto. La segunda parte, cinco años después, coincide con otra visita del matrimonio tentador, en este caso para comprobar los efectos de lo que ocurrió en la primera visita, y transcurre íntegramente en el interior de la casa. La densidad del texto, la ironía que crece durante todo el film (que Oliveira se atreve a culminar con un desconcertante slapstick a modo de simbología de la desgracia), y la brillantez y exquisitez de la puesta en escena ya son marca de la casa, pero lo más importante de la película, igual que en sus otras dos piezas del tríptico, está en la capacidad del director para hacer patente lo invisible. De este modo, esta "fiesta" aparentemente menor se convierte en una joya que se degusta con satisfacción y que gana terreno con cada reflexión que se le dedica.
Tras el tour de force que supuso la realización de El zapato de raso, Manoel de Oliveira se embarcó en dos proyectos aparentemente menores pero que, al fin y al cabo, resultan dos de sus películas más arriesgadas y extrañas.
Mi caso (Mon case, 1987) rompe con el estilo que el director ya había llevado al límite durante la década anterior, multiplicando la densidad de temas tratados al abordar, en apenas noventa minutos de duración, una misma historia (aparentemente muy sencilla, basada en una obra teatral de José Regio) de cuatro maneras distintas. Tres de éstas se producen de manera explícita, repitiendo la historia original con variaciones de imagen y sonido: blanco y negro o color, aceleración de la imagen, inversión de la banda de sonido o sustitución de esta última por un pomposo monólogo de Samuel Beckett, a vueltas con los temas sugeridos en el fragmento inicial de la preponderancia del "yo", la necesidad de los demás, y la angustia existencial de estar inevitablemente en soledad. La cuarta versión es distinta en apariencia (cambia el escenario, los personajes, el guión..., todo), pero en definitiva aborda los mismos temas a través de la interpretación bíblica de la historia de Job, y su duelo/diálogo con Dios. El resultado final es digno de analizarse en detalle pero, a grandes rasgos, se puede afirmar que estamos ante una obra tremendamente ambiciosa y que no oculta sus pretensiones; si alguna pega se puede poner sería la forma excesivamente explícita de presentar las ideas, pero el resultado, una especie de ensayo narrado con vocación experimental, se percibe tan sugestivo que puede hacer cambiar ciertas percepciones del cine, y se puede ver como el reconocimiento, por parte del director, de que se abre una nueva etapa en su obra, sin abandonar ninguna de sus obsesiones, del teatro a la representación, de la necesidad de Dios a la angustia intrínseca de la propia condición humana. ¿Es Mi caso una autopelícula oliveriana en la que el director se explica a sí mismo? En esa coyuntura, ¿era necesario? Nos quedamos con la fascinación de la propuesta.
El siguiente experimento de Oliveira residió en la naturaleza operística de su obra Los caníbales (Os canibais, 1988). A través de una historia trágica y divertida, de rivetes surrealistas, deudora de Buñuel y con una parte final delirante, el director portugués compone una película íntegramente cantada que se ríe de las convenciones genéricas y desmonta el mito del "argumento" convirtiendo la tragedia en comedia a través de un esperpéntico humor negro. Dijo Serge Daney en su crítica de Libération: "Pensamos en muchas películas queridas cuando vemos Os Canibais, que no es la película de un pequeño cinéfilo irreverente, sino de un artista lo suficientemente libre en sus movimientos como para cruzarse con Renoir y Dreyer, Lubitsch y Visconti. No los cita, se encuentra con ellos y los saluda. Se los encuentra porque nunca se le pasó por la cabeza que el cine no debiera atacar las cosas más terribles. Ni que tuviera que mantener no se sabe qué pureza frente a las otras artes. Todo eso, porque no sólo los sentimientos ya no viajan a menudo en pareja. Las artes tampoco". Porque Oliveira sabe, igual que saben sus colegas franceses de la Nouvelle Vague, que el cine es un arte de artes, y el portugués, que siempre ha jugado con cine, teatro, literatura, música, pintura e incluso escultura (para ningún director es tan importante el encuadre de una escultura como para Oliveira, quien lo suele utilizar como metonimia de algo más grande), piensa que ¿por qué no también la ópera? ¿Por qué no utilizar el género que más estiliza la realidad, que más busca la belleza libre de prejuicios realistas? Además, Oliveira subvierte aún más los cánones al jugar con multitud de elementos grotescos, mucho más de lo habitual en él, y multiplica la impostura al doblar la voz de los actores con la de cantantes de ópera. El resultado puede descolocar, pero es toda una experiencia que invita a la reflexión. Por último, hay que señalar otro hito importante que nace en Los caníbales: el debut de la excelsa y, desde aquí omnipresente, Leonor Silveira, que se iba a convertir en la actriz fetiche del director.
Comienzan los 90: en busca de la responsabilidad (1990-1992)
La década de los noventa comenzó con No, o la vanagloria de mandar ('Non', ou A Vã Glória de Mandar, 1990), película en que Oliveira parece mostrar una gran preocupación por el futuro y el presente de la humanidad a través de una reflexión historicista en la que, mediante sucesivos flashback que presentan momentos clave de la historia de Portugal, se intentan desgranar las razones de los continuos fracasos y catástrofes que la humanidad ha visto suceder un siglo tras otro. ¿Y dónde están esas causas? Como casi siempre en Oliveira, no existe respuesta, o ésta pertenece a un terreno místico demasiado elevado para ser comprendido. El desencanto de la película es enorme, ya desde la actitud del soldado-historiador que lleva la manija de la historia, un Luis Miguel Cintra que hace de narrador insertado en la propia trama, a diferencia de los narradores extradiegéticos que aparecían en Os canibais, hasta la desazón ante conceptos tan absurdos como el patriotismo o el orgullo individual extrapolado al colectivo.
A la reflexión historicista siguió la reflexión literario filosófica de La divina comedia (A Divina Comédia, 1991), que no tiene nada que ver con la obra de Dante, aparte del juego intertextual y las resonancias impuestas por los propios personajes. Oliveira utiliza un manicomio como pretexto para juntar (una vez más es fundamental el carácter de representación, el manicomio es como un gran teatro) personajes de la Biblia como Jesús, Lázaro, o Adán y Eva, personajes de Dostoievsky, como Raskolnikov y Sonia de Crimen y castigo o Iván y Aliosha de Los hermanos Karamazov, y algunos otros personajes que actúan como bisagra y dan el contrapunto necesario al mosaico de escenas enfrentadas. Las fuerzas motrices de la película son Dostoievsky, Nietzsche y José Regio, con el trasfondo bíblico que ya pertenece a todos ellos, y así Oliveira da lugar a una obra compleja, cargada de símbolos, y que prosigue de algún modo la reflexión de Non, en este caso buscando la responsabilidad individual como espejo de la responsabilidad colectiva encarnada por ejércitos y mandatarios de su anterior película. Por ello no puede ser más acertada la elección de Crimen y castigo como fundamento teórico y la composición múltiple de escenas como armazón estructural. Si en Non los males globales empezaban en los romanos (cuando ya había una organización, una estructura social), aquí la responsabilidad individual se lleva hasta el principio de los tiempos, hasta Adán y Eva, y el humanismo de Oliveira parece más oscuro que nunca.
Tras este díptico siguió otra película mayor, la vuelta a Camilo Castelo Branco en Un día de desespero (O Dia do Desespero, 1992), sobre la que no me extenderé porque ya la comenté hace un tiempo más detenidamente, en la que sigue aumentando la oscuridad y la desazón, y da la impresión de que el director no vea ninguna salida posible a la tortura de vivir. O quizás sí, la que llevó al escritor Castelo Branco a la tumba, el disparo en la cabeza, única forma de acabar con el mundo eclipsado en que debía vivir tras el diagnóstico de una ceguera irreversible.
El valle de Abraham (1993)
Pero algo debió ocurrir entonces, cuando en 1993 Manoel de Oliveira dio a luz la brillantísima El valle de Abraham (Vale Abraão, 1993), uno de los más importantes logros no sólo de su inabarcable filmografía, sino también de la historia del cine. La película nace de un encargo que hizo Oliveira a Agustina Bessa Luis de adaptar la mítica novela de Flaubert Madame Bovary: "Yo primero le pedí un guión, pero no me satisfizo, así que le encargué una novela y la adapté personalmente. Se trata pues, de una reflexión hecha a partir de Madame Bovary". También comenta Oliveira, en una entrevista a raíz del estreno de El valle de Abraham en el diario El mundo, que se trata de una película feminista, "es la historia de la resistencia de una mujer frente al poder de los hombres. Y esa resistencia se produce a través de una lucha en la que el arma es una visión poética del mundo, la ilusión del lirismo y la epopeya", aunque luego puntualiza que está dirigida por un hombre a partir de la novela de una mujer basada en la novela de un hombre, con lo que la película "no comprende la mentalidad femenina, pero lo intenta". Admirable.
Oliveira mantiene sus ideas straubianas sobre la literalidad de la adaptación (las que incorporó desde que la visión de Crónica de Anna Magdalena Bach cambió su manera de hacer cine), pero consigue un efecto tan subyugante en su rima con las imágenes y los sonidos que parece que toda la belleza que rezuma la película sea absolutamente natural. Ya no es necesario encadenarse a un plano fijo ni realizar movimientos innecesarios, pueden convivir un plano general inmóvil, un travelling espectacular entre el valle y el río o un bressoniano inserto de un cruce de manos; ya no hay reglas, y el absoluto rigor no corresponde a desafíos oulipianos, sino a buscar el plano necesario, el plano justo, y en esa justicia estará su belleza, su capacidad de asombro y abstracción. Con un texto declamado por los personajes y por una poderosa y demiúrgica voz en off, el tono se mueve con una facilidad asombrosa entre lo ligero y lo grave, imprimiendo un tono irónico que afianza la seriedad e importancia de la propuesta, de acuerdo con la obra total que es. Para ello también se rodea de buena parte de su tropa habitual de actores, Leonor Silveira (asombrosa e inmejorable, radicalmente erótica e inmensamente compleja y profunda) y Luis Miguel Cintra a la cabeza.
En sus tres horas de duración, El valle de Abraham se mueve entre los paisajes exteriores más sugerentes, con resonancias bíblicas y simbologías ya desde el propio título, y las escenas interiores, íntimas pero abigarradas, en las que se reconcentra todo el poso elegíaco, oscuro y absorbente de la película. Poco a poco, los lugares mostrados van creando una especie de territorio mítico, con la mansión, el pozo, los naranjos, y formando una atmósfera luminosa hasta deslumbrar, en la que cada personaje es una aventura, y en la que el peso principal recae sobre Ema (Leonor Silveira), para quien la cárcel no tiene por qué tener barrotes ni las jaulas pájaros que secuestrar.
Transición y matrimonios (1994-1996)
Después de esa obra total, Oliveira pareció relajarse y dio a luz una película menor, La caja (A caixa, 1994), una especie de fábula de transición que no parece a la altura del resto de su filmografía, pero que presenta elementos interesantes. El portugués aborda el mundo de las clases sociales bajas por primera vez desde su nada oliveriana Aniki Bóbó para abordar una historia coral de picaresca y dibujar un retablo de vidas de personajes que se las ingenian para salir adelante, tomando como eje central a un mendigo interpretado por Luis Miguel Cintra. Muy poco sutil para ser de Oliveira, la película tiene intenciones demasiado realistas y acaba siendo algo moralizante, aunque podemos quedarnos con sus destellos de ingenio narrativo y con la capacidad de haber creado muy satisfactoriamente la atmósfera perseguida en la historia.
Pero la siguiente creación de Manuel de Oliveira, sin embargo, supuso un auténtico festín para sus seguidores y otro de sus grandes logros. El convento (O convento, 1995) minimiza el número de elementos, después de una obra inabarcable como El valle de Abraham y una peliculilla coral como La caja, y sitúa en un escenario concreto, el monasterio de la Rábida, a cuatro personajes protagonistas y otros dos comparsas mucho más importantes de lo que parece. Oliveira cuenta aquí con estrellas internacionales: el matrimonio Malkovich-Deneuve (formado por un investigador que llega al convento a investigar sobre Shakespeare, y su esposa) encarna a los Adán y Eva bíblicos, y los familiares Luis Miguel Cintra y Leonor Silveira al demonio y la manzana respectivamente. El convento juega con los conceptos del bien y el mal, y la tentación como elemento desestabilizador, pero esto no significa que Oliveira imponga una visión dual del mundo; por el contrario, utiliza esa dualidad como fuerzas contrapuestas que pueden dar lugar a resultados infinitos, como una teoría del caos que parte de una balanza con dos platillos en la que la diferencia de fuerzas define un abanico incuantificable de consecuencias.
Pero no sólo de la simbología, de la creación de una impresionante atmósfera (opresiva y evocadora), ni de la riqueza de los diálogos vive esta obra maestra; son fundamentales la ironía, la reflexión acerca del punto de vista y la representación encarnada por los dos personajes secundarios de los criados/observadores, y el ensayo sobre el complejo tejido matrimonial que en ocasiones parece evocar a Lubitsch y Ophüls en sus brillantes juegos de luces y puertas. Infinidad de detalles en una obra de apenas 90 minutos de duración y una posible conclusión: ¿será engañar al diablo la única forma de librarse de su tentación?.
Y siguiendo la disección de la institución matrimonial y sus peligros por medio del aburrimiento, la tentación y la suspicacia, y formando una especie de tríptico en este sentido con El valle de Abraham y El convento, Oliveira vuelve a colaborar con Agustina Bessa Luis para la realización de Party (1996). Una vez más, mantiene un número reducido de personajes y, al igual que El valle de Abraham y El convento, sigue su reflexión sobre los interiores y exteriores, abordando ahora este tema de forma mucho más explícita, al partir su película en dos. La primera parte transcurre en el jardín de una gran casa de campo, en el que el matrimonio Rogerio Samora y Leonor Silveira organiza una "garden-party" a la que acude la pareja Irene Papas y Michel Piccoli para desestabilizar su mundo burgués de orden y concierto. La segunda parte, cinco años después, coincide con otra visita del matrimonio tentador, en este caso para comprobar los efectos de lo que ocurrió en la primera visita, y transcurre íntegramente en el interior de la casa. La densidad del texto, la ironía que crece durante todo el film (que Oliveira se atreve a culminar con un desconcertante slapstick a modo de simbología de la desgracia), y la brillantez y exquisitez de la puesta en escena ya son marca de la casa, pero lo más importante de la película, igual que en sus otras dos piezas del tríptico, está en la capacidad del director para hacer patente lo invisible. De este modo, esta "fiesta" aparentemente menor se convierte en una joya que se degusta con satisfacción y que gana terreno con cada reflexión que se le dedica.
5 comentarios:
Realmente admirable toda esta tercera parte, me había olvidado de algunas de estas obras maestras. Magnifico lo tuyo Daniel. Un abrazo!
Ariel.
Gracias Ariel!
Un abrazo!
Un artista que siempre es bueno revisar sobre todo porque como el buen vino mejora con el tiempo. Saludos!
Atento a la Casa Encendida el 13 y 14 de Diciembre ;)
Sí!!! Lo vi hace un par de días! Por fin podremos disfrutar del último Garrel. Probablemente, la película del año a la que más ganas tengo. Así que allí estaremos.
Gracias por el aviso.
Un saludo!
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