
No conozco la ópera prima de Julie Delpy, pero tenía curiosidad por ver su nueva película, Dos días en París, comedia teóricamente independiente de una actriz que ha sabido trabajar (y muy bien) con algunos de los mejores directores del cine francés. Desde que apareció siendo casi una niña en Detective, aquella extraña película en la que Godard homenajeó a gente como Clint Eastwood o John Cassavettes, hasta los últimos tiempos, trabajando a caballo entre Estados Unidos y Francia, Julie Delpy ha podido aprender de malditos como Leos Carax, de clásicos como Tavernier, de inmortales como Kieslowsky, o de los más importantes realizadores indies norteamericanos, como Jarmusch o Linklater. Y resulta inevitable pensar en Richard Linklater si hablamos de Dos días en París, porque da la impresión de que la actriz ha querido hacer suya la magnífica, sutil y rigurosa Antes del atardecer: paseo por París y (des)encuentro sentimental incluido.
Delpy, como parisina, huye de las zonas turísticas que recorrieron Jesse y Celine para intentar mostrarnos una ciudad más auténtica, más de barrio-mercado-y-fiestas-nocturnas, menos volcada a su vertiente comercial, pero el efecto termina siendo radicalmente contrario, y sucumbe ante sus propios clichés narrativos y temáticos. No estoy muy seguro de si la intención era realizar una comedia ligera y absolutamente intrascendente o un estudio más o menos reflexivo sobre las inclemencias de una relación de pareja. Si alguien va al cine buscando esto último es posible que salga echando espuma por la boca, así que le recomendaría una película totalmente distinta pero con un mismo marco y similar idea de fondo: "Un couple parfait", de Nobuhiro Suwa. Esta sí, excelente y, me atrevería a decir, imprescindible.
Pero el problema de Dos días en París es que tampoco funciona como comedia intrascendente. En primer lugar no alcanza la ligereza necesaria para ello, se mueve encorsetada en cada encuadre, a medio camino entre el clasicismo y el Dogma, en una indefinición que no resulta nada adecuada. Argumentalmente, la película se basa en la contraposición de las culturas europea y estadounidense, pero cae continuamente en el tópico y el estereotipo, intentando hacer ver que existe una crítica cuando en el fondo sólo hay complacencia. Casi todos los chistes se forman partiendo de este desincronismo cultural, y resultan previsibles ya desde antes de formarse, llegando a lugares comunes y situaciones que sólo destacan por sus subrayados, su trazo grueso y su falta de sutileza. La película pretende ser muy europea en su fondo (otro problema muy serio, porque cae en más tópicos: cámara en mano en algún momento, relaciones amorosas y sexuales muy liberales, críticas a Bush y a la cultura de masas metidas con calzador), pero en su manera de desarrollarse parece escrita según un manual de escuela hollywoodiense. Con todo esto, el film resulta un contrasentido, e impide ser disfrutado en ningún momento, salvo por algún destello interpretativo de Julie Delpy que nos hace ver, por algún momento, el espejismo de que estamos ante algo real. Por otra parte, el protagonista masculino parece un remedo cutre de Woody Allen, con fobias e hipocondrías que resultan cargantes para el espectador sin tener en ningún momento la gracia del genio neoyorquino.
En definitiva, una película que no nos salva de la sequía de estrenos veraniegos que, afortunadamente, nos traerá a Tarantino y, sobre todo, la magnífica e impresionante obra de Jia Zhang-Ke, Naturaleza muerta, como testigo final para salvar una temporada bastante mediocre.