domingo, diciembre 21, 2008

Historia(s) de Sebald. La memoria de los emigrados

El siguiente texto fue publicado originariamente en la revista Shangri-La. Derivas y ficciones aparte, incluido en el monográfico Memoria/s de Auschwitz. Se puede consultar el sumario y descargar la revista completa en este enlace.


Quizás el exilio, con sus variantes de desarraigo, huída, pérdida y recuperación de la memoria, sea el gran tema de la obra literaria del alemán W. G. Sebald. Fallecido en accidente de tráfico en 2001, cuando su éxito empezaba a florecer internacionalmente de la mano de grandes críticos de las letras francesas, hispánicas y, sobre todo, anglosajonas, con Susan Sontag a la cabeza, ya podemos afirmar que la suya es la gran obra del Holocausto que no trata el tema del Holocausto. O, como mínimo, que no lo trata directamente.

Exilio y memoria son dos temas que van inevitablemente unidos, probablemente debido a las emotivas necesidades retrospectivas que surgen ante la distancia con un lugar de origen. El exilio puede manifestarse a través de diferentes vías, teniendo una naturaleza espacial o temporal, física o emocional; sin embargo, todas ellas están íntimamente relacionadas, suponiendo su manifestación más una cuestión de corto o largo plazo que de sensibilidad personal: un exilio espacial prolongado acaba convirtiéndose en temporal, del mismo modo que un exilio físico va dejando huellas emocionales con el paso de los meses y los años. Sebald, ante todo, es consciente de su propia Historia, sabe de dónde viene y cuáles son sus raíces, y supedita todo eso a su gran máxima: la justicia moral.

El padre de W. G. Sebald trabajaba en la Wehrmacht, nombre que recibían las fuerzas armadas alemanas durante el Tercer Reich, y no es descabellado pensar que esto iba a influir inevitablemente en la sensibilidad del escritor, en cuyas obras abundan los personajes de ascendencia judía, con vidas condicionadas en mayor o menor medida por la gran catástrofe occidental del siglo XX. Pero a Sebald no le interesa mostrarnos directamente el impacto del Holocausto. No veremos en sus novelas (o ensayos, o libros de viajes, o cualquier denominación que reciban sus creaciones, siempre tan personales que traspasan los géneros) la manera en que los judíos se hacinaban en los vagones de un tren de mercancías, se dirigían a las duchas comunales o caminaban hacia las cámaras de gas. Sebald deja que el relato del dramatismo de aquellos momentos corra de cuenta de los que lo vivieron directamente, ya sea Primo Levi, Irene Nemirovski o su amigo Jean Amery, cuya relación le marcaría profundamente. Lo que interesa al autor alemán, y le interesa porque, moralmente, es lo que él debe contar, lo que es capaz de contar, son las huellas de aquella desgracia, la manera en que las vidas anónimas manifiestan unos determinados signos, el modo en que la gran Historia abandona la teoría y se refleja en los márgenes de la intrahistoria, poblada de códigos, señales y ecos de unos acontecimientos que tienen un alcance mucho mayor que el que a simple vista puede parecer. Lo importante de los libros de Sebald, más allá de su impresionante erudición, de su carga de datos, referencias y de la minuciosidad con que trata asuntos muy particulares (sin despreciar la ciencia ni la técnica en sus vertientes más específicas, interesándose absolutamente en todo) que en otras manos pasarían desapercibidos, es la sensación global, que conjuga la ético y lo estético y lo recubre de vida, de auténtica brisa fresca junto al camino. Lo importante de los libros de Sebald es la capacidad para estimular al lector, de hacerle ver que la Historia de los libros de texto no es una mera abstracción teórica ni un simple cúmulo de estadísticas; la Historia se puede reflejar en el vecino que baja todos los días a comprar el pan, en el anciano que cuida su jardín cada mañana, o en el compañero de colegio de tu hijo, que sin que nadie lo sepa tiene que aprender, cada día, a crecer sin unos padres que la Historia engulló. La Historia es silenciosa, no grita, nunca protesta, y el peligro, parece decir Sebald, está en que el ser humano se contagie de este silencio siendo cómplice de posibles injusticias.

Sobre este tema concreto trata uno de los libros de Sebald que más polvareda siguen levantando, y el que más directamente toca el tema de la Segunda Guerra Mundial: “Sobre la historia natural de la destrucción”. En este pequeño ensayo, en el que no hay duda alguna sobre su género porque, probablemente, la gravedad del tema no lo permite, se aborda, con profusión de nombres, fechas, datos y estadísticas de todo tipo, el olvido, por parte de la literatura alemana, de la absoluta destrucción de numerosas ciudades del país por parte de los aliados. Quizás debido a un sentimiento de culpa en cierto modo lógico por haber permitido la expansión y barbarie del régimen nazi (¿será ese sentimiento de culpa lo que lleva a Sebald al exilio y a ser tan duro con su propio país?), parece que a los escritores les costara denunciar lo que su propio pueblo había sufrido en esos tiempo en que el mundo señalaba a Alemania con el dedo. Sebald, más allá de rencores y oscuros sentimientos apolillados, se escandaliza ante este comportamiento, y muestra en su ensayo una ferocidad nunca vista en él, siempre tan frío y objetivo en su escritura y en sus opiniones. Si algo caracteriza el conjunto de su obra, al margen de los temas ya comentados, es la observación minuciosa, que busca cada detalle y lo reseña, analizando comportamientos propios y ajenos, pero sin dictar nunca un juicio, y menos un veredicto. El interés del autor por sus personajes es casi antropológico, y quizás por ello se fuerza a no implicarse demasiado en lo emocional (sí, y mucho, en lo intelectual), mostrando siempre un respeto y una admiración por ellos casi reverenciales. Así que debía haber un sentimiento muy profundo y arraigado dentro de Sebald para que saliera de su pluma “Sobre la historia natural de la destrucción”. En su diatriba están presentes casi todos los grandes nombres de la literatura alemana de postguerra: entre otros, Max Frish, Hermann Kasack, Arno Schmidt, y hasta autores como Alexander Kluge, de gran influencia en su propia obra. El único autor al que salva, aun dejando claras ciertas debilidades literarias, como una “marcada tendencia a la exageración filosófica y a la falsa trascendencia”1, es Hans Erich Nossack. Como señala Guillermo Piro en su reseña sobre el libro en Pagina/12:

Para Sebald, un escritor tiene el imperativo moral de escribir lo que ocurrió, renunciando a cualquier tipo de artificio, apelando a la “precisión y a la responsabilidad”: “El ideal de lo verdadero se encuentra, ante la destrucción total, como el único motivo legítimo para proseguir la labor literaria”.

Del mismo modo, como se comenta en esta misma reseña, Sebald se resiste a admitir que, en ocasiones, es necesario olvidar para seguir viviendo, probablemente cegado por un ansia de justicia moral que viene demasiado grande incluso a alguien como él. Todo esto hace de este ensayo un extraño libro beligerante, una rareza en su obra, más por el tono adoptado que por el contenido. Y siempre nos quedará la duda de saber lo que pensaba sobre esa obra maestra de la literatura estadounidense, Matadero cinco, en la que Kurt Vonnegut, alejándose de cualquier pretensión de rigor o documentalismo, aporta la visión más lúcida y, a tono con los sucesos, paranoica sobre el tema. Porque sí, el sí que vivió aquellos bombardeos de Dresde.

Aun así, hay que tener muy en cuenta este libro de Sebald, no sólo por la erudición de su contenido, la sinceridad o la pasión con que expone sus ideas, sino porque puede funcionar como centro neurálgico sobre el que entender el resto de su bibliografía, más allá de su apariencia de “obra insular”. Así bien, se puede entender este silencio alemán como otra consecuencia del Holocausto, aunque sea en un sentido contrario al de sus otros libros, encaminado ahora a un sentimiento de culpa contraproducente, y esto contribuye a la creación de ese gran mosaico del autor en el que se muestran las huellas de un acontecimiento tan decisivo en el devenir del siglo XX. La relación entre exilio, memoria y culpa es inmediata, y todo se articula a través de la Historia. Sebald parece decir que sólo un análisis distanciado permite la supervivencia, pero que en ocasiones es necesario dirigir una crítica más aguda hacia todo lo que, poco a poco, va cayendo en la autocomplacencia. Se hace imprescindible la lucha contra el olvido.


Precisamente contra este olvido se dirige buena parte la labor formal de la obra del autor alemán. La evocación del pasado no es en Sebald un efectista artilugio de nostalgia; todo lo contrario, las evocaciones surgen de los detalles inaprensibles de la vida cotidiana, de la observación pormenorizada de la realidad y su relación con el pasado íntimo del autor o con una cultura occidental global. Por esta razón es justo situar a Sebald como heredero postmoderno de Proust (referencia tan inmediata para él como puedan ser Borges o Bernhard), haciendo convivir la evocación íntima del maestro con la referencia y el pastiche. Pero, y esto es importante, la emoción estética de Proust se supedita siempre en Sebald a un rigor ético (¿consecuencia de ser hijo de su patria y de los hechos vividos en el siglo XX?) que condiciona en todo momento la narración. Así, se entronca el autor alemán en una corriente artística que renueva el mundo cultural desde múltiples ángulos sin necesidad de dinamitar el pasado, pero con la certeza de que hay que acabar con el submundo cultural corporativo establecido. Autores como Enrique Vila-Matas en España o cineastas como el portugués Pedro Costa seguirían siendo abanderados de esta visión inconformista del arte, en mitad de una lucha que nunca se dará por terminada. Si con el primero de estos autores existe una clara relación que abarca desde su vasto bagaje cultural hasta la desaparición de la frontera realidad/ficción y su disolución con el narrador/autor, además de ciertas concomitancias estilísticas, con el portugués, a priori, no hay tanta conexión. Sin embargo, me parece totalmente comparable no sólo el riesgo de ambos creadores, sino su apuesta fundamental de primar, ante todo, el rigor ético-estético, la transgresión del documental desde la ficción (y viceversa) y la devoción referencial. Si Pedro Costa habla, a través de sus imágenes, de John Ford o Jacques Tourneur, Sebald parece articular las voces muertas de los maestros a los que la literatura debe todo lo que es actualmente. En esa dicotomía ética-estética, o en integrar una en la otra, están, seguramente, las más gratas perspectivas de futuro del arte contemporáneo.

Esta adhesión a la vanguardia por parte de Sebald resulta, cuanto menos, curiosa, dado que el autor, en sus libros, parece invocar todo lo contrario. La querencia por la calma, el paseo, la recuperación de la memoria, la erudición y el gusto por los clásicos, la ausencia de retórica y la estricta moral personal parecen esconder a cualquiera excepto a un moderno. Pero a ciertos niveles ya no es necesario demostrar nada: basta con leer sus obras.

Así pues, era necesaria en el mundo de las letras la presencia de una nueva manera de mirar la Historia, tan alejada en unas cosas como próxima en otras de los textos académicos o de las simples obras divulgativas. Sebald se para a mirar donde nadie se para, y ahí está la grandeza de su creación. Además, es consciente de que la mirada contemporánea ya no puede ser una mirada pura, dado que el bombardeo de información y referencias con que se trabaja actualmente es casi inabarcable, y esta circunstancia es aprovechada por el autor sin pretender dar una impresión distorsionada de su propia subjetividad. Sencillamente, se trata de exponer sin tapujos aquello que se evoca, sabiendo que nuestra forma de mirar la historia vive en permanente evolución. Precisamente sobre esa supuesta impureza de la mirada comenta Sebald en su obra Vértigo unas ideas de Stendhal acerca de la persistencia de los recuerdos y su relación con la representación:

En sus escritos, Beyle confiesa haber experimentado una gran desilusión cuando, hacía unos años, revisando papeles viejos, se tropezó de improviso con un grabado titulado Prospetto d’Ivera y hubo de admitir que la imagen que había retenido en su memoria de la ciudad bañada por la luz del crepúsculo no era sino una copia de este mismo grabado. Por eso, aconseja Beyle, no se deberían comprar grabados de hermosos panoramas ni panorámicas que se ven cuando se está de viaje, porque un grabado ocupa pronto todo el espacio de un recuerdo, incluso podría afirmarse que acaba con él. Por muchos esfuerzos que hiciera, por ejemplo, no podía acordarse de la maravillosa Madonna de San Sisto que había visto en Dresde, ya que había quedado revestida por el grabado que Müller había hecho de ella; en cambio, los detestables cuadros al pastel de Mengs que estaban en la misma galería, de los que nunca y en ninguna parte había albergado una copia, los recordaba como si los tuviese delante de los ojos.

Lo que Stendhal afirma aplicado al arte, o a los viajes en general, también se puede extrapolar al concepto de memoria histórica/memoria personal, lo que está directamente relacionado con una de las características más visibles de los libros de Sebald: la presencia de imágenes en blanco y negro de fotografías, recortes de periódicos, carteles, esquemas manuscritos, o cualquier cosa que ayude a relacionar la memoria evocada con la memoria recobrada, a la vez que ayuda a la ya mencionada disolución de las fronteras entre realidad y ficción.

Más allá de los indudables logros artísticos, Sebald es un autor que ejemplifica como nadie el alcance de la onda expansiva del trauma del Holocausto en el siglo XX, tanto en la manera en que le afecta personalmente como en la percepción de las oscuras huellas transferidas al mundo cultural o a las vidas públicas y privadas de los que lo sufrieron directa o indirectamente. Si Godard decía que el gran fracaso del cine fue no dar al mundo una imagen del Holocausto, no podemos negar que todas las manifestaciones artísticas del siglo XX nos hicieron replantearnos, a partir de estos hechos atroces, una nueva forma de mirar la Historia y de abordar con cautela el fervor de los acontecimientos. En el mundo que quedó después del Holocausto, del que inevitablemente todos somos hijos, más allá de nacionalidades y fronteras, se convierte en fundamental la búsqueda de la propia identidad, la búsqueda de una inocencia y una raíces que probablemente no tienen origen, del mismo modo que el protagonista de Austerlitz, la última novela (y la que más claramente se puede definir como novela) de Sebald. Aquí, Jacques Austerliz es un personaje intercambiable con el propio narrador, no sabemos si el auténtico Sebald. Hijo de una actriz judía de Praga, llega a Inglaterra en un vagón de tren repleto de niños rescatados del exterminio nazi, y crece ajeno a lo que ocurría en el lugar del que procedía hasta que, llegado a un punto, algo le fuerza a conocer sus orígenes y superar el trauma por el que la vieja Europa le privó de la educación de sus padres en su ciudad centroeuropea. Y así llega el vagabundeo por Europa, el paseo, como siempre en Sebald, que refleja mucho más de lo que refracta, y el sentimiento, libre de lágrimas y rencor, de que siempre hay algo más allá de lo que creemos saber sobre nosotros mismos. La historia de Jacques Austerlitz es la historia de Europa, y la búsqueda de su identidad es la búsqueda de esa identidad transnacional que tan bien han definido autores como Claudio Magris o el propio Sebald. Austerlitz, la novela, condensa seguramente lo mejor de su autor y supone un testamento inmejorable, en la que no sólo vuelve a escenarios conocidos, como esas capitales europeas definidas por su propia arquitectura o ese campo de concentración de Theresienstadt al que vuelve después de la incursión en Los emigrados, sino que realiza un definitivo tour de force temático que actúa a modo de caja de resonancias de toda su obra y que lo sitúa como el gran autor del siglo XX de la memoria y la (intra)Historia europea.


Una de las señas que indica que un autor de actualidad, recientemente fallecido, ha pasado a ser un clásico, es referirse a él en presente. En este artículo, inconscientemente, he comentado en presente los pensamientos que me ha sugerido la lectura de la obra de Sebald, sin darme cuenta hasta el final. Sebald ya no es actualidad, ha pasado la vorágine y ha pasado la fiebre, y en ese momento la vanguardia y el clasicismo se dan la mano.


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