martes, abril 15, 2008

Berlín Alexanderplatz (1980, R. W. Fassbinder)


Resulta difícil comentar una película como Berlín Alexanderplatz, y no sólo por sus casi 16 horas de duración, sino ante todo por la minuciosidad de la propuesta, que va mucho más allá del aparente juego narrativo clásico, y por la sensación, única y propia de cada espectador, de haber arrollado por un torbellino de ideas, pasiones y significados escondidos.

Fassbinder parece atentar en esta película contra cualquier director que intente filmar una verdadera adaptación de una obra literaria narrativa. Y además lo hace con uno de los grandes clásicos de la literatura del siglo XX, la obra magna de Alfred Döblin. Después de esto, ¿es posible seguir llamando adaptación a las transposiciones de novelas en películas? O más bien, ¿es posible considerar Berlín Alexanderplatz una adaptación?


En primer lugar es lógico ver la película como la obra total de su director, por ser una suma de muchos de los temas que abordó en su intensa carrera, al modo del Fanny y AlexanderLas amargas lágrimas de Petra von Kant), la insatisfacción constante, el dilema moral, la confrontación de arquetipos que trascienden los esquemas hollywoodienses sin dejar de apoyarse en ellos, la fragilidad, la debilidad, el deseo de ser evanescente... bergmaniano, con la que además comparte un cierto barroquismo visual que huye de cualquier resquicio de realización televisiva. El juego de luces, colores, planos fijos y abruptos movimientos de cámara está compuesto como una gran sinfonía a la que la pasión y espontaneidad de su realizador libra de todo atisbo de rigidez. Parece Berlín Alexanderplatz una obra destinada a ser dirigida por Fassbinder, de manera que pocas veces un material ajeno ha sido tan personal. Desde el personaje protagonista, Franz Biberkopf, ciudadano alemán recién salido de la cárcel cuyos intentos de convertirse en un hombre honrado sigue la cámara durante toda la película, hasta las diferentes relaciones interpersonales y los distintos temas de fondo, todo es puro Fassbinder. Su obra, como dijo Susan Sontag, está llena de personajes como Franz Biberkopf. Fassbinder fue Franz Biberkopf, sus temas son Fassbinder. La degradación, la necesidad del amor como fuente de salvación, la dependencia enfermiza de las personas más cercanas, las relaciones de poder entre personajes (todas basadas en un esquema de dominación amo-esclavo, tema al que dedicó años atrás la magnífica y conceptual.

Quizás una de las reflexiones más pertinentes y terroríficas de la película (y algunos de los detalles más duros) se articule sobre el trazado en los personajes de un machismo congénito, que pareciera existir a consecuencia de una determinada herencia cultural y estuviera tan interiorizado que ni siquiera plantearlo pareciera admisible. Hasta los personajes más positivos son víctimas de esa terrible herencia que Fassbinder no quiere mencionar como algo coyuntural de la época de entreguerras, ya que se molesta en dibujarla de tal manera que sea exportable a la época de realización de la película, 1980, y que, desgraciadamente, se puede seguir extrapolando a la actualidad. Porque además, para resaltar la superioridad real de la mujer le regala a Hannah Schygulla el que seguramente sea el papel de su vida. El personaje de Eva es una joya y, además, la actriz alemana lo eleva a una categoría extraterrestre, como si no pudiera competir con el resto de los mortales. Además, de la adoración de su rostro y su figura parten algunos de los momentos más bellos del film, aquellos en que se juega con la luz, la sombra, los milagros y las lágrimas. Como ejemplo, un plano memorable insertado en el fragmento de la degradación alcohólica de Franz: el protagonista lleva semanas en un hostal, sin salir de la habitación, a oscuras, viviendo en mitad de la inmundicia, entre basura y cascos de cerveza; llega Eva con la intención de salvarlo; todo está a oscuras, sólo se intuyen las sombras que se mueven como reflejo de una última esperanza; Franz rechaza la ayuda de Eva; Eva lo intenta pero sabe que conoce a Franz, sabe que no logrará nada ahí y parece marcharse como si el tema apenas le hubiera afectado; abre la puerta para salir de la habitación a oscuras y en ese momento un rayo de luz penetra con inclemente pasión; el haz recorre su rostro y revela unas lágrimas silenciosas; Franz sigue al fondo de la habitación mientras vemos en ese instante el primer plano de Eva; dura un momento que es mágico. Después llega la emoción de haber visto algo inmenso. La puerta se cierra tras la figura de Hannah Schygulla y Franz Biberkopf prosigue con su hundimiento dostoievskiano.


Como buena novela-río llevada a imágenes, los temas y la experiencia contenida a lo largo de las distintas peripecias del protagonista se revelan casi como parábolas que tienen algo de bíblico y algo de sentimental. Obviamente, la grandeza de la adaptación de la novela no está en la fidelidad al original ni en la precisión de la puesta en escena, sino en la fuerza con que el director convierte el argumento en suyo y se sirve de él para hacer explotar toda la intimidad contenida por un espíritu tan conflictivo como el suyo.


Más allá de los símbolos más concretos que recorren el metraje, como el pájaro, encerrado en su jaula, que muere cuando es sacado al exterior, o el yunque tatuado en el pecho del principal villano de la trama, la mayor fuerza está en la forma, porque la forma termina siendo todo. Durante los trece primeros capítulos, el estilo de Fassbinder se muestra bastante más relajado que en sus otras películas de esos años, huyendo de los excesos malabaristas y subrayados alegóricos que empañan alguna de sus obras, y consiguiendo así un compromiso perfecto con lo personal sin caer en el exhibicionismo. Sin embargo, al llegar al epílogo, de dos horas de duración, durante el que entramos directos en la cabeza del demente protagonista (interno en un hospital psiquiátrico) se produce un cambio radical que nos devuelve al Fassbinder más salvaje, que se deja llevar por una vorágine que en ocasiones puede parecernos un maravilloso colofón de fuegos artificiales y en otras puede hacernos ver una necesidad demasiado obvia de querer demostrarnos en cada plano quién es él y hacernos ver con palillos en los ojos algo que ya estaba claro, que su sufrimiento era el de Franz Biberkopf. Aún no estoy muy seguro de esa parte final, aunque reconozco que la disfruté, en ese tránsito que quiere representarnos, a través de lo onírico, una necesidad imperiosa de confort existencial y tranquilidad metafísica. Todo eso para, al final, cerrarnos los ojos y mostrarnos el más absoluto vacío.

4 comentarios:

Carlos dijo...

Excelente comentario. Confieso que he tenido en algún momento la tentación de escribir sobre "Berlin Alexanderplatz", pero definitivamente me supera, es fácil sentirse incapaz. Además me gustaría leer el libro de Döblin.

Anónimo dijo...

Magnífico y apasionado comentario, Quinn. Leer el "Berlin Alexanderplatz", de Döblin es un 'complemento' ideal después de la demoledora 'adaptación' de Fassbinder.

Daniel Quinn dijo...

Gracias Carlos y Lemmy!

La verdad es que siempre he tenido muchas ganas de leer el libro de Döblin, especialmente desde que hace años leí Manhattan Transfer y me enteré de que era algo así como su respuesta al otro lado del océano.

Un saludo!

BUDOKAN dijo...

Hola, que bueno que siga este gran análisis sobre esta serie magistral. Es para verla varias veces. Saludos!