Artículo publicado originalmente en la revista Shangri-La, dentro del monográfico correspondiente al cineasta Edward Yang, donde aparece debidamente formateado y maquetado. La revista se puede descargar directamente desde aquí.No es posible imaginar un año de producción más adecuado para la última película de Edward Yang. Yi Yi, en el año 2000, marca un fin de siglo, de milenio, y fija un testamento esencial para una sociedad que se hace consciente de su presente y de su momento histórico. La obra de Yang es fundamental para la historia del cine, pero me atrevería a decir que lo es mucho más para la historia de la sociedad, tanto por lo que refleja como por lo que absorbe, describiendo y relatando una crónica de la conciencia individual del mundo que conjuga perfectamente lo emocional con lo intelectual.
En este sentido, algunas de las películas de Yang apuestan por lo intelectual mientras desvelan lo emocional, a la vez que otras prefieren apostar por una emoción más pura, la cual recubre una gruesa capa de reflexiones e ideas sobre la existencia, la soledad y las formas de relación entre personas en los albores del siglo XXI. El cine de Yang une dos siglos siendo capaz de conjugar las influencias del cine con las influencias de la vida, la observación de las películas con la observación de la realidad, el amor y el odio por todo lo que le rodea, y las propias contradicciones que enriquecen toda individualidad.
El cine de Edward Yang está profundamente apegado a su tiempo y muy localizado en su tierra natal, a pesar de sus influencias extranjerizantes y de haber pasado épocas de su vida en Estados Unidos. Esas características convierten su obra en algo totalmente personal que, además, y aquí está la parte más reflexiva de su legado, no pierde de vista las relaciones temporales y espaciales, las influencias que nacen de la certeza de que nada existe sin todo aquello que lo condiciona, precediéndolo o rodeándolo. Así se entiende la voluntad historicista de A brighter summer day (1991), fundamental película que da cuerpo al resto de su obra, o las influencias occidentales de todas sus películas, hecho que se manifiesta explícitamente, más allá de sus características cinematográficas, en la trama de su penúltima creación, Mahjong (1996).
Como afirma Jaime Pena en su introducción al libro Edward Yang[i], existen diversas clasificaciones y agrupaciones de las películas de Yang en cuanto a formas, estilos y características. Y eso es algo que llama la atención en una carrera de sólo siete largometrajes que ya parecen definirse bastante ellos mismos.
Una de estas clasificaciones, de John Anderson, “agrupa el cine de Yang en dos bloques, el de la “trilogía urbana” que compondrían That Day, On The Beach (1983), Taipei Story (1985) y The Terrorizer (1986), y el de las comedias negras que retratan el cinismo de la enriquecida sociedad de Taipei de los años noventa, A Confucian Confusion (1994) y Mahjong. Fuera de cualquier catalogación quedarían sus dos obras mayores, A Brighter Summer Day y Yi Yi, dos películas que, para Anderson, emparentarían por temas y estructuras. Por su lado, Emilie Yueh-yu Yeh y Darrell William Davis lo estructurarían con el grupo de los melodramas modernistas de los años ochenta, en el que entraría su contribución a In Our Time y sus tres primeros largometrajes, y el de sus tres comedias posmodernas de una década después, las negras y cínicas A Confucian Confusion y Mahjong, seguidas de la más ligera y humanista Yi Yi. De nuevo quedaría desemparejada A Brighter Summer Day, quizás su película más ambiciosa, muy probablemente la más lograda del cine de Yang y puede que también de todo el cine contemporáneo”.
Habitualmente se recuerda a Yang como uno de los fundadores de la “Nueva ola taiwanesa”, que modernizó el cine de su país siguiendo el legado, veinte años después, de sus colegas de la “Nouvelle vague” francesa. Pero de igual modo que pasó con los franceses de los 60, en Taiwán cada cineasta ha tomado su propio camino, dentro de la independencia y suficiencia artística, y Yang ha estado libre, de este modo, de todo tipo de clichés o características generacionales, lo que no implica que no se puedan establecer pautas y criterios más o menos generales de interpretación y descodificación de su mundo. Ante todo, su obra en general resulta profundamente personal y ajena a todo tipo de modas, y de ahí que algunos críticos se pudieran sentir descolocados ante ciertos cambios de rumbo experimentados en su cine.
Trilogía urbana: tras los pasos de Antonioni
Los tres primeros largometrajes de Edward Yang conforman su denominada "trilogía urbana", y delimitan una serie de temas y preocupaciones que serán fundamentales en la carrera del cineasta taiwanés. A partir de estos films vemos a un director profundamente enraizado con su tiempo y con su sociedad, logrando una unión indisoluble entre fondo, forma y contexto, lo que será el más brillante logro de estas películas. Del mismo modo que Ford, Ozu o Antonioni, el sentimiento colectivo, el andamiaje social encadenado a una época determinada, va a marcar profundamente los sentimientos y divagaciones de los protagonistas. Si a Ozu y Ford les une una mirada nostálgica al pasado y desencantada del presente (manifestada en Ozu en presente, en Ford en pasado), Antonioni, como Yang, prefiere hurgar con bisturí en los males ocultos de la sociedad contemporánea, y en cómo estos se manifiestan de manera silenciosa en las relaciones privadas. Aunque si hablamos de referencias no podemos olvidar a Werner Herzog, cuya película sobre Aguirre convirtió a Yang en cineasta, ni a Mikio Naruse, probablemente el cineasta más próximo y al que más debe Edward Yang.
Este mencionado compromiso con la contemporaneidad no significa que, ya en esta primera trilogía, a Yang no le interese el significado auténtico del tiempo, la memoria y el recuerdo, temas fundamentales (no por componer el sustrato del contenido, sino por el punto de vista) de su primera película, That Day, on the Beach (1983). Yang estructura toda la película a través de flashbacks que utiliza para contarnos la degradación y el infierno en que se va convirtiendo, poco a poco, una relación de pareja, preponderando así el papel de la memoria y sin ser condescendiente con la edulcoración que provoca el recuerdo. Aun así, él es consciente de que se nos muestra una evocación, y toda evocación tiende a irse hacia algún extremo, como una esfera en lo alto de una colina a la que desequilibra un ligero soplo de viento. Con una evidente inquietud estética, quizás demasiado evidente en una película tan visceral, en la que tanto importa lo que se cuenta, That Day, on the Beach nos muestra retazos de realidad absolutamente naturales, que evidencian la necesidad autobiográfica que se deriva de una película primeriza. Queda descubierta la convulsión sociopolítica de un Taiwán que quiere parecerse a EEUU con demasiada premura, y el conflicto evidente que esto provoca con los valores tradicionales de sumisión y sacrificio. Yang, que se rebela contra los caducos valores morales de su sociedad y contra las modernas ínfulas de capitalismo salvaje, quiere decirnos que ese es un camino equivocado, y que la explosión está a punto de llegar. Pero en definitiva, That Day, on the Beach (evocadora ya desde el título) es una magnífica película que, sin embargo, se resiente en su parte final de alguna impureza de cineasta novato, de unas ganas demasiado evidentes de demostrar que lo que está contando es importante, que trasciende a una simple historia de amor a lo largo de los años. Por eso chirría de alguna manera el sermón del hermano, explicación de las ideas de la película, o esa coda en off que pretende subrayar la voluntad lírica y evocadora del film.
La siguiente película, Taipei Story (1985), está protagonizada por Hou Hsiao Hsien y, curiosamente, es el film de Yang que más se acerca, en intenciones y en estilo, a la obra de su compatriota, la otra gran punta de lanza de la "Nueva ola taiwanesa". Con una narrativa casi inexistente, que lo acerca aún más a Antonioni, y un estilo elíptico que recuerda por momentos a Bresson, Taipei Story muestra aún con más fuerza que en su anterior película la desintegración de la sociedad a través de la desintegración de un matrimonio. Seguramente, de las tres sea la película más exigente con el espectador (de ahí el fracaso de taquilla en su momento), por la falta de asideros narrativos o de identificación con los personajes, lo que la hace más sugerente dentro de la frialdad con que escarba en los sentimientos más profundos. Los objetos y las intrahistorias que cuentan los propios personajes alcanzan categoría metalingüistica, y los reencuadres en interiores a través de puertas o diverso mobiliario nos hacen sentir el aislamiento e incomunicación que siempre une Yang a las nuevas condiciones de vida en la ciudad, a través de la contraposición de la intimidad de los apartamentos y los planos de exteriores urbanos.
Finalmente, The Terrorizer (1986) presenta una serie de historias cruzadas años antes de que Robert Altman revitalizara esa estructura narrativa. A medio camino entre el thriller y el drama íntimo, Yang abre su cámara a los barrios más problemáticos, a personajes marginales que flirtean con la delincuencia, sin olvidar, claro está, las familias de clase media en las que las ansias de éxito profesional acaban con la convivencia personal.
La narración fuera de campo y los elocuentes insertos en mitad de las escenas evocan a Bresson, especialmente en su última obra, El dinero (L’Argent, 1983), que también jugaba a trascender los géneros; además, la presencia de unas fotografías que resultan fundamentales para desencadenar la trama nos obliga a pensar de nuevo en Antonioni, en Blow-up (1966) y, con ello, en las posibilidades metacinematográficas del film. Además, por primera vez en la obra de Yang (y no última), el azar resulta fundamental en la película, algo que parece imprescindible en un film que intenta reflejar las conexiones entre diferentes vidas en una ciudad moderna (no anda lejos la Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson). Del mismo modo, en ninguna de las dos películas anteriores era posible la identificación del espectador con alguno de los personajes; en este caso, la escritora compone un personaje bastante positivo, que puede ser fácilmente comprendido por el espectador, y que además da algunas de las claves de la película, como ese irónico empecinamiento en separar realidad y ficción cuando la una y la otra son la misma… ¿No está obligado todo creador a negar esa relación? The Terrorizer transcurre con calma, pero con una tensión intrínseca siempre presente, y sólo parece tambalearse en una violenta recta final que parece una especie de epílogo a las tres películas, y que salva dando una vuelta de tuerca final coherente con toda su obra anterior.
Vistas hoy, las tres películas pueden parecer demasiado ancladas en los años 80, tanto por la ambientación de la ciudad como por los personajes y las encrucijadas morales planteadas; sin embargo, formalmente consiguen universalizar ese localismo y tratar así temas globales a través de un contexto profundamente marcado y, por eso, profundamente real. Edward Yang alcanza numerosos logros significativos en estos tres magníficos largometrajes (además de gran influencia en cineastas actuales, y se puede pensar, por ejemplo, en Nobuhiro Suwa más aún que en Tsai Ming Liang), todos de espléndida factura, lo que nos hace pensar cómo fue posible que un autor de este calibre permaneciera tantos años en la sombra, desconocido más allá de las listas de Jonathan Rosenbaum o Miguel Marías.
A Brighter Summer Day: Are you lonesome tonight?
Parece ésta la gran pregunta que se hace Yang, a propósito de la adolescencia, en A Brighter Summer Day, que tiene el olor de la más personal de sus películas aunque se aleje, sobre todo temporalmente (también, en parte, estilísticamente) de las otras obras de su carrera. La entidad de A Brighter Summer Day es demasiado grande para establecer comparaciones, ya sea con la propia obra del director o con otras referencias culturales. Sin embargo, y aunque sea la película de Yang más clásica en su narrativa y sus relaciones entre personajes, no deja de funcionar como artefacto postmoderno en la manera en que maneja la referencia, la identidad y el mito. No es casual la omnipresencia de una figura como la de Elvis, o de unos adolescentes que pueden recordar a James Dean, en una película que juega con los mitos para autodefinirse. Porque no debemos olvidar que el pretexto para la ilustración de una estampa generacional de tal magnitud es el recuerdo de un suceso real, un asesinato entre adolescentes que se elevó en Taiwán, por la singularidad del suceso, a la categoría de mito. Y los mitos se nutren de su propia naturaleza, se fagocitan unos a otros, como lo hacía Elvis con James Dean o esta película con ambos. Tampoco hay que olvidar las menciones explícitas a Guerra y paz, la inabarcable novela de Tolstoi, mucho más que una declaración de intenciones.
Después de una serie de films en los que la mirada de Yang se centraba en personajes de mediana edad, a menudo jóvenes recién casados (aunque ya una adolescente protagonizara su corto de la película In our time, y otra resultaba bastante importante en The terrorizer), ahora los adolescentes son los protagonistas, siendo los adultos parte del paisaje taiwanés, una manera de definir el contexto que tanto condiciona las vidas de los protagonistas, la vida real. Lo que se nos muestra en A Brighter Summer Day es la crónica sentimental de un momento crucial en la historia de Taiwán (importante preocupación de toda la “Nueva ola taiwanesa”), y cómo ese momento condiciona las vidas de aquellos que, a su vez, menos importan socialmente. La lucha de bandas juveniles, el cine y la música estadounidenses, el problema educacional que suponen las nuevas ideas, la importancia de la familia...
Para Yang siempre es fundamental la familia, y parece decirnos que la falta de cohesión, la escasa comunicación entre sus miembros, provoca que los jóvenes busquen en otros lugares asideros a los que agarrarse y que les permitan forjar una identidad propia: en este caso la religión, la moda, el juego, o el pandilleo juvenil (encarnados por cada uno de los hermanos de la familia protagonista).
Siendo común a todos los personajes una debilidad que se manifiesta en la profunda nocturnidad de la película, son las mujeres aquellas que se muestran siempre más íntegras, cerebrales, y anímicamente fuertes; la violencia que los chicos liberan no es más que una expresión de su inseguridad y sus miedos. Por eso Yang nunca condena, y ni siquiera intenta juzgar, sino que busca comprender a sus semejantes (por más que esto suene a tópico), convirtiendo en algún caso a los más inconscientes personajes en dudosas visiones románticas. Y el gran "tour de force" de la película, enmarcado en ese propósito humanista (podríamos decir que social) de comprensión está, a pesar de tratarse de una cinta coral, en esa consciente identificación del espectador con el protagonista, que cobra pleno sentido en la parte final.
Se ha mencionado brevemente la vocación nocturna de la película, algo decisivo para la creación del clima y las atmósferas que integran paisaje y espíritu, convirtiendo a Yang en un director de la estirpe de Ozu y Ford (aquí más que nunca por la naturaleza épica de lo narrado y el juego con la historia a través de los mitos). Lo que se puede asegurar es que A Brighter Summer Day tiene algunas de las escenas nocturnas más brillantes y evocadoras que se recuerdan, y la noche se nos muestra como ese momento decisivo en el que todo sucede, como si los días no fueran más que débiles lazos que unen los períodos de oscuridad. Los contrastes de luces funcionan como esas pasiones reprimidas que sólo se pueden liberar cuando el entorno, sumido en penumbra, desaparece, y sólo queda el ser humano, individual, de frente consigo mismo, dispuesto a llorar, acuchillar o templar los ánimos en un lírico paseo de vuelta a casa. Feliz tras la tempestad, triste por lo que nunca debió suceder, pero amparado por las sombras de protección.
También es relevante la fuerza icónica de algunos objetos, que refuerzan la carga sentimental de la película, fabricando mitos de la nada, de la propia existencia cotidiana, de la invisible importancia de las frases a media voz. Una radio, una linterna, una foto, una catana, un sueño desvanecido de ser estrella de cine...
Entre Rebelde sin causa y Guerra y paz se sitúan las dos fuerzas que vertebran A brighter Summer Day, en un caso por la fuerza romántica y moderna del arrojo adolescente, y en otro por la compulsión narrativa, por la sincera y loable intención de dibujar minuciosamente un prodigioso retablo de personajes en los que el contexto, su mundo, es perfectamente reconocible y decisivo de principio a fin.
Yang se pasa a la comedia
Después de la monumental A Brighter Summer Day, Edward Yang se tomó un tiempo de descanso en el que se dedicó a actividades teatrales para, poco después, volver a su medio favorito metamorfoseado en un director de comedia. No hay que llevarse a engaño, porque esta veleidad de ligereza sólo va a durar dos películas, para volver luego con Yi Yi al drama intimista en el que tan bien se mueve. Por esta razón se pueden considerar A Confucian Confusion (1994) y Mahjong (1996) primas hermanas. Son las dos comedias de Edward Yang en las que, sin embargo, se sigue jugando con los géneros y mostrando como fondo las preocupaciones que recorren el resto de su obra. La asociación se restringe, por lo tanto, al tono de ligereza, que rompe con todo lo anterior, y a una estructura coral orquestada alrededor de un ritmo mucho más rápido de lo habitual, en ocasiones incluso frenético. Yang demuestra ser un director completamente versátil sin perder un ápice de autoría, ya que obtiene magníficos resultados con este díptico que busca otra manera de enfocar los problemas contemporáneos de la sociedad taiwanesa.
A Confucian Confusion supuso una ruptura tanto con el tono intimista y europeizado de su primera trilogía como con la ambición tolstoiana de A Brighter Summer Day. Parece que ahora la mirada está más cerca de la screwball comedy americana que de ningún otro género. Muchos de los temas de este subgénero (tan localista y apegado a un determinado momento histórico) están presentes en A Confusian Confusion, y resulta especialmente llamativo verlo enmarcado en una sociedad tan distinta a la estadounidense. Como contraposición a todas las características de la personalidad oriental clásica, dominadas por la sumisión, el espíritu de sacrificio, la tranquilidad y la calma, vemos aquí a unos personajes histéricos, esclavos de sus ambiciones, ávidos de competitividad, en los que el espíritu zen se ha reducido al mínimo, casi hasta desaparecer. Si Confucio regresara al Taiwán actual...
La película es ligera, pero en ningún momento esconde su profunda carga alegórica y la minuciosa disección a que somete algunos de los problemas íntimos más acuciantes de un país que casi no ha podido parpadear ante unos cambios demasiado rápidos para ser asimilados por sus gentes. Las neurosis de los personajes hacen creer, por momentos, que Edward Yang se ha transmutado en el mejor Woody Allen, aquel que era capaz de hablar de las grandes cuestiones de su tiempo con una ligereza que sólo le hacía ganar alcance. Pero además, sigue siendo Edward Yang, sigue componiendo esos encuadres que son mucho más elocuentes que páginas y páginas de diálogos; sigue inspeccionando intimidades sin juzgar nunca a sus criaturas, sigue investigando la integración de los sentimientos en el paisaje urbano, sigue rodando esas fascinantes escenas nocturnas, y sigue pensando su país en voz alta.
Mahjong es una película que quizás pretende ser más seria que la anterior, y los toques de comedia se dosifican con mayor cuidado. Ya no estamos ante una screwball comedy, sino más bien ante una reformulación de los códigos que mezclan el humor con los géneros policiaco o de acción. Con ciertas similitudes con The Terrorizer, pero mucho menos seria, Mahjong es coherente con su estilo más occidentalizado (en la línea de A Confusian Confusion) al intentar ofrecer una mirada externa sobre Taiwán, encarnada por algunos personajes europeos que se entremezclan con los autóctonos convirtiendo su extrañeza ante lo nuevo en un arma de vitalidad y frescura (especialmente la chica, Marthe, interpretada por Virginie Ledoyen).
Esta comedia de Yang esconde una arriesgada crítica social, entremezclando y poniendo al mismo nivel a los grandes empresarios y capitalistas de la isla y a los delincuentes vulgares. Todos buscan su propio beneficio, pero en los segundos aún queda la esperanza de rastrear unos últimos vestigios de humanidad. Cierto es que el personaje de la chica francesa es un puro estereotipo, completamente idealizado, pero no en mayor medida que los secundarios que representan arquetipos orientales vueltos del revés. Yang utiliza la caricatura para intentar revelarnos la verdad que se esconde bajo las montañas de dinero, esas que no permiten ver el bosque.
En definitiva, A Confucian Confusion y Mahjong son dos estupendas comedias que pueden sorprender enmarcadas en la obra de su director, pero que devuelven la esperanza en las posibilidades de un género que cada vez parece más un residuo del pasado o una materia prima de explotación en serie. Además, suponen una estupenda pasarela para la gran obra maestra con la que concluye la carrera de Edward Yang: esa película compendio de temas, ideas, obsesiones y querencias estéticas que supone la inmensa e inabarcable Yi Yi.
Yi Yi: testamento y cierre
Pero Yi Yi es mucho más que un testamento, un compendio de ideas o un fresco global de las preocupaciones íntimas de las familias de finales del siglo XX y comienzos del XXI. La maestría en la dirección de Yang, tras haber rodado películas de distinto tipo y cambiar de rumbo varias veces en su carrera, está fuera de toda duda, y alcanza un grado de sutileza que lo acerca más que nunca al cine clásico de Ozu, sin dejar de ser consciente de la importancia de la influencia occidental tanto en su obra como en el conjunto de la sociedad taiwanesa. Pero la actitud ha cambiado. Ahora no se trata de criticar, satirizar, hurgar en las heridas o mostrar los callejones sin salida de los problemas existenciales, sino de asumir la realidad e intentar modularla de manera que el mundo se pueda convertir en un lugar habitable e incluso, en ocasiones, apto para la felicidad. Para ello, la empatía parece ser la clave, según Yang, y las ganas de querer comprender a nuestros semejantes y confraternizar con ellos. Yi Yi es la película más vitalista y luminosa de Yang, porque el esfuerzo no está en desmontar las verdades y las mentiras de cada uno o intentar desvelar las causas que provocan los males de la sociedad. Parece que la táctica pedagógica con el espectador se ha invertido, y en lugar de arremeter contra los caminos errados, aquí se intentan mostrar las posibilidades abiertas. Lo importante es ahora comprender, y por eso los personajes de la película son tratados con tanta comprensión (incluso indulgencia en ocasiones), acercándolos a todo tipo de espectador y confiando en la bondad y las virtudes de sus almas. Yang parece partidario de asumir los defectos y los problemas de la organización social vigente a todos los niveles (político, económico, familiar…) para poder vivir lo mejor posible, tanto a nivel general como en esos pequeños momentos de felicidad que en ocasiones son los más triviales. La revolución de la trilogía urbana o el cinismo de sus comedias parecen haber dado paso, en Yi Yi, a una mansa sabiduría que en ningún caso pretende imponerse como verdad. Sólo es una de las verdades, una de las múltiples verdades observadas desde distintos puntos de vista, idea central de esta película coral en la que todos los personajes tienen un papel esencial. Este perspectivismo es una de las claves del cine contemporáneo (siendo el coreano Hong Sang Soo un nombre fundamental al respecto), que ya es consciente de que una sola mirada no puede aportar la riqueza de un mundo en constante evolución.
Teniendo en cuenta este perspectivismo, resulta decisiva en Yi Yi la figura del padre, NJ, alrededor de quien se articulan los demás personajes como piezas de un rompecabezas. NJ se ve forzado a adoptar en cada momento los distintos puntos de vista ya mencionados para comprender todo aquello que le rodea porque, parece decirnos Yang, es la única manera de seguir adelante sin caer al hondo pozo de la catástrofe. Además del padre, quizás el elemento más importante a nivel conceptual sea el hijo pequeño (de unos ocho años), que se dedica a hacer fotografías del cogote de las personas para mostrarles aquello que no pueden ver. Esa filosofía resume mucho de lo que intenta hacer el director con la película, mostrar al espectador esos pequeños fragmentos de vida que parecen nimios pero luego resultan fundamentales, pasando desapercibidos entre los opacos muros que separan a los habitantes de las grandes ciudades.
A lo largo de las tres horas de duración de Yi Yi, asistimos perplejos al desarrollo del trozo de vida de una familia en un momento en que todo empieza a tambalearse. Un matrimonio, dos hijos, una abuela, un tío recién casado, y un sinfín de aventuras cotidianas tratadas con una sutileza y un talento impresionantes. La acción avanza sin que apenas se note, a través de elipsis y fueras de campo, sin ningún tipo de subrayado, meciendo al espectador como con una nana suave, invitándolo a pensar sin dar nunca pie al aburrimiento, haciendo ver la universalidad de los conflictos que se remueven en el interior de cada ciudadano.
En una de las escenas de la película, el padre vuelve a casa y se encuentra con su mujer derrumbada anímicamente, llorando, en plena crisis existencial. Yang encuadra la absoluta comprensión que despliegan los dos personajes mientras se escucha en off una discusión que tiene lugar fuera de campo, en la casa de los vecinos. Las contradicciones del mundo moderno, las paradojas de la gran ciudad, los caprichos de los pisos adosados. Numerosas escenas de ese tipo recorren la película, abriéndola a una enorme ramificación de significados y conceptos sugeridos.
Se puede ver Yi Yi como una versión madura y actualizada de algunas de las estructuras y temas ya presentes en The Terrorizer, quizás con una influencia menos europea (Antonioni sigue presente, pero más lejos) y más próxima a algunas constantes del cine oriental clásico y del último cine estadounidense. En este sentido, la ya citada Magnolia, de Paul Thomas Anderson, filmada sólo un año antes, es una cinta muy cercana a Yi Yi, con las diferencias de nervio, arrogancia y sabiduría que imponen las diferencias de edad y recorrido profesional entre los dos realizadores.
El cineasta Olivier Assayas, amigo y compañero de Yang, destacó un punto fundamental de la película en el artículo[ii] que escribió para Positif con motivo de la muerte del taiwanés:
“Yi Yi desveló maravillosamente las fecundas contradicciones del cine de Edward logrando esa sorprendente unión en la que, por vez primera, una película china completamente desprovista de exotismo, plenamente fundada en la humanidad universal, para lo mejor y lo peor, alcanzaba a un público occidental que se reconocía en sus personajes, un público en el fondo emocionado y confuso al contemplarse en ese lugar.”
La película es inabarcable en su complejidad y en sus ambiciones, así que lo mejor es dejar a cada espectador sacar sus propias conclusiones de un visionado tan enriquecedor como el que propone Edward Yang. Yi Yi supuso, por fin, un reconocimiento más globalizado del trabajo de su creador. Se hizo con el premio al mejor director en Cannes, y numerosas publicaciones especializadas la destacaron como mejor película del año. Todavía hoy sigue apareciendo en un lugar decisivo en las atrevidas listas que resaltan las mejores películas de la década, y la desgracia es que el propio Yang no haya podido refrendarlo con una nueva creación. Como afirma Jaime Pena en el libro de Nosferatu, Edward Yang “era un 'forastero', un outsider del que siempre se receló en Taiwán, quizá de la misma manera que él siempre desconfió de su país y de su ciudad, Taipei, a la que retrató con dureza e ironía en varias de sus películas”. El cineasta, de un modo que se deja traslucir en sus películas, siempre pareció sentirse fuera del mundo, tanto en Taiwán como en el extranjero, y el remanso de paz que se atisbaba en Yi Yi no fue más que el epílogo perfecto a una carrera poco prolífica pero muy excitante.
Edward Yang nos dejó el 29 de junio de 2007, a los 59 años, tras siete años de inactividad luchando contra el cáncer, y al parecer siempre se sintió bastante solo profesionalmente, perdido en un mundo que no acababa de comprenderlo. Su cine no triunfaba entre el público ni entre los amantes del cine comercial, pero los críticos más audaces también preferían destacar a los cineastas taiwaneses aparentemente más vanguardistas como Hou Hsiao Hsien o Tsai Ming Liang. Seguramente, esta posición intermedia, oculta entre sombras, colocó a Yang en un lugar privilegiado desde el que desplegar su visión del mundo en sus películas sin tener que satisfacer a unos o a otros, siendo simplemente consciente de su propia evolución como persona y como cineasta.
A los espectadores siempre nos quedarán los recuerdos evocados por sus imágenes y las ideas desprendidas de sus creaciones. Nunca podremos olvidar esos mágicos paseos nocturnos de un padre con su hijo, ni esas fachadas exteriores de los edificios que delatan las fachadas interiores de sus habitantes. No olvidaremos las calles mojadas, los apartamentos vacíos, los recuerdos de la playa, el murmullo de las evocaciones soñadas y los nudos que no se conforman con deslizarse hasta el estómago. Are you lonesome tonight? Edward Yang, tan trágico, tan lírico.
[i] Edward Yang.
(Colección Nosferatu nº 2).
Coordinador: Jaime Pena
[ii] Edward Yang et son temps de Olivier Assayas.
Publicación: Revista Positif. Mayo 2008.Nº 567
Traducción y adaptación: E.Barriendos para zinema.com