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domingo, septiembre 25, 2011

Retratos de familia - Tránsitos del cine


Pues sí, ha pasado más de un año desde que nos pusimos con ello, desde la primera reunión con Aarón y desde esos periodos vacacionales en los que intentaba aprovechar todo lo posible para avanzar con la escritura, a sabiendas de que, después, compaginarlo con el trabajo iba a ser mucho más difícil. Te haces tu planificación personal, tu idea de cuándo debe de estar listo cada capítulo, cada apartado, cada detalle, y entonces llega la fecha y ves que no te da tiempo, y tienes que replanificar, y aparecen imprevistos, nuevas obligaciones, y lo único que te apetece es ponerte a fondo con el libro pero factores externos lo impiden... Y aun así, ahora que hemos terminado, podemos decir que no ha ido mal el tema de los plazos, y que las cosas han ido saliendo dentro de lo previsto. En estos momentos todavía estoy algo nervioso de pensar que, el próximo día que vaya a la Filmoteca, me asomaré a la librería y podré ver allí el libro. En realidad, no termino de creérmelo, así que habrá que ver qué películas interesantes ponen por allí esta próxima semana.

Hemos llegado al punto final del trayecto, y ahora me asalta una sonrisa al recordar los comienzos. El primero fue la reunión inicial con Aarón, el kick-off, como se dice de forma tan pedante cuando arranca uno de esos proyectos de investigación a los que me dedico en mi vida profesional y en los que te encuentras con los socios, los conoces, y te causan una impresión que te suele acompañar durante el resto del tiempo de vida del proyecto. Recuerdo que quedamos en Plaza de España, muy cerca de la librería 8 y medio en la que, ahora, también podemos encontrar el libro. Y recuerdo que yo iba un poco intimidado, porque me iba a embarcar en una ambiciosa empresa acompañando a alguien que es un profesional del tema, que se dedica de verdad a esto de la crítica y análisis cinematográfico. Me iba a encontrar con un Doctor que desarrolló su tesis sobre el cine de Ingmar Bergman, quien iba a estar muy presente en el libro a través de Liv Ullman e Infiel, mientras yo me dedico a intentar obtener algoritmos matemáticos que en principio poco tienen que ver con el mundo del cine o de la escritura. Así que llegué un poco nervioso, pero cuando conocí a Aarón me sentí relajado de inmediato, tranquilo porque desde ese momento ya vi que íbamos a poder trabajar en armonía, de forma colaborativa, sumando el uno al otro y nunca anulándonos. Y supe que me iba a venir muy bien contar con alguien con una formación académica en el tema, que pusiera la nota de rigor y me advirtiera de mis descuidos o mis deslices. Esa reunión fue la semilla, las primeras ideas, las primeras notas, y nos volvimos a citar para cuando hubiéramos refrescado las películas y hubiéramos desarrollado nuestras primeras inquietudes. La rueda echó a andar y ya no paró hasta el final.

Recuerdo también cuándo empecé yo a trabajar por mi lado, cuándo revisé las películas y fui anotando los primeros temas que me parecían interesantes y sobre los que podía desarrollar contenidos que intentaran abrir dudas o resquicios, o hacer que alguien que lo leyera se planteara alguna nueva inquietud. Recuerdo el día exacto en que volví a ver Yi Yi, años después de que me hubiera impresionado cuando la vi por primera vez en una sala de cine. Recuerdo ese día porque fue el día en que España ganó el Mundial. Busco en Google y veo que fue el 11 de julio de 2010. Una amiga me acompañó a ver la película después de comer en mi pequeño estudio de Lavapiés; ella no la había visto y el hecho de que le gustara mucho (y eso que no es ella muy expresiva, pero se podía saber descodificando sus palabras y sus gestos) fue un nuevo acicate que me motivó para intentar desentrañar algunos de sus misterios y abrirle nuevas puertas de significación. Terminó la película y yo quedé tan afectado como la primera vez que la había visto. Lo último que me apetecía era ver ese partido de fútbol que iba a paralizar el país. Estaba dispuesto a perderme ese momento histórico porque, en el fondo, me daba un poco igual, y prefería quedarme en casa asentando las imágenes de Edward Yang, recreándome en las vidas de sus personajes o en la potencia de sus imágenes. Sin embargo, afortunadamente, al final me dejé convencer, fuimos a un bar de Huertas con unos amigos y pudimos ver cómo la gente desorbitaba su alegría y se lanzaba a las calles de Madrid. El contraste después de ver la película hizo intensificar las emociones, y la pasión que la gente mostraba invadiendo la Gran Vía empezaba a resonar en mi cabeza con las imágenes de esas vidas que Edward Yang plantea en ese permanente intersticio entre la risa y el llanto, entre la ilusión por lo que está por venir, la alegría de lo que ya hemos vivido, y la música de fondo impregnada de tristeza que intenta atar nuestros pies al suelo, hacernos ver las cosas que han sido y las que hubieran podido ser de otra manera, lo que hemos hecho bien y lo que hemos errado para que así, pensando en lo que podíamos haber cambiado, sigamos avanzado y creciendo en todo aquello en lo que siempre hemos creído. Quizás las ilusiones se frustran, pero las ideas se van refinando, moldeando como las olas que moldean, poco a poco, la costa de una playa que ve atardecer todos los días.

Ese fue el principio y este es el final. Se lo debemos a Shangrila y solo podemos descubrirnos. Se lo debemos no solo a su confianza, sino también a su gran trabajo, al magnífico trato y al apoyo que hemos tenido en todo momento. Lo debemos a demasiadas cosas y a demasiada gente, ya sea de forma directa o indirecta y, como dijo el poeta, quien lo probó, lo supo.

Retratos de familia-Tránsitos del cine

Crónica de un libro

martes, diciembre 08, 2009

Edward Yang: buceando en Taiwán a través del mundo

Artículo publicado originalmente en la revista Shangri-La, dentro del monográfico correspondiente al cineasta Edward Yang, donde aparece debidamente formateado y maquetado. La revista se puede descargar directamente desde aquí.

No es posible imaginar un año de producción más adecuado para la última película de Edward Yang. Yi Yi, en el año 2000, marca un fin de siglo, de milenio, y fija un testamento esencial para una sociedad que se hace consciente de su presente y de su momento histórico. La obra de Yang es fundamental para la historia del cine, pero me atrevería a decir que lo es mucho más para la historia de la sociedad, tanto por lo que refleja como por lo que absorbe, describiendo y relatando una crónica de la conciencia individual del mundo que conjuga perfectamente lo emocional con lo intelectual.

En este sentido, algunas de las películas de Yang apuestan por lo intelectual mientras desvelan lo emocional, a la vez que otras prefieren apostar por una emoción más pura, la cual recubre una gruesa capa de reflexiones e ideas sobre la existencia, la soledad y las formas de relación entre personas en los albores del siglo XXI. El cine de Yang une dos siglos siendo capaz de conjugar las influencias del cine con las influencias de la vida, la observación de las películas con la observación de la realidad, el amor y el odio por todo lo que le rodea, y las propias contradicciones que enriquecen toda individualidad.

El cine de Edward Yang está profundamente apegado a su tiempo y muy localizado en su tierra natal, a pesar de sus influencias extranjerizantes y de haber pasado épocas de su vida en Estados Unidos. Esas características convierten su obra en algo totalmente personal que, además, y aquí está la parte más reflexiva de su legado, no pierde de vista las relaciones temporales y espaciales, las influencias que nacen de la certeza de que nada existe sin todo aquello que lo condiciona, precediéndolo o rodeándolo. Así se entiende la voluntad historicista de A brighter summer day (1991), fundamental película que da cuerpo al resto de su obra, o las influencias occidentales de todas sus películas, hecho que se manifiesta explícitamente, más allá de sus características cinematográficas, en la trama de su penúltima creación, Mahjong (1996).

Como afirma Jaime Pena en su introducción al libro Edward Yang[i], existen diversas clasificaciones y agrupaciones de las películas de Yang en cuanto a formas, estilos y características. Y eso es algo que llama la atención en una carrera de sólo siete largometrajes que ya parecen definirse bastante ellos mismos.

Una de estas clasificaciones, de John Anderson, “agrupa el cine de Yang en dos bloques, el de la “trilogía urbana” que compondrían That Day, On The Beach (1983), Taipei Story (1985) y The Terrorizer (1986), y el de las comedias negras que retratan el cinismo de la enriquecida sociedad de Taipei de los años noventa, A Confucian Confusion (1994) y Mahjong. Fuera de cualquier catalogación quedarían sus dos obras mayores, A Brighter Summer Day y Yi Yi, dos películas que, para Anderson, emparentarían por temas y estructuras. Por su lado, Emilie Yueh-yu Yeh y Darrell William Davis lo estructurarían con el grupo de los melodramas modernistas de los años ochenta, en el que entraría su contribución a In Our Time y sus tres primeros largometrajes, y el de sus tres comedias posmodernas de una década después, las negras y cínicas A Confucian Confusion y Mahjong, seguidas de la más ligera y humanista Yi Yi. De nuevo quedaría desemparejada A Brighter Summer Day, quizás su película más ambiciosa, muy probablemente la más lograda del cine de Yang y puede que también de todo el cine contemporáneo”.

Habitualmente se recuerda a Yang como uno de los fundadores de la “Nueva ola taiwanesa”, que modernizó el cine de su país siguiendo el legado, veinte años después, de sus colegas de la “Nouvelle vague” francesa. Pero de igual modo que pasó con los franceses de los 60, en Taiwán cada cineasta ha tomado su propio camino, dentro de la independencia y suficiencia artística, y Yang ha estado libre, de este modo, de todo tipo de clichés o características generacionales, lo que no implica que no se puedan establecer pautas y criterios más o menos generales de interpretación y descodificación de su mundo. Ante todo, su obra en general resulta profundamente personal y ajena a todo tipo de modas, y de ahí que algunos críticos se pudieran sentir descolocados ante ciertos cambios de rumbo experimentados en su cine.

Trilogía urbana: tras los pasos de Antonioni

Los tres primeros largometrajes de Edward Yang conforman su denominada "trilogía urbana", y delimitan una serie de temas y preocupaciones que serán fundamentales en la carrera del cineasta taiwanés. A partir de estos films vemos a un director profundamente enraizado con su tiempo y con su sociedad, logrando una unión indisoluble entre fondo, forma y contexto, lo que será el más brillante logro de estas películas. Del mismo modo que Ford, Ozu o Antonioni, el sentimiento colectivo, el andamiaje social encadenado a una época determinada, va a marcar profundamente los sentimientos y divagaciones de los protagonistas. Si a Ozu y Ford les une una mirada nostálgica al pasado y desencantada del presente (manifestada en Ozu en presente, en Ford en pasado), Antonioni, como Yang, prefiere hurgar con bisturí en los males ocultos de la sociedad contemporánea, y en cómo estos se manifiestan de manera silenciosa en las relaciones privadas. Aunque si hablamos de referencias no podemos olvidar a Werner Herzog, cuya película sobre Aguirre convirtió a Yang en cineasta, ni a Mikio Naruse, probablemente el cineasta más próximo y al que más debe Edward Yang.

Este mencionado compromiso con la contemporaneidad no significa que, ya en esta primera trilogía, a Yang no le interese el significado auténtico del tiempo, la memoria y el recuerdo, temas fundamentales (no por componer el sustrato del contenido, sino por el punto de vista) de su primera película, That Day, on the Beach (1983). Yang estructura toda la película a través de flashbacks que utiliza para contarnos la degradación y el infierno en que se va convirtiendo, poco a poco, una relación de pareja, preponderando así el papel de la memoria y sin ser condescendiente con la edulcoración que provoca el recuerdo. Aun así, él es consciente de que se nos muestra una evocación, y toda evocación tiende a irse hacia algún extremo, como una esfera en lo alto de una colina a la que desequilibra un ligero soplo de viento. Con una evidente inquietud estética, quizás demasiado evidente en una película tan visceral, en la que tanto importa lo que se cuenta, That Day, on the Beach nos muestra retazos de realidad absolutamente naturales, que evidencian la necesidad autobiográfica que se deriva de una película primeriza. Queda descubierta la convulsión sociopolítica de un Taiwán que quiere parecerse a EEUU con demasiada premura, y el conflicto evidente que esto provoca con los valores tradicionales de sumisión y sacrificio. Yang, que se rebela contra los caducos valores morales de su sociedad y contra las modernas ínfulas de capitalismo salvaje, quiere decirnos que ese es un camino equivocado, y que la explosión está a punto de llegar. Pero en definitiva, That Day, on the Beach (evocadora ya desde el título) es una magnífica película que, sin embargo, se resiente en su parte final de alguna impureza de cineasta novato, de unas ganas demasiado evidentes de demostrar que lo que está contando es importante, que trasciende a una simple historia de amor a lo largo de los años. Por eso chirría de alguna manera el sermón del hermano, explicación de las ideas de la película, o esa coda en off que pretende subrayar la voluntad lírica y evocadora del film.

La siguiente película, Taipei Story (1985), está protagonizada por Hou Hsiao Hsien y, curiosamente, es el film de Yang que más se acerca, en intenciones y en estilo, a la obra de su compatriota, la otra gran punta de lanza de la "Nueva ola taiwanesa". Con una narrativa casi inexistente, que lo acerca aún más a Antonioni, y un estilo elíptico que recuerda por momentos a Bresson, Taipei Story muestra aún con más fuerza que en su anterior película la desintegración de la sociedad a través de la desintegración de un matrimonio. Seguramente, de las tres sea la película más exigente con el espectador (de ahí el fracaso de taquilla en su momento), por la falta de asideros narrativos o de identificación con los personajes, lo que la hace más sugerente dentro de la frialdad con que escarba en los sentimientos más profundos. Los objetos y las intrahistorias que cuentan los propios personajes alcanzan categoría metalingüistica, y los reencuadres en interiores a través de puertas o diverso mobiliario nos hacen sentir el aislamiento e incomunicación que siempre une Yang a las nuevas condiciones de vida en la ciudad, a través de la contraposición de la intimidad de los apartamentos y los planos de exteriores urbanos.

Finalmente, The Terrorizer (1986) presenta una serie de historias cruzadas años antes de que Robert Altman revitalizara esa estructura narrativa. A medio camino entre el thriller y el drama íntimo, Yang abre su cámara a los barrios más problemáticos, a personajes marginales que flirtean con la delincuencia, sin olvidar, claro está, las familias de clase media en las que las ansias de éxito profesional acaban con la convivencia personal.

La narración fuera de campo y los elocuentes insertos en mitad de las escenas evocan a Bresson, especialmente en su última obra, El dinero (L’Argent, 1983), que también jugaba a trascender los géneros; además, la presencia de unas fotografías que resultan fundamentales para desencadenar la trama nos obliga a pensar de nuevo en Antonioni, en Blow-up (1966) y, con ello, en las posibilidades metacinematográficas del film. Además, por primera vez en la obra de Yang (y no última), el azar resulta fundamental en la película, algo que parece imprescindible en un film que intenta reflejar las conexiones entre diferentes vidas en una ciudad moderna (no anda lejos la Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson). Del mismo modo, en ninguna de las dos películas anteriores era posible la identificación del espectador con alguno de los personajes; en este caso, la escritora compone un personaje bastante positivo, que puede ser fácilmente comprendido por el espectador, y que además da algunas de las claves de la película, como ese irónico empecinamiento en separar realidad y ficción cuando la una y la otra son la misma… ¿No está obligado todo creador a negar esa relación? The Terrorizer transcurre con calma, pero con una tensión intrínseca siempre presente, y sólo parece tambalearse en una violenta recta final que parece una especie de epílogo a las tres películas, y que salva dando una vuelta de tuerca final coherente con toda su obra anterior.

Vistas hoy, las tres películas pueden parecer demasiado ancladas en los años 80, tanto por la ambientación de la ciudad como por los personajes y las encrucijadas morales planteadas; sin embargo, formalmente consiguen universalizar ese localismo y tratar así temas globales a través de un contexto profundamente marcado y, por eso, profundamente real. Edward Yang alcanza numerosos logros significativos en estos tres magníficos largometrajes (además de gran influencia en cineastas actuales, y se puede pensar, por ejemplo, en Nobuhiro Suwa más aún que en Tsai Ming Liang), todos de espléndida factura, lo que nos hace pensar cómo fue posible que un autor de este calibre permaneciera tantos años en la sombra, desconocido más allá de las listas de Jonathan Rosenbaum o Miguel Marías.

A Brighter Summer Day: Are you lonesome tonight?

Parece ésta la gran pregunta que se hace Yang, a propósito de la adolescencia, en A Brighter Summer Day, que tiene el olor de la más personal de sus películas aunque se aleje, sobre todo temporalmente (también, en parte, estilísticamente) de las otras obras de su carrera. La entidad de A Brighter Summer Day es demasiado grande para establecer comparaciones, ya sea con la propia obra del director o con otras referencias culturales. Sin embargo, y aunque sea la película de Yang más clásica en su narrativa y sus relaciones entre personajes, no deja de funcionar como artefacto postmoderno en la manera en que maneja la referencia, la identidad y el mito. No es casual la omnipresencia de una figura como la de Elvis, o de unos adolescentes que pueden recordar a James Dean, en una película que juega con los mitos para autodefinirse. Porque no debemos olvidar que el pretexto para la ilustración de una estampa generacional de tal magnitud es el recuerdo de un suceso real, un asesinato entre adolescentes que se elevó en Taiwán, por la singularidad del suceso, a la categoría de mito. Y los mitos se nutren de su propia naturaleza, se fagocitan unos a otros, como lo hacía Elvis con James Dean o esta película con ambos. Tampoco hay que olvidar las menciones explícitas a Guerra y paz, la inabarcable novela de Tolstoi, mucho más que una declaración de intenciones.

Después de una serie de films en los que la mirada de Yang se centraba en personajes de mediana edad, a menudo jóvenes recién casados (aunque ya una adolescente protagonizara su corto de la película In our time, y otra resultaba bastante importante en The terrorizer), ahora los adolescentes son los protagonistas, siendo los adultos parte del paisaje taiwanés, una manera de definir el contexto que tanto condiciona las vidas de los protagonistas, la vida real. Lo que se nos muestra en A Brighter Summer Day es la crónica sentimental de un momento crucial en la historia de Taiwán (importante preocupación de toda la “Nueva ola taiwanesa”), y cómo ese momento condiciona las vidas de aquellos que, a su vez, menos importan socialmente. La lucha de bandas juveniles, el cine y la música estadounidenses, el problema educacional que suponen las nuevas ideas, la importancia de la familia...

Para Yang siempre es fundamental la familia, y parece decirnos que la falta de cohesión, la escasa comunicación entre sus miembros, provoca que los jóvenes busquen en otros lugares asideros a los que agarrarse y que les permitan forjar una identidad propia: en este caso la religión, la moda, el juego, o el pandilleo juvenil (encarnados por cada uno de los hermanos de la familia protagonista).

Siendo común a todos los personajes una debilidad que se manifiesta en la profunda nocturnidad de la película, son las mujeres aquellas que se muestran siempre más íntegras, cerebrales, y anímicamente fuertes; la violencia que los chicos liberan no es más que una expresión de su inseguridad y sus miedos. Por eso Yang nunca condena, y ni siquiera intenta juzgar, sino que busca comprender a sus semejantes (por más que esto suene a tópico), convirtiendo en algún caso a los más inconscientes personajes en dudosas visiones románticas. Y el gran "tour de force" de la película, enmarcado en ese propósito humanista (podríamos decir que social) de comprensión está, a pesar de tratarse de una cinta coral, en esa consciente identificación del espectador con el protagonista, que cobra pleno sentido en la parte final.

Se ha mencionado brevemente la vocación nocturna de la película, algo decisivo para la creación del clima y las atmósferas que integran paisaje y espíritu, convirtiendo a Yang en un director de la estirpe de Ozu y Ford (aquí más que nunca por la naturaleza épica de lo narrado y el juego con la historia a través de los mitos). Lo que se puede asegurar es que A Brighter Summer Day tiene algunas de las escenas nocturnas más brillantes y evocadoras que se recuerdan, y la noche se nos muestra como ese momento decisivo en el que todo sucede, como si los días no fueran más que débiles lazos que unen los períodos de oscuridad. Los contrastes de luces funcionan como esas pasiones reprimidas que sólo se pueden liberar cuando el entorno, sumido en penumbra, desaparece, y sólo queda el ser humano, individual, de frente consigo mismo, dispuesto a llorar, acuchillar o templar los ánimos en un lírico paseo de vuelta a casa. Feliz tras la tempestad, triste por lo que nunca debió suceder, pero amparado por las sombras de protección.

También es relevante la fuerza icónica de algunos objetos, que refuerzan la carga sentimental de la película, fabricando mitos de la nada, de la propia existencia cotidiana, de la invisible importancia de las frases a media voz. Una radio, una linterna, una foto, una catana, un sueño desvanecido de ser estrella de cine...

Entre Rebelde sin causa y Guerra y paz se sitúan las dos fuerzas que vertebran A brighter Summer Day, en un caso por la fuerza romántica y moderna del arrojo adolescente, y en otro por la compulsión narrativa, por la sincera y loable intención de dibujar minuciosamente un prodigioso retablo de personajes en los que el contexto, su mundo, es perfectamente reconocible y decisivo de principio a fin.

Yang se pasa a la comedia

Después de la monumental A Brighter Summer Day, Edward Yang se tomó un tiempo de descanso en el que se dedicó a actividades teatrales para, poco después, volver a su medio favorito metamorfoseado en un director de comedia. No hay que llevarse a engaño, porque esta veleidad de ligereza sólo va a durar dos películas, para volver luego con Yi Yi al drama intimista en el que tan bien se mueve. Por esta razón se pueden considerar A Confucian Confusion (1994) y Mahjong (1996) primas hermanas. Son las dos comedias de Edward Yang en las que, sin embargo, se sigue jugando con los géneros y mostrando como fondo las preocupaciones que recorren el resto de su obra. La asociación se restringe, por lo tanto, al tono de ligereza, que rompe con todo lo anterior, y a una estructura coral orquestada alrededor de un ritmo mucho más rápido de lo habitual, en ocasiones incluso frenético. Yang demuestra ser un director completamente versátil sin perder un ápice de autoría, ya que obtiene magníficos resultados con este díptico que busca otra manera de enfocar los problemas contemporáneos de la sociedad taiwanesa.

A Confucian Confusion supuso una ruptura tanto con el tono intimista y europeizado de su primera trilogía como con la ambición tolstoiana de A Brighter Summer Day. Parece que ahora la mirada está más cerca de la screwball comedy americana que de ningún otro género. Muchos de los temas de este subgénero (tan localista y apegado a un determinado momento histórico) están presentes en A Confusian Confusion, y resulta especialmente llamativo verlo enmarcado en una sociedad tan distinta a la estadounidense. Como contraposición a todas las características de la personalidad oriental clásica, dominadas por la sumisión, el espíritu de sacrificio, la tranquilidad y la calma, vemos aquí a unos personajes histéricos, esclavos de sus ambiciones, ávidos de competitividad, en los que el espíritu zen se ha reducido al mínimo, casi hasta desaparecer. Si Confucio regresara al Taiwán actual...

La película es ligera, pero en ningún momento esconde su profunda carga alegórica y la minuciosa disección a que somete algunos de los problemas íntimos más acuciantes de un país que casi no ha podido parpadear ante unos cambios demasiado rápidos para ser asimilados por sus gentes. Las neurosis de los personajes hacen creer, por momentos, que Edward Yang se ha transmutado en el mejor Woody Allen, aquel que era capaz de hablar de las grandes cuestiones de su tiempo con una ligereza que sólo le hacía ganar alcance. Pero además, sigue siendo Edward Yang, sigue componiendo esos encuadres que son mucho más elocuentes que páginas y páginas de diálogos; sigue inspeccionando intimidades sin juzgar nunca a sus criaturas, sigue investigando la integración de los sentimientos en el paisaje urbano, sigue rodando esas fascinantes escenas nocturnas, y sigue pensando su país en voz alta.

Mahjong es una película que quizás pretende ser más seria que la anterior, y los toques de comedia se dosifican con mayor cuidado. Ya no estamos ante una screwball comedy, sino más bien ante una reformulación de los códigos que mezclan el humor con los géneros policiaco o de acción. Con ciertas similitudes con The Terrorizer, pero mucho menos seria, Mahjong es coherente con su estilo más occidentalizado (en la línea de A Confusian Confusion) al intentar ofrecer una mirada externa sobre Taiwán, encarnada por algunos personajes europeos que se entremezclan con los autóctonos convirtiendo su extrañeza ante lo nuevo en un arma de vitalidad y frescura (especialmente la chica, Marthe, interpretada por Virginie Ledoyen).

Esta comedia de Yang esconde una arriesgada crítica social, entremezclando y poniendo al mismo nivel a los grandes empresarios y capitalistas de la isla y a los delincuentes vulgares. Todos buscan su propio beneficio, pero en los segundos aún queda la esperanza de rastrear unos últimos vestigios de humanidad. Cierto es que el personaje de la chica francesa es un puro estereotipo, completamente idealizado, pero no en mayor medida que los secundarios que representan arquetipos orientales vueltos del revés. Yang utiliza la caricatura para intentar revelarnos la verdad que se esconde bajo las montañas de dinero, esas que no permiten ver el bosque.

En definitiva, A Confucian Confusion y Mahjong son dos estupendas comedias que pueden sorprender enmarcadas en la obra de su director, pero que devuelven la esperanza en las posibilidades de un género que cada vez parece más un residuo del pasado o una materia prima de explotación en serie. Además, suponen una estupenda pasarela para la gran obra maestra con la que concluye la carrera de Edward Yang: esa película compendio de temas, ideas, obsesiones y querencias estéticas que supone la inmensa e inabarcable Yi Yi.

Yi Yi: testamento y cierre

Pero Yi Yi es mucho más que un testamento, un compendio de ideas o un fresco global de las preocupaciones íntimas de las familias de finales del siglo XX y comienzos del XXI. La maestría en la dirección de Yang, tras haber rodado películas de distinto tipo y cambiar de rumbo varias veces en su carrera, está fuera de toda duda, y alcanza un grado de sutileza que lo acerca más que nunca al cine clásico de Ozu, sin dejar de ser consciente de la importancia de la influencia occidental tanto en su obra como en el conjunto de la sociedad taiwanesa. Pero la actitud ha cambiado. Ahora no se trata de criticar, satirizar, hurgar en las heridas o mostrar los callejones sin salida de los problemas existenciales, sino de asumir la realidad e intentar modularla de manera que el mundo se pueda convertir en un lugar habitable e incluso, en ocasiones, apto para la felicidad. Para ello, la empatía parece ser la clave, según Yang, y las ganas de querer comprender a nuestros semejantes y confraternizar con ellos. Yi Yi es la película más vitalista y luminosa de Yang, porque el esfuerzo no está en desmontar las verdades y las mentiras de cada uno o intentar desvelar las causas que provocan los males de la sociedad. Parece que la táctica pedagógica con el espectador se ha invertido, y en lugar de arremeter contra los caminos errados, aquí se intentan mostrar las posibilidades abiertas. Lo importante es ahora comprender, y por eso los personajes de la película son tratados con tanta comprensión (incluso indulgencia en ocasiones), acercándolos a todo tipo de espectador y confiando en la bondad y las virtudes de sus almas. Yang parece partidario de asumir los defectos y los problemas de la organización social vigente a todos los niveles (político, económico, familiar…) para poder vivir lo mejor posible, tanto a nivel general como en esos pequeños momentos de felicidad que en ocasiones son los más triviales. La revolución de la trilogía urbana o el cinismo de sus comedias parecen haber dado paso, en Yi Yi, a una mansa sabiduría que en ningún caso pretende imponerse como verdad. Sólo es una de las verdades, una de las múltiples verdades observadas desde distintos puntos de vista, idea central de esta película coral en la que todos los personajes tienen un papel esencial. Este perspectivismo es una de las claves del cine contemporáneo (siendo el coreano Hong Sang Soo un nombre fundamental al respecto), que ya es consciente de que una sola mirada no puede aportar la riqueza de un mundo en constante evolución.

Teniendo en cuenta este perspectivismo, resulta decisiva en Yi Yi la figura del padre, NJ, alrededor de quien se articulan los demás personajes como piezas de un rompecabezas. NJ se ve forzado a adoptar en cada momento los distintos puntos de vista ya mencionados para comprender todo aquello que le rodea porque, parece decirnos Yang, es la única manera de seguir adelante sin caer al hondo pozo de la catástrofe. Además del padre, quizás el elemento más importante a nivel conceptual sea el hijo pequeño (de unos ocho años), que se dedica a hacer fotografías del cogote de las personas para mostrarles aquello que no pueden ver. Esa filosofía resume mucho de lo que intenta hacer el director con la película, mostrar al espectador esos pequeños fragmentos de vida que parecen nimios pero luego resultan fundamentales, pasando desapercibidos entre los opacos muros que separan a los habitantes de las grandes ciudades.

A lo largo de las tres horas de duración de Yi Yi, asistimos perplejos al desarrollo del trozo de vida de una familia en un momento en que todo empieza a tambalearse. Un matrimonio, dos hijos, una abuela, un tío recién casado, y un sinfín de aventuras cotidianas tratadas con una sutileza y un talento impresionantes. La acción avanza sin que apenas se note, a través de elipsis y fueras de campo, sin ningún tipo de subrayado, meciendo al espectador como con una nana suave, invitándolo a pensar sin dar nunca pie al aburrimiento, haciendo ver la universalidad de los conflictos que se remueven en el interior de cada ciudadano.

En una de las escenas de la película, el padre vuelve a casa y se encuentra con su mujer derrumbada anímicamente, llorando, en plena crisis existencial. Yang encuadra la absoluta comprensión que despliegan los dos personajes mientras se escucha en off una discusión que tiene lugar fuera de campo, en la casa de los vecinos. Las contradicciones del mundo moderno, las paradojas de la gran ciudad, los caprichos de los pisos adosados. Numerosas escenas de ese tipo recorren la película, abriéndola a una enorme ramificación de significados y conceptos sugeridos.

Se puede ver Yi Yi como una versión madura y actualizada de algunas de las estructuras y temas ya presentes en The Terrorizer, quizás con una influencia menos europea (Antonioni sigue presente, pero más lejos) y más próxima a algunas constantes del cine oriental clásico y del último cine estadounidense. En este sentido, la ya citada Magnolia, de Paul Thomas Anderson, filmada sólo un año antes, es una cinta muy cercana a Yi Yi, con las diferencias de nervio, arrogancia y sabiduría que imponen las diferencias de edad y recorrido profesional entre los dos realizadores.

El cineasta Olivier Assayas, amigo y compañero de Yang, destacó un punto fundamental de la película en el artículo[ii] que escribió para Positif con motivo de la muerte del taiwanés:

“Yi Yi desveló maravillosamente las fecundas contradicciones del cine de Edward logrando esa sorprendente unión en la que, por vez primera, una película china completamente desprovista de exotismo, plenamente fundada en la humanidad universal, para lo mejor y lo peor, alcanzaba a un público occidental que se reconocía en sus personajes, un público en el fondo emocionado y confuso al contemplarse en ese lugar.”

La película es inabarcable en su complejidad y en sus ambiciones, así que lo mejor es dejar a cada espectador sacar sus propias conclusiones de un visionado tan enriquecedor como el que propone Edward Yang. Yi Yi supuso, por fin, un reconocimiento más globalizado del trabajo de su creador. Se hizo con el premio al mejor director en Cannes, y numerosas publicaciones especializadas la destacaron como mejor película del año. Todavía hoy sigue apareciendo en un lugar decisivo en las atrevidas listas que resaltan las mejores películas de la década, y la desgracia es que el propio Yang no haya podido refrendarlo con una nueva creación. Como afirma Jaime Pena en el libro de Nosferatu, Edward Yang “era un 'forastero', un outsider del que siempre se receló en Taiwán, quizá de la misma manera que él siempre desconfió de su país y de su ciudad, Taipei, a la que retrató con dureza e ironía en varias de sus películas”. El cineasta, de un modo que se deja traslucir en sus películas, siempre pareció sentirse fuera del mundo, tanto en Taiwán como en el extranjero, y el remanso de paz que se atisbaba en Yi Yi no fue más que el epílogo perfecto a una carrera poco prolífica pero muy excitante.

Edward Yang nos dejó el 29 de junio de 2007, a los 59 años, tras siete años de inactividad luchando contra el cáncer, y al parecer siempre se sintió bastante solo profesionalmente, perdido en un mundo que no acababa de comprenderlo. Su cine no triunfaba entre el público ni entre los amantes del cine comercial, pero los críticos más audaces también preferían destacar a los cineastas taiwaneses aparentemente más vanguardistas como Hou Hsiao Hsien o Tsai Ming Liang. Seguramente, esta posición intermedia, oculta entre sombras, colocó a Yang en un lugar privilegiado desde el que desplegar su visión del mundo en sus películas sin tener que satisfacer a unos o a otros, siendo simplemente consciente de su propia evolución como persona y como cineasta.

A los espectadores siempre nos quedarán los recuerdos evocados por sus imágenes y las ideas desprendidas de sus creaciones. Nunca podremos olvidar esos mágicos paseos nocturnos de un padre con su hijo, ni esas fachadas exteriores de los edificios que delatan las fachadas interiores de sus habitantes. No olvidaremos las calles mojadas, los apartamentos vacíos, los recuerdos de la playa, el murmullo de las evocaciones soñadas y los nudos que no se conforman con deslizarse hasta el estómago. Are you lonesome tonight? Edward Yang, tan trágico, tan lírico.




[i] Edward Yang.

(Colección Nosferatu nº 2).

Coordinador: Jaime Pena

[ii] Edward Yang et son temps de Olivier Assayas.

Publicación: Revista Positif. Mayo 2008.Nº 567

Traducción y adaptación: E.Barriendos para zinema.com

domingo, diciembre 06, 2009

Edward Yang en Shangri-La

Como sucede cada tres meses, ya tenemos la suerte de poder disfrutar del último número de la revista Shangri-La, que en esta ocasión, entre otras cosas, dedica su monográfico a la figura del malogrado cineasta taiwanés Edward Yang, de quién pudimos disfrutar hace poco más de un año de una fantástica retrospectiva completa en el Cine Doré de Madrid. Por mi parte, colaboro con un modesto texto genérico que repasa la carrera completa de Yang.

En unos días pondré mi texto por aquí, pero de momento ya se puede descargar la revista completa desde la web de Shangri-La:



lunes, noviembre 02, 2009

Like You Know It All, Hong Sang Soo se desmitifica a sí mismo


Ciertos autores corren el riesgo, en cada nueva película, de caer en el abismo del narcisismo autoral y la autocomplacencia inconsciente. Podríamos encuadrar a Hong Sang Soo dentro de este grupo, pero hasta el momento ha conseguido salvarse, y vuelve a hacerlo en su última creación, la libre y desprejuiciada "Like You Know It All".


Después de "Night and day", una película algo diferente a lo que nos tenía acostumbrados hasta el momento (dentro de lo que es posible en Hong), más áspera y quizás más compleja, la última película del director coreano nos devuelve a ese universo que juega con la suspensión de la ficción introduciendo ésta, de lleno, en un juego autobiográfico auténtico o impostado, poco importa. De nuevo el protagonista es un director de cine, y de nuevo se trata de alguien arrastrado por el entorno, por las circunstancias, sin ser muy capaz de reaccionar de la manera apropiada. Entre abúlico y temperamental, el protagonista es al mismo tiempo víctima y culpable, y la mirada irónica (incluso vitriólica, algo cruel) que Hong Sang Soo vierte sobre él no se recrea en la compasión, sino que prefiere examinar sus contradicciones, que son las de todo ser humano, y extraer conclusiones que nunca son claras. Porque como se dice en algún fragmento del film, probalemente el más explícito en cuanto a teoría cinematográfico-vital de la carrera de Hong, una película no tiene por qué mostrar bellas imágenes ni claros mensajes ("No hay mensajes claros. Como mucho, ambiguos"). Hong apuesta por una libertad decidida, se llega a decir que lo más importante en la vida es la libertad, pero en la película se muestra la imposibilidad de alcanzar esa libertad. El protagonista define esta libertad como "la fortaleza de concentrar en uno los auténticos deseos", y dice que "somos innecesariamente felices, porque perseguimos falsos ideales y los deseos de los demás". Por otro lado, él, autor de películas, al parecer, bastante personales, de prestigio pero poco público, anhela secretamente conseguir un taquillazo, e incluso sueña con tener una excusa que le permita afrontar sus películas sin perder el orgullo de ceder a sus ideales y a su presunta libertad e independencia. Por lo tanto, esa ambigüedad se traduce en un desequilibrio que funciona a todos los niveles, especialmente en el emocional, siendo incapaz de enderezar cualquier mínima curva que el destino pone frente a él. No es capaz y acaba complicando las cosas. Y esos desarreglos afectivos vienen a ser el detonante de su vida, porque invade todo lo demás, y en la película se aprecia que esa utopía de separar lo personal y lo profesional suele quedarse en los manuales de los empresarios.



"Like You Know It All" parece establecer continuidad directa con "Woman on the beach" y, al igual que en esta y en otras muchas, el mar, la playa, juega un papel simbólico decisivo, como aquel lugar de calma al que quisiera acceder el protagonista sin lograr nunca llegar a él. Y entre ligereza y profundidad se mueve la película, con sus largos planos secuencia y un naturalismo que tiene mucho de rohmeriano, de disfrute del momento y de regocijo ante lo aparentemente banal. Porque Hong celebra la vida a cada instante, para bien o para mal, entre comilonas, botellas de alcohol y deslizamientos de sábanas. Hong juega con sus películas y muestra esos resortes escondidos de cada ser humano que se mueven en una aparente aleatoriedad, saltando de la calma a la furia y de la suspicacia a la necesidad de comunicación y afecto. Porque, al fin y al cabo, por mucho que intentemos negarlo y muy fuertes que nos creamos, todos estamos necesitados y somos vulnerables en cuanto entornamos un párpado.


martes, mayo 20, 2008

Ciclo Edward Yang (III): A Confucian Confusion (1994) y Mahjong (1996)

Después de la monumental A Brighter Summer Day, Edward Yang se tomó un tiempo de descanso en el que se dedicó a actividades teatrales para, poco después, volver a su medio favorito metamorfoseado en un director de comedia. No hay que llevarse a engaño, porque esta veleidad de ligereza sólo va a durar dos películas, para volver luego con Yi Yi al drama intimista en el que tan bien se mueve. Por esta razón se pueden considerar A Confucian Confusion (1994) y Mahjong (1996) primas hermanas. Son las dos comedias de Edward Yang en las que, sin embargo, sigue jugando con los géneros y mostrando como fondo las preocupaciones que recorren el resto de su obra. La asociación se restringe, por lo tanto, al tono de ligereza, que rompe con todo lo anterior, y a una estructura coral orquestada alrededor de un ritmo mucho más rápido de lo habitual, en ocasiones incluso frenético. Yang demuestra ser un director completamente versátil sin perder un ápice de autoría, ya que obtiene magníficos resultados con este díptico que busca otra manera de enfocar los problemas contemporáneos de la sociedad taiwanesa.


A Confucian Confusion supuso una ruptura tanto con el tono intimista y europeizado de su primera trilogía como con la ambición tolstoiana de A Brighter Summer Day. Parece que ahora la mirada está más cerca de la screwball comedy americana que de ningún otro género. Muchos de los temas de este subgénero (tan localista y apegado a un determinado momento histórico) están presentes en A Confusian Confusion, y resulta especialmente llamativo verlo enmarcado en una sociedad tan distinta a la estadounidense. Como contraposición a todas las características de la personalidad oriental clásica, dominadas por la sumisión, el espíritu de sacrificio, la tranquilidad y la calma, vemos aquí a unos personajes histéricos, esclavos de sus ambiciones, ávidos de competitividad, en los que el espíritu zen se ha reducido al mínimo, casi hasta desaparecer. Si Confucio regresara al Taiwán actual...

La película es ligera, pero en ningún momento esconde su profunda carga alegórica y la minuciosa disección a que somete a algunos de los problemas íntimos más acuciantes de un país que casi no ha podido parpadear ante unos cambios demasiado rápidos para ser asimilados por sus gentes. Las neurosis de los personajes nos hacen creer, por momentos, que Edward Yang se ha transmutado en el mejor Woody Allen, aquel que era capaz de hablar de las grandes cuestiones de su tiempo con una ligereza que sólo le hacía ganar alcance. Pero además, sigue siendo Edward Yang, sigue componiendo esos encuadres que son mucho más elocuentes que páginas y páginas de diálogos; sigue inspeccionando intimidades sin juzgar nunca a sus criaturas, sigue investigando la integración de los sentimientos en el paisaje urbano, sigue rodando esas fascinantes escenan nocturnas, y sigue pensando su país en voz alta.


Mahjong es una película que quizás pretende ser más seria que la anterior, y los toques de comedia se dosifican con mayor cuidado. Ya no estamos ante una screwball comedy, sino más bien ante una reformulación de los códigos que mezclan el humor con los géneros policiaco o de acción. Con ciertas similitudes con The Terrorizer, pero mucho menos seria, Mahjong es coherente con su estilo más occidentalizado (en la línea de A Confusian Confusion) al intentar ofrecer una mirada externa sobre Taiwán, encarnada por algunos personajes europeos que se entremezclan con los autóctonos convirtiendo su extrañeza ante lo nuevo en un arma de vitalidad y frescura (especialmente la chica, Marthe, interpretada por Virginie Ledoyen, que por momentos parece un clon de Natalie Portman).

Esta comedia de Yang esconde una arriesgada crítica social, entremezclando y poniendo al mismo nivel a los grandes empresarios y capitalistas de la isla y a los delincuentes vulgares. Todos buscan su propio beneficio, pero en los segundos aún queda la esperanza de rastrear unos últimos vestigios de humanidad. Cierto es que el personaje de la chica francesa es un puro estereotipo, completamente idealizado, pero no en mayor medida que los secundarios que representan arquetipos orientales vueltos del revés. Yang utiliza la caricatura para intentar revelarnos la verdad que se esconde bajo las montañas de dinero, esas que no permiten ver el bosque.


En definitiva, A Confucian Confusion y Mahjong son dos estupendas comedias que pueden sorprender enmarcadas en la obra de su director, pero que devuelven la esperanza en las posibilidades de un género que cada vez parece más un residuo del pasado o una materia prima de explotación en serie. Además, suponen una estupenda pasarela para la gran obra maestra con la que concluye la carrera de Edward Yang. Hablo de esa película compendio de temas, ideas, obsesiones y querencias estéticas que supone la inmensa e inabarcable Yi Yi.

sábado, mayo 17, 2008

Ciclo Edward Yang (II): A Brighter Summer Day (1991)

Are you lonesome tonight?



Parece ésta la gran pregunta que se hace Yang, a propósito de la adolescencia, en A Brighter Summer Day, que tiene el olor de la más personal de sus películas aunque se aleje, sobre todo temporalmente (también en parte estilísticamente) de las otras películas de su carrera. La entidad de A Brighter Summer Day es demasiado grande para establecer comparaciones, ya sea con la propia obra del director o con otras referencias culturales. Sin embargo, y aunque sea la película de Yang más clásica en su narrativa y sus relaciones entre personajes, no deja de funcionar como artefacto postmoderno en la manera en que maneja la referencia, la identidad y el mito. No es casual la omnipresencia de una figura como la de Elvis, o de unos adolescentes que pueden recordar a James Dean, en una película que juega con los mitos para autodefinirse. Porque no debemos olvidar que el pretexto para la ilustración de una estampa generacional de tal magnitud es el recuerdo de un suceso real, un asesinato entre adolescente, que se elevó en Taiwán, por la singularidad del suceso, a la categoría de mito. Y los mitos se nutren de su propia naturaleza, se fagocitan unos a otros, como lo hacía Elvis con James Dean o esta película con ambos. Tampoco hay que olvidar las menciones explícitas a Guerra y paz, la inabarcable novela de Tolstoi, mucho más que una declaración de intenciones.


Después de una serie de films en los que la mirada de Yang se centraba en personajes de mediana edad, a menudo jóvenes recién casados (aunque ya una adolescente protagonizara su corto de la película In our time, y otra resultaba bastante importante en The terrorizer), ahora los adolescentes son los protagonistas, siendo los adultos parte del paisaje taiwanés, una manera de definir el contexto que tanto condiciona las vidas de los protagonistas, que tanto condiciona la vida real. Lo que se nos muestra en A Brighter Summer Day es la crónica sentimental de un momento crucial en la historia de Taiwán (importante preocupación de toda la nueva ola taiwanesa), y cómo ese momento condiciona las vidas de aquellos que, a su vez, menos importan socialmente. La lucha de bandas juveniles, el cine y la música estadounidenses, el problema educacional que suponen las nuevas ideas, la importancia de la familia...

Para Yang siempre es fundamental la familia, y parece decirnos que la falta de cohesión, la escasa comunicación entre sus miembros, provoca que los jóvenes busquen en otros lugares asideros a los que agarrarse y que les permitan forjar una identidad propia: en este caso la religión, la moda, el juego, o el pandilleo juvenil (encarnados por cada uno de los hermanos de la familia protagonista).

Siendo común a todos los personajes una debilidad que se manifiesta en la profunda nocturnidad de la película, son las mujeres aquellas que se muestran siempre más íntegras, cerebrales, y anímicamente fuertes; la violencia que los chicos liberan no es más que una expresión de su inseguridad y sus miedos. Por eso Yang nunca condena, y ni siquiera intenta juzgar, sino que busca comprender a sus semejantes (por más que esto suene a tópico), convirtiendo en algún caso a los más inconscientes personajes en dudosas visiones románticas. Y el gran "tour de force" de la película, enmarcado en ese propósito humanista (podríamos decir que social) de comprensión, está, a pesar de tratarse de una cinta coral, en esa consciente identificación del espectador con el protagonista, que cobra pleno sentido en la parte final.


Hemos mencionado brevemente la vocación nocturna de la película, algo decisivo para la creación del clima y las atmósferas que integran paisaje y espíritu, convirtiendo a Yang en un director de la estirpe de Ozu y Ford (aquí más que nunca por la naturaleza épica de lo narrado y el juego con la historia a través de los mitos). Lo que puedo asegurar es que A Brighter Summer Day tiene algunas de las escenas nocturnas más brillantes y evocadoras que yo recuerdo, y la noche se nos muestra como ese momento decisivo en el que todo sucede, como si los días no fueran más que débiles lazos que unen los períodos de oscuridad. Los contrastes de luces funcionan como esas pasiones reprimidas que sólo se pueden liberar cuando el entorno, sumido en penumbra, desaparece, y sólo queda el ser humano, individual, de frente consigo mismo, dispuesto a llorar, acuchillar o templar los ánimos en un lírico paseo de vuelta a casa. Feliz tras la tempestad, triste por lo que nunca debió suceder, pero amparado por las sombras de protección.

También es relevante la fuerza icónica de algunos objetos, que refuerzan la carga sentimental de la película, fabricando mitos de la nada, de la propia existencia cotidiana, de la invisible importancia de las frases a media voz. Una radio, una linterna, una foto, una catana, un sueño desvanecido de ser estrella de cine...

Entre Rebelde sin causa y Guerra y paz se sitúan las dos fuerzas que vertebran A brighter Summer day, en un caso por la fuerza romántica y moderna del arrojo adolescente, y en otro por la compulsión narrativa, por la sincera y loable intención de dibujar minuciosamente un prodigioso retablo de personajes en los que el contexto, su mundo, es perfectamente reconocible y decisivo de principio a fin.

Edward Yang. Tan trágico, tan lírico.

domingo, mayo 11, 2008

Ciclo Edward Yang (I): That Day, on the Beach (83), Taipei Story (85) y The Terrorizer (86)


Los tres primeros largometrajes de Edward Yang conforman su denominada "trilogía urbana", y delimitan una serie de temas y preocupaciones que serán fundamentales en la carrera del cineasta taiwanés. A partir de estos films vemos a un director profundamente enraizado con su tiempo y con su sociedad, logrando una unión indisoluble entre fondo, forma y contexto, lo que será el más brillante logro de estas películas. Del mismo modo que Ford, Ozu o Antonioni, el sentimiento colectivo, el andamiaje social encadenado a una época determinada, va a marcar profundamente los sentimientos y divagaciones de los protagonistas. Si a Ozu y Ford les une una mirada nostálgica al pasado y desencantada del presente (manifestada en Ozu en presente, en Ford en pasado), Antonioni, como Yang, prefiere hurgar con bisturí en los males ocultos de la sociedad contemporánea, y cómo estos se manifiestan de manera silenciosa en las relaciones privadas. Aunque si hablamos de referencias no podemos olvidar a Werner Herzog, cuya película sobre Aguirre convirtió a Yang en cineasta, ni a Mikio Naruse, probablemente el cineasta más próximo y al que más debe Edward Yang.

Este mencionado compromiso con la contemporaneidad no significa que, ya en esta primera trilogía, a Yang no le interese el significado auténtico del tiempo, la memoria y el recuerdo, temas fundamentales (no por componer el sustrato del contenido, sino por el punto de vista) de su primera película, That Day, on the Beach (1983). Yang estructura toda la película a través de flashbacks que utiliza para contarnos la degradación y el infierno en que se va convirtiendo, poco a poco, una relación de pareja, preponderando así el papel de la memoria y sin ser condescendiente con la edulcoración que provoca el recuerdo. Aun así, él es consciente de que se nos muestra una evocación, y toda evocación tiende a irse hacia algún extremo, como una esfera en lo alto de una colina a la que desequilibra un ligero soplo de viento. Con una evidente inquietud estética, quizás demasiado evidente en una película en la que tanto importa lo que se cuenta, That Day, on the Beach nos muestra retazos de realidad absolutamente naturales, que evidencian la necesidad autobiográfica que se deriva de una película primeriza. Queda evidenciada la convulsión sociopolítica de un Taiwán que quiere parecerse a EEUU con demasiada premura, y el conflicto evidente que esto provoca con los valores tradicionales de sumisión y sacrificio. Yang, que se rebela contra los caducos valores morales de su sociedad y contra las modernas ínfulas de capitalismo salvaje, quiere decirnos que ese es un camino equivocado, y que la explosión está a punto de llegar. Pero en definitiva, That Day, on the Beach (evocadora ya desde el título) es una magnífica película que, sin embargo, se resiente en su parte final de alguna impureza de cineasta novato, de unas ganas demasiado evidentes de demostrar que lo que está contando es importante, trascendente a una historia de amor a lo largo de los años. Por eso chirría de alguna manera el sermón (que es una explicación de las ideas de la película) del hermano, o esa coda en off que pretende subrayar la voluntad lírica y evocadora del film.


La siguiente película, Taipei Story (1985), está protagonizada por Hou Hsiao Hsien y, curiosamente, es el film de Yang que más se acerca, en intenciones y en estilo, a la obra de su compatriota, la otra gran punta de lanza de la "nueva ola taiwanesa". Con una narrativa casi inexistente, que lo acerca aún más a Antonioni, y un estilo elíptico que recuerda por momentos a Bresson, Taipei Story muestra aún con más fuerza que en su anterior película la desintegración de la sociedad a través de la desintegración de un matrimonio. Seguramente, de las tres sea la película más exigente con el espectador (de ahí el fracaso de taquilla en su momento), por la falta de asideros narrativos o de identificación con los personajes, lo que la hace más sugerente dentro de la frialdad con que escarba en los sentimientos más profundos. Los objetos y las intrahistorias que cuentan los propios personajes alcanzan categoría metalingüistica, y los reencuadres en interiores a través de puertas o diverso mobiliario nos hacen sentir el aislamiento e incomunicación que siempre une Yang a las nuevas condiciones de vida en la ciudad, a través de la contraposición de la intimidad de los apartamentos y los planos de exteriores urbanos.


Finalmente, The Terrorizer (1986) presenta una serie de historias cruzadas años antes de que Robert Altman revitalizara esa estructura narrativa. A medio camino entre el thriller y el drama íntimo, Yang abre su cámara a los barrios más problemáticos, a personajes marginales que flirtean con la delincuencia, sin olvidar, claro está, las familias de clase media en las que las ansias de éxito profesional acaban con la convivencia personal.
La narración fuera de campo y los elocuentes insertos en mitad de las escenas evocan a Bresson, especialmente en su última obra, El dinero (1983), que también jugaba a trascender los géneros; además, la presencia de unas fotografías que resultan fundamentales para desencadenar la trama nos obliga a pensar de nuevo en Blow-up (1966) y, con ello, en las posibilidades metacinematográficas del film. Además, por primera vez en la obra de Yang (y no última), el azar resulta fundamental en la película, algo que parece imprescindible en un film que intenta reflejar las conexiones entre diferentes vidas en una ciudad moderna. Del mismo modo, en ninguna de las dos películas anteriores era posible la identificación del espectador con alguno de los personajes; en este caso, la escritora compone un personaje bastante positivo, que puede ser fácilmente comprendido por el espectador, y que además da algunas de las claves de la película, como ese irónico empecinamiento en separar realidad y ficción cuando la una y la otra son la misma. (¿Qué pensaría Philip Roth?). ¿No está obligado todo creador a negar esa relación? The Terrorizer transcurre con calma, pero con una tensión intrínseca siempre presente, y sólo parece tambalearse en una violenta recta final que parece una especie de epílogo a las tres películas, y que a mi parecer salva dando una vuelta de tuerca final coherente con toda su obra anterior.


Vistas hoy, las tres películas pueden parecer demasiado ancladas en los años 80, tanto por la ambientación de la ciudad, de los personajes, o por las encrucijadas morales; sin embargo, formalmente consiguen universalizar ese localismo y tratar así temas globales a través de un contexto profundamente marcado y, por eso, profundamente real. Edward Yang alcanza numerosos logros significativos en estos tres magníficos largometrajes (además de gran influencia en cineastas actuales, y pienso, por ejemplo, en Nobuhiro Suwa), todos de espléndida factura, lo que nos hace pensar cómo fue posible que un autor de este calibre permaneciera tantos años en la sombra, desconocido más allá de las listas de Jonathan Rosenbaum o Miguel Marías.

Próxima parada, el próximo viernes, con la esperadísima A Brighter Summer Day, las cuatro horas que todos consideran fundamentales en el cine de los 90 y, en realidad, en toda la historia del cine. Allí estaremos, quién sabe si una vez más sentados detrás de Miguel Marías...

domingo, mayo 04, 2008

Mayo en Taipei

Llega con fuerza el mes de mayo a Madrid. Por un lado, tenemos por fin el estreno, aunque sólo sea en dos salas, de la última película de Jacques Rivette, La duquesa de Langeais, que nos obliga a hacer como sea un hueco en la agenda (¿quizá este lunes?). Además, ha empezado el Documenta Madrid, con una fantástica programación de la que, por lo menos, no me perderé la proyección en los cines Princesa de la monumental obra de Chris Marker La base del aire es roja (viernes 9, 22:45). Pero, por si fuera poco, también tiene lugar en la Filmoteca la proyección de uno de los ciclos que espero con más ganas desde hace bastante tiempo: una retrospectiva integral sobre el taiwanés Edward Yang. Ya comenté en su día Yi Yi, y ahora espero pasarme a ver sus demás películas en los pases que marco en negrita. A continuación, los horarios completos:

1.- That Day on the Beach (1983). Sábado 3 (19:00) y martes 6 (19:15)
2.- Taipei Story (1985). Domingo 4 (19:30) y miércoles 7 (22:00)
3.- In Our Time (1982). Viernes 9 (17:30) y domingo 11 (20:30)
4.- The Terrorizer (1986). Sábado 10 (19:30) y jueves 22 (20:30)
5.- A Brighter Summer Day (1991). Martes 13 (19:30) y viernes 16 (20:30)
6.- A Confucian Confusion (1994). Miércoles 14 (19:30) y sábado 17 (22:00)
7.- Mahjong (1996). Domingo 18 (19:30) y martes 20 (19:30)
8.- Yi Yi (2000). Sábado 24 (20:10) y viernes 30 (20:30)

Desde aquí intentaré llevar un seguimiento del ciclo de Edward Yang, más o menos prolijo según el tiempo y las ganas de cada momento. Mientras, nos vemos en el cine :)

domingo, marzo 09, 2008

La emperatriz Yang Kwei-fei, Mizoguchi en color


En un momento en que la descontextualización histórica está cobrando fuerza gracias a las últimas obras de directores como Eric Rohmer (El romance de Astrea y Celadón), Sofia Coppola (María Antonieta), Paul Thomas Anderson (Pozos de ambición), o Hirokazu Kore-Eda (Hana), puede resultar muy interesante recuperar algunas de las películas históricas del maestro Kenji Mizoguchi. Está claro que Sofia Coppola no quería hacer una película histórica en su María Antonieta, sino utilizar las herramientas del pasado para dibujar con mayor precisión sus inquietudes personales respecto al presente; del mismo modo, no hay una diferencia de fondo entre las películas "contemporáneas" y las películas históricas de Mizoguchi.

A diferencia, por ejemplo, de Kurosawa, que exportaba tragedias shakespearianas más allá del tiempo y del espacio para dotar a su cine de un carácter universal, que hablara de la condición humana a través de una concienzuda contextualización, el cine histórico de Mizoguchi habla del presente, de las verdaderas inquietudes de su director, de la necesidad de dar voz a la mujer en una sociedad que se empeñaba en silenciarlas. Así, la reivindicación social de sus películas contemporáneas como Los músicos de Gion, La mujer crucificada o La calle de la vergüenza se extiende a los melodramas históricos que denuncian la situación de la mujer a través de la aproximación intimista, totalmente alejada de efectismos o trucos demagógicos.


Dentro de esta serie de películas históricas, Mizoguchi también saca en ocasiones un pie del melodrama para coquetear con otros géneros, como el fantástico en Cuentos de la luna pálida de agosto o la fábula, el cuento tradicional, en La emperatriz Yang Kwei-Fei, película embebida de un aire de ensoñación que la emparenta directamente con la tradición oriental de Las mil y una noches.

En La emperatriz Yang Kwei-Fei una serie de personajes utilizan en propio beneficio a una criada de cocina de gran belleza (Machiko Kyo) y parecido con la fallecida esposa del emperador, acercándola a éste (que ve en ella la perfecta sustituta de su amada) de manera que puedan conseguir su favor. De este modo, una pobre chica, maltratada por su familia, llega a lo más alto de la corte sin tan siquiera proponérselo. Suena conocido, pero las sutiles diferencias con el clásico cuento de la Cenicienta abren un abismo que convierten la película en una personalísima obra de Mizoguchi. En primer lugar, hay que tener en cuenta que los orígenes de esta fábula no están en Walt Disney, y ni tan siquiera en Charles Perrault, sino en unos escritos chinos que datan del año 200 de nuestra era.

Si el cuento clásico llama la atención por una latente y edulcorada misoginia, Mizoguchi convierte a la sumisa e ingenua Cenicienta en un personaje lleno de entereza, víctima (consciente de ello en todo momento) de los prejuicios y convencionalismos sociales, que son tan válidos para el Japón del siglo VIII como para el de 1955. En esta arriesgada comparación se mueve una película que no hace concesión alguna al espectador ávido de buenas intenciones, concluyendo con un dramático final que Mizoguchi solventa con una elipsis maravillosa.

Está claro que la mujer es el tema básico del film, pero se articula sobre otro muy interesante y que ha dado mucho juego a lo largo de la historia del cine: la obsesión por la muerta y las ansias de resurrección. Desde clásicos de Hollywood como Rebeca, Laura, Jennie o, sobre todo, Vértigo, y hasta películas como Ordet, Solaris, casi todo de Palma (herencia directa de Vértigo) o los últimos Lynch, la duplicidad y la sustitución, la muerte y la resurreción, forman dípticos de inabarcable sugestión, capaces de evocar los fantasmas personales de cada espectador y enfrentarlo contra su propio miedo a la soledad.


Además de las cuestiones de fondo, ésta fue la primera obra de Mizoguchi en color, lo que le permitió experimentar y rememorar sus comienzos como pintor y artista gráfico. Cada plano está compuesto como un perfecto retablo que, sin embargo no chirría dentro de sus característicos planos secuencia, tan exquisitos como siempre pero, quizá en esta ocasión, más contenidos y ajustados a las necesidades narrativas. Esto no implica que disminuya la inquietud formalista de Mizoguchi, que, en todo caso, estaría más depurada de lo habitual, manteniendo su gusto por el plano general y reservando para los momentos de mayor intimidad un par de fugaces primeros planos. Primeros planos de soledad y de una felicidad que sólo puede ser ilusoria, que se tornará inevitablemente trágica.

domingo, diciembre 30, 2007

2007: mis 10 recuerdos cinematográficos

1.-Portugal. Cuando yo pensaba que nuestro país vecino tenía un enorme potencial literario que, sin embargo, sólo se veía refrendado en el mundo cinematográfico por algún director aislado como Manoel de Oliveira, me he ido dando cuenta de que hay todo un mundo por descubrir en el cine portugués. Además de adentrarme con más profundidad y disfrutar de verdad de algunas películas de Oliveira (como la sublime El valle de Abraham, O dia de desespero, El principio de la incertidumbre y algunas más), he visto por primera vez las obras de algunos directores a los que tenía muchas ganas y que me han maravillado. Por un lado, tenemos al difunto Joao Cesar Monteiro, que, desde unas formas absolutamente rigurosas, incurre en la transgresión de códigos y la búsqueda de unas raíces unívocamente portuguesas a través del humor y la consciencia de la gravedad de la vida y la muerte. Por otro, el cine del futuro, Pedro Costa, que partiendo de un cine social de raigambre bressoniana (como se puede apreciar en Ossos) dirige sus miras a un modo de hacer las cosas que conjuga la ética y la estética, asimilando a los clásicos y redirigiéndolos, mediante una extraña poética de los desamparados, hacia un humanismo que parece coger el relevo de Rossellini y Straub para llevarlo todavía más lejos. Porque el cine social no tiene que ser viejo y acartonado; hay vida después de Ken Loach. Para muestra, Juventude em marcha. Y esto no es todo, porque detrás de estos consagrados viene una interesantísima hornada de directores que, como Teresa Villaverde, demuestran que el cine de su país tiene, desde su pequeña trinchera, una entidad que ya quisieran en cualquier parte del mundo. Y bueno, por último no podemos olvidarnos del padre de toda esta gente, el incansable Paulo Branco.


2.-Hong Sang Soo. El ciclo integral de La casa encendida nos ha permitido conocer el trabajo de este coreano afrancesado (y rohmeriano, al gusto de este blog) que va mucho más allá de los habituales pastiches genéricos a los que se asocia habitualmente el cine de su país. Ya comentamos por aquí en su día cada una de sus películas, y hasta tuvimos un fugaz encuentro cuando vino a presentar Tale of cinema.


3.-Nobuhiro Suwa. Otro descubrimiento oriental. Autor de una película monumental como M/Other, difícilmente superable, que refrenda al cine japonés en un esplendor que en ocasiones se ha puesto en duda (la losa de los clásicos). También vimos su viaje a Europa en Un couple parfait. Ay, afrancesado tenía que ser...


4.-Ozu y Mizoguchi. Dos clásicos que nunca se agotan. Cuando
crees que has visto todo lo esencial, aparecen, circulando por las redes cibernéticas, nuevas películas que te dejan asombrado. Ozu siempre ha sido uno de los predilectos de este blog, y aunque contínuamente parezca hacer la misma película, las obras escondidas entre sus grandes clásicos acaban desvelando parcelas ocultas del sentimiento y la condición humana. Ozu es algo que va mucho más allá del cine y que todavía no he descubierto cómo poder explicar. El final del verano, Primavera precoz, El color del crepúsculo en Tokio..., todas son únicamente misteriosas, en su sencillez y en su inmensidad. Y con Mizoguchi sucede algo parecido, aunque poco tenga que ver con Ozu más allá de la nacionalidad. Parece mentira que en el año 39 pudiera filmar una obra como Historia del último crisantemo; si el melodrama existe, deberíamos mirar a Mizoguchi mucho antes que a Sirk o Fassbinder (bueno, también está Ophüls, pero dejamos para otro día a los seres superiores).

5.-Histoire(s) du cinema. Para muchos, la mayor obra artística del siglo XX. No sólo es reflexión y belleza, también es moralidad, distancia y sabiduría. En fin, Godard. Ha aparecido en DVD, en alguna cadena de televisión digital, e incluso se ha proyectado en cines en Barcelona. Todo para nuestro gozo (aunque algunos no opinen lo mismo...).

6.-Inland Empire. También comentada en su momento, otra obra que mira al futuro desde la absoluta libertad que contó David Lynch para grabar su película más personal. El cine se abre y se fusiona con otras artes, ¿el sueño de los surrealistas? Ante todo, tres horas para disfrutar con la boca abierta.


7.-Les amants reguliers. Película monumental de Philippe Garrel, nunca estrenada en nuestro país, pero que ha discurrido por algunas filmotecas nacionales. Belleza pura en la más sincera mirada al mayo del 68. Igual que con Lynch, tres horas para dejarse llevar, aunque de otra manera. Grande Garrel.



8.-Al oeste de los raíles (Wang Bing). Y hablando de películas largas, este documental chino de más de nueve horas pudo verse en la Filmoteca en tres sesiones. Demostrando que basta una cámara, corazón y un ojo abierto. Erice quedó maravillado, y no es para menos. Cómo hacer que la cámara se disuelva en la vida y el cine cobre trascendencia mediante su desaparición. Sí, nueve horas entre fábricas abandonadas, obreros que sobreviven y..., ¿esperanza? Herrumbre, vestigios, rieles...

9.-Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce 1080 Bruselas. Clásico fundamental del cine de autor que al fin he podido ver y que, quizás a diferencia de otras películas igual de importantes, me ha llegado a lo más hondo. También comentada por aquí más ampliamente.


10.-Navidades en julio. Y para terminar, un clásico de la comedia hollywoodiense, porque también entre lo más comercial se pueden encontrar joyitas. Esta cinta de sólo una hora de duración demuestra que Preston Sturges es un forjador de mitos y, siguiendo los modos de una película de Capra, consigue ir más allá y dibujar todo un mapa emocional y cultural de su país. Para disfrutar pensando o con la mente en blanco después de un duro día de trabajo. Porque, como entendió Sullivan entre presos en la iglesia, al final lo importante se reduce a lo inmediato. Sturges lo entiende y es preciso, inmediato e implacable. ¿Es esta película la autoconciencia de "América"? Por lo menos ayuda a explicarla, a que entendamos cómo las cosas se transforman sin que apenas nos demos cuenta.


Por último, por poner un poco de orden, seguir unas reglas y poder comparar con algo, mis diez estrenos favoritos del año en salas comerciales. Sólo una entró en la lista anterior, pero todas merecen la pena. Obviamente, me falta más de una interesante por ver, como Lady Chatterley o los últimos Auster (en quien confío a pesar de las furibundas críticas) y Ang Lee. Y claro, aparte de las joyas ocultas que hayan pasado silenciosas. Por desgracia no hay tiempo para ver todo.

1.-Inland Empire (David Lynch)
2.-El romance de Astrea y Celadón (Eric Rohmer)
3.-El bosque del luto (Naomi Kawase)
4.-Naturaleza muerta (Jia Zhang-Ke)
5.-Belle toujours (Manoel de Oliveira)
6.-María Antonieta (Sofia Coppola)
7.-Promesas del este (David Cronenberg)
8.-El sueño de Casandra (Woody Allen)
9.-Last days (Gus van Sant)
10.-En la ciudad de Sylvia (José Luis Guerín)

Y claro, antes de desear una buena entrada de año, hay que recordar que hemos tenido año Rohmer, que esperemos no sea el último. ¡Larga salud y actividad, que 88 no son nada!