Antes que nada, tengo que comentar que "Yi Yi" se encuentra muy alejada (más en la forma que en el fondo) de los ascéticos experimentos de los otros taiwaneses Hou Hsia Hisen y Tsai Ming Liang, sin restarle por ello ningún mérito. Esta película es más clásica, heredera de la tradición oriental de directores como Naruse y Ozu, con el que guarda más de un parentesco, pero sin renunciar en ningún momento a la modernidad y al sentimiento de vacío del mundo capitalista de fin de siglo (tenemos un Antonioni más solapado y menos explícito que en sus compatriotas). De esta manera, veo esta película como el complemento perfecto a la sobrenatural Magnolia, alcanzando, con un estilo radicalmente opuesto, logros muy similares. Son las dos películas que marcan el cambio de siglo y que nos provocan una mezcla de lástima por lo no logrado y esperanza por lo que pueda llegar. Yo diría que la película se mueve entre tres fuerzas fundamentales: Ozu, Rohmer, y Paul Thomas Anderson, cogiendo lo mejor de cada uno hasta dar lugar a una mixtura perfecta.
A lo largo de las tres horas de duración de "Yi Yi", asistimos perplejos al desarrollo del trozo de vida de una familia en un momento en que todo empieza a tambalearse. Tenemos un matrimonio, dos hijos, una abuela, un tío recién casado, y un sinfín de aventuras cotidianas tratadas con una sutileza y un talento impresionantes. La acción avanza sin que apenas se note, a través de elipsis y fueras de campo, sin ningún tipo de subrayado, meciendo la mente del espectador como con una nana suave, invitándolo a pensar sin dar nunca pie al aburrimiento, haciéndonos ver la universalidad de los conflictos que se remueven en el interior de cada ciudadano.
Creo que es una película que aguantaría muchos visionados, pues su riqueza es tal que permitiría descubrir, a buen seguro, nuevas joyas en cada ocasión. Pero tengo que confesar que, ya de primeras, muchas escenas me produjeron éxtasis plutonianos. En una de ellas, por ejemplo, el padre vuelve a casa y se encuentra con su mujer derrumbada anímicamente, llorando, en plena crisis existencial, y Yang nos encuadra la absoluta comprensión que despliegan los personajes mientras escuchamos en off una discusión que tiene lugar fuera de campo, en la casa de los vecinos. Las contradicciones del mundo moderno, las paradojas de la gran ciudad, los caprichos de los pisos adosados. Tenemos escenas así de grandiosas casi continuamente.
A pesar de contar con muchos personajes, todos ellos se articulan como piezas en torno al padre, NJ, que se ve forzado a adoptar en cada momento distintos puntos de vista para comprender todo aquello que le rodea. Y quizás la pieza fundamental sea el hijo pequeño (de unos ocho años), que se dedica a hacer fotos del cogote de las personas para mostrarles aquello que no pueden ver. Esa filosofía resume mucho de lo que intenta hacer el director con la película, mostrar al espectador esos pequeños fragmentos vida que parecen nimios pero luego resultan fundamentales, pasando desapercibidos entre los opacos muros que separan a los habitantes de las grandes ciudades.
La película es inabarcable en su complejidad y en sus ambiciones, así que no voy a intentar desentrañar nada, dejemos que cada uno la descubra por sí mismo. Muy pocas veces el premio al mejor director en Cannes estuvo tan bien dado.