sábado, septiembre 13, 2014

La jalousie (P. Garrel). Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien.


Una casa vacía, una cama, una lámpara de noche, un interruptor que suena, fundido en negro. Cuando oscurece, siempre permanecemos solos. El amor no es posible sin luz de la misma forma que el sonido no puede existir sin aire. El amor es la mirada, el amor es sujeto. La luz del cine emerge de nuestra mirada. Y amamos. Amar debería ser un verbo intransitivo, porque nos condenamos cuando deseamos ser amados. Igual que amamos las películas pero no somos amados por ellas.
"Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien". Es la frase de Tres camaradas, de Frank Borzage, alrededor de la cual gira uno de los últimos libros de Vila-Matas. Podría ser de Scott Fitzgerald, podría no serlo. Podríamos ser amados, podríamos no serlo. Importa poco, pero es el centro de nuestro mundo. En el centro suele estar aquello que no tiene respuesta, el enigma neurálgico.
Garrel vuelve a dibujar su película con rostros y gestos, dejándonos vivir en ella. A diferencia de otros cineastas que fuerzan la realidad para que sintamos el viento y la lluvia, Garrel prefiere dejarnos ver, que sintamos la brisa suave en los cabellos de la niña sin ser barridos por el huracán. Un rostro llena la pantalla y es cincelado por luz y la brisa. Garrel esculpe rostros sin tocarlos, dejando que se manifiesten, propiciando que pueda surgir una mirada auténtica, un gesto demasiado extraño como para ser inventado, una simulación del fracaso, una máscara de la verdad. Garrel nos permite ver las máscaras y nos deja que vayamos desguazando sus capas.






Garrel hace chocar el amor romántico del siglo XIX con el amor al padre. No el amor del padre, como se suele retratar en el cine, sino, en este caso, el que un hijo siente por su padre, ya sea un padre presente (como Louis con Charlotte), un padre fantasmal, apenas conocido (como el padre de Louis), o un padre adoptivo, simulado (como el padre de Claudia). Para el amor romántico, Garrel nos deja referencias: Romeo y Julieta, Venecia, Werther, o esa carrera al séptimo cielo de la buhardilla de los amantes mostrada en dos planos y que dialoga con el famoso tráveling de la película de Borzage...; pero el amor al padre se nos lanza sin referentes, ya que todos tenemos uno, presente o desaparecido, demasiado poderoso como para competir con referencias externas. El padre del espectador siempre estará batallando con los tres padres de la película, y ahí conseguimos que la película se haga nuestra.





Garrel presenta un mundo escindido, siempre en conflicto con los temas que propone, y los conflictos provocan heridas silenciosas. El amor romántico no tiene sentido en un mundo que juega a otra cosa, en un contexto distinto a aquel en el que fue concebido y del que no puede desligarse a la vez que sigue poblando todos los rincones de nuestro presente. No es un amor fantasma, sino un amor zombi, porque podemos ver sus heridas. El amor romántico no tiene cabida porque la belleza ya no es monolítica, y debemos buscarla en los instantes, lo fugaz, fragmentario.  No podemos renunciar a la cercanía, al cálido tacto de los encuentros efímeros. De ahí se desprende la belleza.
Pero también el amor al padre sufre las inclemencias del entorno y, así, la pequeña Charlotte, tras la separación de sus padres, tiene que repartir su tiempo entre ambos progenitores. Incluso el "padre presente" está velado por la ausencia que provoca el estado actual de las cosas. Y sin embargo, la niña parece ser quien mejor se adapta a esa realidad, al menos en la capa más visible de la película.
La riqueza de la obra de Garrel, como de costumbre, está en los márgenes, en las miradas oblicuas, y por eso los silencios son tan elocuentes en el significado y en el significante de cada secuencia. De hecho, el punto de inflexión de la película, lo que precipita el caos, es la ruptura del silencio, que hasta el momento conseguía mantener cada pieza en un equilibrio precario pero seguro, en el que los personajes rellenaban por sí mismos los huecos de sus emociones. Formular un miedo no es muy diferente de invocarlo. La verbalización como desastre. El plano-contraplano como catalizador de lo invisible.












Aunque el argumento es de los más limpios de la carrera de Garrel y está construido mediante transparencia y causalidad, la película se hace grande al conseguir trascender este argumento y construir una película radicalmente alejada de lo causal, habitante única del misterio. Las radicales pero medidas elipsis de la película construyen mundos completos, y así cada escena podría ser una nueva película. En cada escena redescubrimos a cada personaje, volvemos a escrutar sus gestos y su expresión como si los viéramos por primera vez. Por eso La jalousie, a pesar de su aparente transparencia y serenidad, es una película radicada en el misterio. ¿Y qué es la vida sino puro misterio? 
La película habita este misterio con sus elipsis y evita mostrar la angustia y la zozobra, pero no por ello las omite. Un corte o un fundido revelan auténticos terremotos emocionales. Cada cambio de luz es un descubrimiento, porque la luz, al aparecer, hace revelar unas cosas y también esconde otras. Cada personaje tiene tantas capas invisibles que naufragamos felizmente al sumergirnos en ellas.


Pero no podemos decir que todo empieza y acaba en la luz, porque esta también necesita de los espacios que la confinan, evitando que se disperse hasta el infinito y que tampoco podamos verla. El espacio funciona como elemento fundamental en la construcción de las emociones ya desde el principio de la película, desde que la niña observa a través de la cerradura de su habitación la discusión que lleva a la separación de sus padres. Los espacios discurren de lo concreto a lo abstracto, de lo real a lo fantasmal y, de esta forma, muchos de ellos funcionan como elemento simbólico diegético; es decir, no son símbolos que vayan dirigidos al espectador, sino asimilados por los personajes, cuya muestra más evidente es esa buhardilla en la que Claudia se siente presa, porque ya nunca podrá desligar ese lugar de las emociones negativas que vertió en él, de las ataduras de las preguntas que nunca debieron de ser formuladas, de las inseguridades que la llevaban a huir para buscar el aire de nuevos espacios, nuevas personas, nuevas miradas para recuperar viejos estímulos y así poder vivir un poco más en paz, y descubrir un poco más el mundo a la vez que seguimos dando pasos en él. Porque un paso, por mucho que intente emular al anterior, siempre será diferente.