viernes, junio 03, 2016

Diario de Filmadrid (1). Francofonia


Me despierto esta mañana un tanto sobresaltado. Pensaba haber escrito la noche anterior algunas impresiones sobre la última película de Sokurov, Francofonia, con la se inauguraba Filmadrid. Sin embargo, no había podido, se me había hecho tarde. Así que cojo el teléfono móvil, aún a oscuras, quito el modo avión, y lo primero que me encuentro es esta noticia, estas imágenes.







Por un momento creo que sigo soñando, como si la película de Sokurov se hubiera prolongado durante la noche y hubiera modificado mi realidad onírica. Pero no es así. Es la realidad de los medios de comunicación, de las noticias urgentes, de los mensajes push que evitan que perdamos pie con lo que sucede en el mundo o con lo que nos cuentan que sucede. Sólo el sueño parece suspender durante unos momentos nuestra conexión con el mundo. El sueño y el cine. Únicos momentos de la vida sin cobertura, con el teléfono apagado o en modo avión. El cine siempre estuvo en el lado de los sueños, y el cine de Alexander Sokurov todavía más.

En Francofonia, como se ha subrayado en todos los lugares, Sokurov vuelve a un terreno conocido, el del museo, cambiando el Hermitage de El arca rusa por el Louvre parisino. Alguien comentó (quizás Jonathan Rosenbaum, que parece que habló de la película en el Doré, aunque quizás todo sea una tergiversación de mis sueños) que esta última obra de Sokurov es como una secuela de El arca rusa a la vez que supone todo lo contrario.

Ambas películas tienen la textura onírica, imprecisa, de un califato de sueños, pero una nos arrastra mediante los movimientos de cámara, suaves y delicados, de un único plano secuencia, mientras la otra nos permite asociar imágenes a través de un montaje que juega con materiales diversos como una letanía fatalista. Una se dedica principalmente a mostrar, a dejarnos ver, a abrirnos la puerta a una aventura que en ocasiones se torna críptica para quienes desconocemos la historia de Rusia, mientras la otra muestra una voluntad explicativa, mucho más didáctica, con pequeños pliegues y rasguños por los que se cuelan tanto reflexiones como imágenes, iconos o fantasmas de tiempos pasados. La melancolía persiste, pero en Francofonia se torna desesperada mediante esos personajes-fantasma que parecen caricaturas de ellos mismos. Esa mujer-fantasma que representa la Revolución Francesa. Ese hombre-fantasma-Napoleón que juega con sus delirios de grandeza. Ambos alienados por sus propias obsesiones, decididamente patéticos (¿el patetismo del fracaso inconsciente?) desde esta mirada retrospectiva. La espiral infinita de El arca rusa desaparece, la fluidez de su cámara móvil y sus motivos se transforman en Francofonia un lienzo, el Louvre, dibujado por la historia de los administradores del museo en la época de la Ocupación, el funcionario francés Jacques Jaujard y el nazi Wolff-Metternich, a modo de hilo conductor que nunca se emancipa de las grandes ideas que pueblan los muros de un lugar atravesado por la Historia. El museo no funciona tanto como contenedor de obras, sino como desesperado testigo de una historia de saqueos, dominaciones, represiones, hipocresías y almas en pena. La gran belleza construida sobre el horror de la historia. ¿Están los museos, y más estos grandes museos que representan la identidad de un país, estetizando y alambicando la violencia y el poder? ¿Quién es responsable de su deriva? ¿Son agentes o pacientes de la Historia? ¿Es responsable el político, el administrador, ambos, hay seres inocentes, hay voluntad o inconsciencia? Lo único que parece claro es que los museos están construidos por el poder del mismo modo que son los vencedores los que escriben la Historia. El poder, como mínimo, aporta la materia prima sobre la que construir el relato. Y no hay justicia ni injusticia, sino vidas que deambulan presas de sus miedos y sus contingencias. No hay héroes ni culpables, y en esa imposibilidad de catalogación quizás esté el gran trauma para una sociedad acostumbrada a juzgar y catalogar con el objetivo de crear referentes.

Me acosté anoche pensando que Francofonia es una película de fuertes ideas y grandes preguntas que no podemos contestar, pero cuya mera existencia puede ayudar a replantear decisiones del futuro. Esta es una conclusión que no está en la película, que es mucho más pesimista que todo esto, pero que nos puede aliviar al pensar en clave utilitarista, y comprendiendo que lo efímero es a veces lo más bello. ¿No es esto una contradicción con el mencionado utilitarismo?

Me acosté pensando en las imágenes que abren y cierran la película: el propio Sokurov manteniendo una videoconversación a través de una precaria conexión a Internet (con cortes, pixelados, congelaciones e interferencias, mezclando además artefactos analógicos y digitales en un mundo en el que lo digital ha embebido a lo analógico sin ser capaz muchas veces de enmascarar sus deficiencias) con un barco en el que se transportan obras de arte del Louvre en mitad de una durísima tempestad. Difícil transmitir mejor la fragilidad de algo que parece eterno por el peso de la Historia pero que es efímero, que construyó el hombre pero que la naturaleza puede destruir en cualquier instante, que un día ves en una película y al día siguiente aparece en las noticias. Son obras en cajas, son cajas al viento. Más duraderas que nosotros pero, en realidad, igual de frágiles.

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