Palacio de Santa Bárbara
Nunca, hasta hace un par de semanas, había estado en el Palacio de Santa Bárbara. Allí, en la confluencia de la calle Hortaleza con la plaza de Alonso Martínez de Madrid, se oculta la última exposición de Alicia Castilla, que ruge, furiosa y llena de energía, llamando la atención de quienes tienen la curiosidad de asomarse a ella. Es difícil captar la atención en una ciudad tan grande como Madrid, llena de exposiciones y eventos, de huelgas y desenfreno, pero también de instantes de vacío y elipsis imposibles: el tiempo, demasiadas veces, se fuga a nuestras espaldas sin dejarnos reaccionar. Es difícil parar y mirar con detenimiento imágenes que expresan mucho más de lo que un vistazo fugaz es capaz de digerir, por mucho que las sensaciones bombardeen desde el primer instante. Es difícil sacar un hueco entre las celebraciones navideñas para aprovechar los dos días de exposición que quedan, 4 y 5 de enero, una vez que ya hemos dejado pasar los fines de semana anteriores de exposición. Es difícil, pero recompensa y se convierte en necesario, porque pocas veces se experimenta la sensación de descubrimiento que nos espera en las paredes de ese palacio esquivo y decimonónico del centro de Madrid.
Ya habíamos tenido ocasión de disfrutar de otras exposiciones de esta artista bilbaína, pero nunca hasta ahora en las condiciones de amplitud e iluminación que nos ofrece la sala que se le dedica en el Palacio de Santa Bárbara, con un espacio diáfano, unas paredes blancas y lisas, y una luz blanca indirecta y suficiente. La exposición de Alicia Castilla se enmarca en una feria de artesanía independiente ubicada en la planta superior del edificio que acapara buena parte de la promoción del evento, y está acompañada, en otra sala de la planta baja, por una exposición de fotografía de Rafa García Luján, que también merece mucho la pena.
Paisajes tarkovskianos. Relecturas
Encontramos la primera sorpresa al cruzar el umbral de la puerta de entrada del Palacio. En el breve pasillo, coronado por un farol negro, encontramos a izquierda y derecha sendos cuadros pastel de la ya conocida serie de paisajes tarkovskianos: Solaris y Stalker.
Ambos, acompañando nuestros primeros pasos, parecen llevarnos a un mundo paralelo, compuesto de dualidades y saltos mágicos. De esta forma, la sobriedad evanescente de Solaris choca contra los abigarrados y característicos montículos de Stalker, del mismo modo que el rojo y el azul se enfrentan en esa eterna lucha imposible y trágica entre lo cálido y lo frío. Son cuadros de presencias evocadas y, así, los personajes de Stalker aparecen etéreos, resaltando en su fugacidad una presencia que podría no ser tal, del mismo modo que la no-presencia marca, ineluctable, la esencia de Solaris. Son cuadros también de resplandores, y todo resplandor nos lleva a la evocación de algo que sucede pero no podemos ver. Un resplandor no es más que un signo, una huella perceptible de algo que está ahí pero no podemos percibir más que por sus consecuencias. Del mismo modo que conocemos la presencia de determinados astros, de ciertos cuerpos celestes en el Universo, debido al resplandor que dejaron miles de años atrás y que nos llega en el presente, quizás los resplandores de Solaris y Stalker no nos evoquen una presencia real que no podamos vislumbrar más que a través de sus huellas, sino una presencia en el tiempo, en algún lugar y momento indeterminado. Una presencia que no percibimos pero nos condiciona, alterando nuestro sistema bipolar de medición del mundo, distorsionando nuestra consciencia de la realidad y modificando nuestra propia naturaleza. Son los tonos pastel, los resplandores, la dualidad de lo irregular y lo uniforme, de lo cálido y lo frío, de lo mineral y lo humano, lo que consigue hacer de dos imágenes fílmicas de nuestra memoria colectiva una nueva interpretación de las sensaciones almacenadas, de la luz y de la vida.
Collages pequeños. Destellos
Tras la primera incursión en este mundo de sensaciones abstractas, inducidas dentro del cuerpo figurativo de los dos primeros cuadros, nos adentramos por el pasillo izquierdo del Palacio hasta llegar a la sala en la que se exhibe el resto de las obras de Alicia Castilla.
Lo primero que encontramos son cuatro collages de pequeño formato donde las ideas estallan sobre el papel como bombas extemporáneas, de origen desconocido. Son destellos radicales, fisionomías del inconsciente, fotografías improvisadas en las que los materiales, diversos y heterogéneos, bullen para reinterpretar el concepto de caos. Conviven retazos de pintura con recortes de revistas, texturas nuevas, a veces difíciles de asimilar por su imposibilidad, pátinas de color fracturado, nubes borrosas. Contraste y disolución: dualidad, una vez más. Se alternan iconografías nuevas con otras que remiten a símbolos contemporáneos, trazos difusos que se abren al vacío y líneas definidas, poligonales, que parecen llevarnos a universos tan aparentemente lejanos a estas obras como el del dibujo o el cómic. Quizás no sea tan grande el salto entre la ciencia ficción abstracta de Tarkovski y la concreción de los superhéroes de los tebeos.
Los cuatro collages se realimentan y dialogan. Uno de ellos, incluso, me hace pensar en tijeras que recortan el mundo convirtiéndolo en fragmentos poligonales, tal y como ocurría en Las margaritas, aquella película de los años 60 de Vera Chytilova, que comparte con la autora de estas obras la independencia y el riesgo. Quizás no esté de más volver a pensar en los 60, como veremos más adelante.
Lo primero que encontramos son cuatro collages de pequeño formato donde las ideas estallan sobre el papel como bombas extemporáneas, de origen desconocido. Son destellos radicales, fisionomías del inconsciente, fotografías improvisadas en las que los materiales, diversos y heterogéneos, bullen para reinterpretar el concepto de caos. Conviven retazos de pintura con recortes de revistas, texturas nuevas, a veces difíciles de asimilar por su imposibilidad, pátinas de color fracturado, nubes borrosas. Contraste y disolución: dualidad, una vez más. Se alternan iconografías nuevas con otras que remiten a símbolos contemporáneos, trazos difusos que se abren al vacío y líneas definidas, poligonales, que parecen llevarnos a universos tan aparentemente lejanos a estas obras como el del dibujo o el cómic. Quizás no sea tan grande el salto entre la ciencia ficción abstracta de Tarkovski y la concreción de los superhéroes de los tebeos.
Los cuatro collages se realimentan y dialogan. Uno de ellos, incluso, me hace pensar en tijeras que recortan el mundo convirtiéndolo en fragmentos poligonales, tal y como ocurría en Las margaritas, aquella película de los años 60 de Vera Chytilova, que comparte con la autora de estas obras la independencia y el riesgo. Quizás no esté de más volver a pensar en los 60, como veremos más adelante.
Collages medianos. Evocaciones, construcciones
Subimos de escala y vemos entonces cómo los explosivos hallazgos de los pequeños cuadros se integran en construcciones capaces de evocar ideas a través de una emoción. Algo así ocurre, por ejemplo, en Carta a una desconocida, que modifica ligeramente el título de la novelita de Zweig y la película de Ophüls para crear una mirada femenina que se ha sobrepuesto a los tabús de la modernidad pero no ha podido escapar de sus jaulas.
Esta obra, a partir de la deconstrucción de un rostro femenino (como si se tratara de una de esas películas del Godard primerizo en las que el montaje intelectual se construia sobre referentes directos de la cotidianeidad), reflexiona sobre el círculo abierto durante el siglo XX en torno a la identidad de la mujer, como si a lo largo de esa circunferencia los eventos históricos hubieran creado una huellas indelebles, bombardeos ausentes sin los cuales no podemos leer el presente. Eventos imprecisos pero contundentes, explosiones de color sobre el fondo negro que había teñido durante los siglos anteriores la figura femenina. Por eso partimos de esa referencia clara a un mundo que creemos muy lejano, el del Antiguo Régimen, la vieja Viena como metonimia de la decadencia europea, pero que sigue conservando, hoy en día, su pátina de formol viviente, de zombi adormecido. No puede seguir existiendo la mujer que justifique una vida por una noche de amor, pero esa idea de abnegación sigue aún demasiado latente. Y como se aprecia en la novela de Zweig, la protagonista tiene una voz potente, impulsiva, de una ambigüedad que lleva a la desesperación precisamente a causa de su paradoja histórica: está abnegada y se rebela, se rebela y está abnegada. Pero la voz existió, la voz y la mirada, desde el principio del círculo. El problema era que la voz no era escuchada por nadie, nadie leía las cartas, nadie encendía las lámparas, nadie atendía a unos labios que siempre se creían cerrados. Y por eso son los labios el final del círculo. Unos labios que deben estar cerrados para que estar abiertos pueda tener significado.
Las influencias se multiplican en estos cuadros para formar una mirada personal, capaz de crear piezas con significado propio, en las que los horizontes en diagonal cobran sentidos sorprendentes, donde los saltos abruptos de color identifican días y noches, luminosidad y oscuridad, y donde aparecen incluso resonancias orientales, donde la lasitud zen de un encuadre general se convierte en la histeria de piezas y fragmentos arrebujados en una mirada cercana, capaz de convertir la tranquilidad en caos.
Porque es el caos uno de los conceptos fundamentales de la exposición, un caos controlado desde una mirada urbanística, estructurada, de líneas rectas y geometrías. Caos de una civilización que no es capaz de soportarse y empieza a focalizar las tareas de destrucción en sí misma. Por esto, entre la decena de collages de tamaño medio, ricos en contenido, saturación, ideas, desgarro, alarma, destacan dos creaciones más limpias, que refuerzan la idea de fin, de ese apocalipsis tan de moda que muchas veces se subraya demasiado. Son dos obras de la serie Fahrenheit 451, que nuevamente nos trae reminiscencias literarias y cinéfilas, pero sin utilizar este concepto para una ironía o una desmitificación postmoderna, sino para flamear la propia idea visual, para llamar al inconsciente del espectador y hacer más visibles las llamas solo sugeridas por el papel desbrozado de los cuadros. Entre letras difuminadas y fragmentos imposibles de recuperar, asistimos al desmembramiento y a la desaparición, a la permanencia de ese marrón de fondo, aparentemente tan plano, que va mutando conforme absorbe las huellas de la destrucción. Y de aquí otra idea, la de la inevitabilidad de las huellas: todo lo visto, todo lo sentido, hace mutar inevitablemente a aquel que lo percibe. El recipiente de la destrucción no puede quedar inmune y, así, lo que tenemos junto a nosotros terminará impregnándonos, sumiéndonos en una narcótica elegía de nosotros mismos.
Las influencias se multiplican en estos cuadros para formar una mirada personal, capaz de crear piezas con significado propio, en las que los horizontes en diagonal cobran sentidos sorprendentes, donde los saltos abruptos de color identifican días y noches, luminosidad y oscuridad, y donde aparecen incluso resonancias orientales, donde la lasitud zen de un encuadre general se convierte en la histeria de piezas y fragmentos arrebujados en una mirada cercana, capaz de convertir la tranquilidad en caos.
Porque es el caos uno de los conceptos fundamentales de la exposición, un caos controlado desde una mirada urbanística, estructurada, de líneas rectas y geometrías. Caos de una civilización que no es capaz de soportarse y empieza a focalizar las tareas de destrucción en sí misma. Por esto, entre la decena de collages de tamaño medio, ricos en contenido, saturación, ideas, desgarro, alarma, destacan dos creaciones más limpias, que refuerzan la idea de fin, de ese apocalipsis tan de moda que muchas veces se subraya demasiado. Son dos obras de la serie Fahrenheit 451, que nuevamente nos trae reminiscencias literarias y cinéfilas, pero sin utilizar este concepto para una ironía o una desmitificación postmoderna, sino para flamear la propia idea visual, para llamar al inconsciente del espectador y hacer más visibles las llamas solo sugeridas por el papel desbrozado de los cuadros. Entre letras difuminadas y fragmentos imposibles de recuperar, asistimos al desmembramiento y a la desaparición, a la permanencia de ese marrón de fondo, aparentemente tan plano, que va mutando conforme absorbe las huellas de la destrucción. Y de aquí otra idea, la de la inevitabilidad de las huellas: todo lo visto, todo lo sentido, hace mutar inevitablemente a aquel que lo percibe. El recipiente de la destrucción no puede quedar inmune y, así, lo que tenemos junto a nosotros terminará impregnándonos, sumiéndonos en una narcótica elegía de nosotros mismos.
Collages y pinturas grandes. Atmósferas
La última parte de la exposición está formada por un díptico de collages de mayor escala y dos pinturas en lienzo.
En primer lugar, los collages: observamos un díptico de tangentes, que vuelve a remitir al concepto de dualidad y que supone el colofón a las ideas desarrolladas en las creaciones previas. Las dos obras son collages conceptuales, en los que formas geométricas básicas conforman una figura más compleja, de reminiscencias matemáticas, que nos lleva a configurar una idea presente durante toda la exposición: el soslayo, lo lateral, aquello que habitualmente queda en los márgenes. Aquí, la figura central se evoca a través de su ausencia (cada pieza del collage es tangente a una figura invisible, mimetizada con el fondo, que es la que centraliza y da cuerpo a la obra), tal y como ocurría en los collages de menor escala e, incluso, en el díptico de paisajes tarkovskianos. La evocación a través de lo colateral, del resplandor. La sugestión como elemento central no solo de la pintura, sino de todo el arte del siglo XX (el cine y la literatura, sin ir más lejos, son el mejor ejemplo de esa carrera frenética por dibujar ausencias, por hacer visible lo invisible a través de las construcciones de lo real). Pero, ante todo, el diálogo entre las dos obras (una de ellas se muestra a continuación), una con fondo blanco, otra de fondo negro, volviendo a dibujar el concepto de dualidad como eje sobre el que ir construyendo las variaciones de nosotros mismos. Lo dual como base canónica. ¿Y qué es ese concepto sino la era digital en la que estamos inmersos desde hace unas décadas? El nuevo mundo se fabrica con unos y ceros, siendo cualquier construcción compleja una combinación (difícilmente abarcable salvo con las herramientas adecuadas) de estos elementos mínimos de significación. La matemática discreta como base de un nuevo mundo, que es el mismo de siempre, solo que regido por una nueva mirada. Y así, la mirada de Alicia Castilla se construye sobre estos fundamentos profundamente contemporáneos, teniendo en cuenta el poder de la composición, siempre central, como elemento evocador e integrador de la propuesta artística. Las formas y los colores, herramientas de siempre que son capaces de atestiguar nuevas realidades.
En primer lugar, los collages: observamos un díptico de tangentes, que vuelve a remitir al concepto de dualidad y que supone el colofón a las ideas desarrolladas en las creaciones previas. Las dos obras son collages conceptuales, en los que formas geométricas básicas conforman una figura más compleja, de reminiscencias matemáticas, que nos lleva a configurar una idea presente durante toda la exposición: el soslayo, lo lateral, aquello que habitualmente queda en los márgenes. Aquí, la figura central se evoca a través de su ausencia (cada pieza del collage es tangente a una figura invisible, mimetizada con el fondo, que es la que centraliza y da cuerpo a la obra), tal y como ocurría en los collages de menor escala e, incluso, en el díptico de paisajes tarkovskianos. La evocación a través de lo colateral, del resplandor. La sugestión como elemento central no solo de la pintura, sino de todo el arte del siglo XX (el cine y la literatura, sin ir más lejos, son el mejor ejemplo de esa carrera frenética por dibujar ausencias, por hacer visible lo invisible a través de las construcciones de lo real). Pero, ante todo, el diálogo entre las dos obras (una de ellas se muestra a continuación), una con fondo blanco, otra de fondo negro, volviendo a dibujar el concepto de dualidad como eje sobre el que ir construyendo las variaciones de nosotros mismos. Lo dual como base canónica. ¿Y qué es ese concepto sino la era digital en la que estamos inmersos desde hace unas décadas? El nuevo mundo se fabrica con unos y ceros, siendo cualquier construcción compleja una combinación (difícilmente abarcable salvo con las herramientas adecuadas) de estos elementos mínimos de significación. La matemática discreta como base de un nuevo mundo, que es el mismo de siempre, solo que regido por una nueva mirada. Y así, la mirada de Alicia Castilla se construye sobre estos fundamentos profundamente contemporáneos, teniendo en cuenta el poder de la composición, siempre central, como elemento evocador e integrador de la propuesta artística. Las formas y los colores, herramientas de siempre que son capaces de atestiguar nuevas realidades.
Como colofón de la exposición, una vez atravesado el cuerpo central de la obra, quedan los dos lienzos que dejan atrás los collages, con su asociación de ideas de pastiche y reconstrucción postmoderna. Estos dos lienzos cierran el círculo abierto al inicio de la exposición por las otras dos pinturas, los paisajes tarkovskianos, con una simetría perfecta. Ahora ya no tenemos reminiscencias intertextuales, ni pistas que ayuden a descodificar los signos más allá de la pura esencia de luz, forma y color. Son dos cuadros que merecerían amplios análisis, pero a nivel general resultan perfectamente coherentes con las ideas que se sugieren durante toda la exposición.
El primero de ellos muestra unas manchas rojas difuminadas sobre un fondo que podría ser inexistente, ya que podría estar compuesto, simplemente, por el conjunto de otras manchas erigidas sobre un bucle infinito. Manchas que configuran sombras, espíritus, espectros, que conservan vestigios humanoides y que, por lo tanto, remiten inevitablemente a la idea de identidad, de identidad perdida entre una muchedumbre a la deriva, como zombies o espectros que hubieran salido de La Zona o de cualquier otro paisaje mental.
Y el último cuadro, finalmente, que se puede ver a continuación (aunque no es comparable con la contemplación real de la propia obra), simboliza los elementos vertebradores de la exposición: la sencillez dual de elementos primarios (nube negra y fondo vacío) contra la complejidad invisible de cada uno de estos elementos, compuestos por trazos desasosegantes, por colores mutantes, por amenazas indistinguibles. Como un peligro que se cierne, una nube, una tormenta, la geometría de las tangentes se diluye hasta crear una nueva tangente que, en este caso, se presenta gaseosa, evanescente, frágil a la vez que intimidatoria. Las turbulencias del vacío junto a la irregularidad de nuestros pensamientos, misteriosos, llenos de volutas y recovecos. Fragmentos de nosotros mismos. Reflejos de la oscuridad y lo escindido.
Al terminar el recorrido por las paredes de la exposición, avasallados ante los pensamientos acerca de lo líquido y lo gaseoso, lo estructurado y lo violento (porque hay mucha violencia latente en estas obras, con su reflexión asociada sobre esa violencia que la sociedad reprime y libera en estallidos), lo moderno y lo postmoderno, pasamos por la mesa de la exposición y encontramos nuevos dibujos y collages, de diferentes escalas, que no han sido colgados junto con el resto de obras pero que forman el contexto, los necesarios márgenes de la colección. Márgenes por los que resulta imprescindible pasar antes de abandonar el Palacio.
Abandonando el lugar, las reminiscencias que quedan son innumerables, y nos llevan a reflexionar sobre cuestiones artísticas generales y sobre preguntas que lindan con el significado de nuestra propia identidad, concepto clave de la modernidad. Porque al salir, precisamente, me preguntaba si podía calificar la obra como moderna o postmoderna y, ahora, después de una cierta meditación, me inclino a pensar que, a pesar de la intertextualidad, las referencias, el collage, etc, estamos ante obras rabiosamente modernas, y por eso no eran gratuitas las menciones a otras obras que forjaron la modernidad en expresiones artísticas diferentes. El concepto de modernidad de estas obras es el mismo que parte de Velazquez y que lleva a la pintura figurativa a un callejón sin salida durante el siglo XX. Ya no se trata de pintar cosas reales ni de pintar cosas bellas, se trata de evocar lo que las cosas nos dicen a través de la expresión sensorial de nuestro pensamiento. Ya no es necesario luchar contra las vanguardias como hace el arte postmoderno, porque las batallas contra el conocimiento están condenadas a la derrota, pero tampoco es necesario desvincular toda abstracción de cualquier asidero terrenal. Si algunos artistas del siglo XX, como Edward Hopper, supieron hacer de la figuración y del realismo una expresión de la modernidad, se debió a que asimilaron las conquistas filosóficas y artísticas de las vanguardias, y cada elemento dibujado se convertía en un contenedor de emociones, una puerta abierta hacia una sensación o un pensamiento que, tan solo a través de elementos pictóricos, era posible resaltar. Ciertas abstracciones de pensamiento nacen de la sensibilidad transmitida por una imagen y, por esa razón, todas las artes desde la revuelta de la modernidad se hacen imprescindibles para entender el lugar del hombre en el mundo. Velazquez ya sabía que no podía limitarse a dibujar un retrato cuyo único objetivo fuera permanecer fiel a la realidad, precisamente porque la realidad va más allá de la imagen. Sin embargo, esa excepción no se convirtió en norma artística hasta que la fotografía vampirizó un campo que parecía el cortijo de la pintura, cuando en realidad estaba siendo su tumba. Desde entonces, la modernidad fue haciendo su hueco, haciéndose contenedora del clasicismo en un camino que no puede tener vuelta atrás, por mucha reacción postmoderna que nos encontremos. La modernidad es el camino del conocimiento y, aunque el arte postmoderno sirvió como importante toque de atención ante una deriva quizás demasiado teórica, también es necesario estar precavidos antes sus veleidades consumistas.
Las obras de Alicia Castilla, cuyo estilo viene dado, además de por su extraordinaria sensibilidad, por su doble formación artística y arquitectónica, sugieren y evocan desde la creación más pura, pero también desde el reciclaje de formas, y por eso es un arte moderno (como otros autores que inmediatamente relacionamos con la obra de la artista, desde Kandinsky o los constructivistas Rodchenko y Popova, hasta la abstracción de Fernando Zóbel o, aunque parezca descabellado, los nenúfares del Monet casi ciego que dio el paso decisivo de la modernidad) que no se olvida de la reacción y el gesto postmoderno. No podemos olvidar lo que nos ha traído al mundo de hoy y, si bien es necesario seguir con coherencia una línea clara, también es imprescindible configurar esa línea a partir de las diferentes conquistas artísticas que atraviesan nuestra sociedad, por muy diferentes que puedan ser o muy lejanas que parezcan a nuestra sensibilidad.
Cada cuadro de la exposición da para muchas líneas de análisis y muchas horas de discusión, por lo que dejo pendiente para una próxima exposición, después de este repaso general, un análisis más exhaustivo de alguna de las obras. Lo que hay que desear es que esa próxima exposición tenga lugar durante más tiempo, en un lugar todavía mejor acondicionado, y sea mucho mejor publicidata.
De momento, lo imprescindible es aprovechar los dos días que quedan de exposición y pasar por el Palacio de Santa Bárbara el 4 o el 5 de enero.
De momento, lo imprescindible es aprovechar los dos días que quedan de exposición y pasar por el Palacio de Santa Bárbara el 4 o el 5 de enero.
* Todas las imágenes de los cuadros han sido obtenidas del blog La frontera del alba
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