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Política del miedo
No
me gusta hacer valoraciones ni sacar conclusiones generales a partir de
experiencias personales, pero hoy esto se me hace especialmente
complicado. Lo que hemos visto no puede ser inconsciencia, no puede ser
un error. Las piezas encajan desgraciadamente bien.
1.-MAÑANA.
Recorremos Lavapiés y llegamos a un desahucio en la calle Mesón de
Paredes (a la altura de la plaza de Agustín Lara), apenas un par de
minutos después de haber evitado otro en la próxima calle Cabestreros.
En esta ocasión no hay opción posible y el desahucio se ejecuta.
Indignación y tristeza general. Nudo en el estómago. La gente empieza a
disgregarse. Algunos nos quedamos en la parte de arriba de la plaza,
otros caminan a través de ella. De repente, vemos movimiento: los
antidisturbios empuñan sus porras y empiezan a pegar a la gente que se
está retirando. Estremece ver la energía y las ganas con que las porras
suben hacia el cielo para luego bajar cargadas de furia. Estremece ver
policías sonriendo, mascando chicle, orgullosos. Estremece ver la manada
de policías golpeando con las porras a cualquiera que se ponga por
delante. Un chico hace una pintada en un coche de policía. Se acercan
cuatro antidisturbios, lo alzan al vuelo y lo introducen en el mismo
coche de la pintada. Se lo llevan detenido. Ya hay chivo expiatorio. El
chico es un nuevo trofeo. El delito, sufrir y solidarizarse con una
familia desahuciada. Pensamos que los palos podrían haber sido para
nosotros, solo con haber estado unos metros más allá.
2.-TARDE. Manifestación multitudinaria. Llegamos a Atocha y parece que
baja la densidad de gente, pero todos seguimos andando hasta Neptuno,
hasta que la densidad se equipara a la del principio. En realidad no
sabemos si la manifestación tiene que llegar hasta Atocha o hasta
Neptuno, pero pensamos que no importa demasiado. La calle está atestada
de gente, el ambiente es perfecto, sin incidentes, tranquilo, entre
lúdico y concienciado. Un grupo de seis o siete amigos departimos en
mitad de la plaza, auspiciados por Neptuno, sin saber que cuatro o cinco
filas por delante de nosotros va a empezar una carga policial carente
de ningún sentido. No llegamos a ver en qué consiste, pero escuchamos
disparos de lo que parecen pelotas de goma (esperamos que al aire, pero
no lo sabemos). La gente empieza a correr hacia atrás, buscando los
pocos huecos entre la gente. Nosotros tenemos que saltar entre los
arbustos para escapar, e intentamos evitar correr, intentamos evitar que
cunda el pánico. Pero la policía parece empeñada en lo contrario,
porque siguen las cargas, una tras otra y, entonces, columnas
desordenadas empiezan a correr en todas direcciones, queriendo escapar
de la ratonera en que se ha convertido el Paseo del Prado. ¿Por qué
formar una ratonera? Si quieren disolver, ¿no hay que dar las máximas
facilidades para la dispersión en lugar de cortar calles? Finalmente, y a
pesar de nuestras reticencias, no nos queda sino correr, porque todo el
mundo es presa del pánico y la evacuación relajada deja de ser posible.
Nos desviamos por una de las primeras calles despejadas que cruzan el
Paseo del Prado. Se siguen escuchando disparos. Por un momento, parece
que volvemos a la tranquilidad en la nueva calle pero, entonces,
aparece más gente corriendo de forma caótica. Por otro lado aparecen dos
coches de policía. La gente se encuentra en estado de pánico y, la mera
irrupción de esos coches policiales, provoca nuevas carreras, agitación
y caos. No nos explicamos cómo es posible. Cómo han podido cargar en un
sitio así, lleno de miles de personas. Pensamos entonces en cómo
podemos volver a casa evitando los disturbios. Bajamos la calle junto al
Retiro con la idea de llegar hasta la plaza de Atocha y así acercarnos a
nuestro barrio. Sin embargo, al asomarnos, descubrimos contenedores en
el suelo, llamas y humo, mucho humo. Decidimos, por lo tanto, evitar esa
zona atravesando la propia estación de Atocha. Desde el puente vemos
los diferentes focos de fuego y, especialmente, una enorme nube de humo
negro que justifica el olor que empezamos a sentir. Bordeamos la
estación y nos disponemos a cruzar la calle para pasar al otro lado. Sin
embargo, los disturbios se han extendido más rápido de lo que hemos
caminado nosotros y ya nos es imposible cruzar con seguridad. Decidimos
entonces ampliar el rodeo, bajar por la calle Méndez Álvaro y después
cruzar. Entonces, giramos a la derecha en la siguiente calle y nos
encontramos con nuevos contenedores bailando en llamas sobre la calzada.
Es Santa María de la Cabeza y tenemos que cruzar esa calle para poder
llegar a casa. Cada vez nos alejamos más. Pienso en Nicholas Ray: no
podemos volver a casa. Corremos por Méndez Álvaro para intentar ganar
unos metros y cruzar, pero comprobamos que va a ser una misión casi
imposible. Cuando nos asomamos de nuevo a Santa María de la Cabeza, el
paisaje nos estremece. Pienso en Cormac McCarthy, La carretera, un
paisaje postapocalíptico. Pienso también en las imágenes de mayo del 68
de nuestra memoria colectiva, imágenes de Godard, Klein, Garrel e
incluso Assayas. No hay gente en toda la calle salvo unas personas
provocando disturbios, quemando nuevos contenedores, alzando unos
hierros y estrellándolos contra los escaparates. Suspiramos de
estupefacción. Cada vez hay más humo y el olor a plástico quemado
empieza a ser insoportable. Al fondo se escuchan coches de policía, que
empiezan a acercarse, y el omnipresente helicóptero que parece
señalarnos un estado de sitio. El miedo empieza a ser real. No
entendemos cómo ha podido ocurrir esto. El pánico crea el caldo de
cultivo necesario para que los incidentes tengan lugar. El Poder ya
tiene su imagen que vender a la prensa y a la gran parte de la sociedad
que no ha podido ver lo que realmente sucede. Nosotros, mientras tanto,
comprendemos que es necesario cruzar Santa María de la Cabeza si
queremos llegar a casa en un plazo razonable de tiempo. Decidimos
correr. Atravesar la calle fantasmal, recorrida solo por sombras y humo.
Saltamos la mediana y atisbamos una calle tranquila. Antes hay tiempo
para mirar a izquierda y derecha. A ambos lados, barricadas formadas por
contenedores y objetos ardiendo. Un encapuchado destroza un escaparate.
No podemos imaginar vernos dentro de ese paisaje. Una vez que cruzamos
esa calle, vagabundeamos un poco más, buscando rincones tranquilos por
los que deslizarnos, y seguimos oyendo el rumor de fondo de los
disturbios y respirando con dificultad el humo que impregna todo el
centro de Madrid. Finalmente, llegamos a casa, a nuestro querido barrio
de Lavapiés. Seguimos incrédulos, como si hubiéramos vuelto de una
pesadilla sacada de una película demasiado real como para proceder de
Hollywood. Nos preguntamos muchas cosas, pero ninguna acaba de tener
sentido. Porque no es posible que sea solo inconsciencia, no es posible
que los que empezaron cargando en Neptuno tuviera tan poca vista o
formación. No es posible que crearan de la nada una situación de pánico
global sobre la que construir el caos. No es posible hacer algo así sin
pretenderlo. La sociedad del espectáculo.
Es la política del
miedo, de jugar a imaginar que los manifestantes que hemos tenido que
huir de una amenaza invisible encarnada por la policía nos lo pensaremos
antes de acudir a la próxima manifestación. Lógicamente, habrá gente
que se lo pensará, porque había personas mayores, niños, gente que no
era capaz de correr y que corría el riesgo de ser aplastada por la
muchedumbre que huía presa del pánico. Un nuevo derecho amputado, el de
la libre expresión y manifestación.
En realidad, la táctica es
inteligente, porque pocos votantes (si alguno) del partido del poder
estarían en los disturbios; por su parte, sus votantes habituales
radicalizarán su apoyo, porque pensarán que es mano dura lo que
necesitan esos "radicales", "vándalos", "antisistema", etc. Mano dura
que nadie puede aplicar mejor que los que consiguen que, entre los
suyos, cada derecho recortado se convierta en un triunfo, en una
heroicidad. Hagiografías construidas por medios de comunicación que
duele mirar, sin necesidad, siquiera, de abrir por la segunda página.
Decía Godard en su última película que, cuando la ley es injusta, la
justicia pasa por encima de la ley. Cada vez nos lo ponen más difícil,
pero al menos nos acostaremos sabiendo que una gran parte de la sociedad
no solo ha respondido, sino que ha respondido muy bien ante un día ante
el que solo cabía estar.
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