En un momento en que la descontextualización histórica está cobrando fuerza gracias a las últimas obras de directores como Eric Rohmer (El romance de Astrea y Celadón), Sofia Coppola (María Antonieta), Paul Thomas Anderson (Pozos de ambición), o Hirokazu Kore-Eda (Hana), puede resultar muy interesante recuperar algunas de las películas históricas del maestro Kenji Mizoguchi. Está claro que Sofia Coppola no quería hacer una película histórica en su María Antonieta, sino utilizar las herramientas del pasado para dibujar con mayor precisión sus inquietudes personales respecto al presente; del mismo modo, no hay una diferencia de fondo entre las películas "contemporáneas" y las películas históricas de Mizoguchi.
A diferencia, por ejemplo, de Kurosawa, que exportaba tragedias shakespearianas más allá del tiempo y del espacio para dotar a su cine de un carácter universal, que hablara de la condición humana a través de una concienzuda contextualización, el cine histórico de Mizoguchi habla del presente, de las verdaderas inquietudes de su director, de la necesidad de dar voz a la mujer en una sociedad que se empeñaba en silenciarlas. Así, la reivindicación social de sus películas contemporáneas como Los músicos de Gion, La mujer crucificada o La calle de la vergüenza se extiende a los melodramas históricos que denuncian la situación de la mujer a través de la aproximación intimista, totalmente alejada de efectismos o trucos demagógicos.
Dentro de esta serie de películas históricas, Mizoguchi también saca en ocasiones un pie del melodrama para coquetear con otros géneros, como el fantástico en Cuentos de la luna pálida de agosto o la fábula, el cuento tradicional, en La emperatriz Yang Kwei-Fei, película embebida de un aire de ensoñación que la emparenta directamente con la tradición oriental de Las mil y una noches.
En La emperatriz Yang Kwei-Fei una serie de personajes utilizan en propio beneficio a una criada de cocina de gran belleza (Machiko Kyo) y parecido con la fallecida esposa del emperador, acercándola a éste (que ve en ella la perfecta sustituta de su amada) de manera que puedan conseguir su favor. De este modo, una pobre chica, maltratada por su familia, llega a lo más alto de la corte sin tan siquiera proponérselo. Suena conocido, pero las sutiles diferencias con el clásico cuento de la Cenicienta abren un abismo que convierten la película en una personalísima obra de Mizoguchi. En primer lugar, hay que tener en cuenta que los orígenes de esta fábula no están en Walt Disney, y ni tan siquiera en Charles Perrault, sino en unos escritos chinos que datan del año 200 de nuestra era.
Si el cuento clásico llama la atención por una latente y edulcorada misoginia, Mizoguchi convierte a la sumisa e ingenua Cenicienta en un personaje lleno de entereza, víctima (consciente de ello en todo momento) de los prejuicios y convencionalismos sociales, que son tan válidos para el Japón del siglo VIII como para el de 1955. En esta arriesgada comparación se mueve una película que no hace concesión alguna al espectador ávido de buenas intenciones, concluyendo con un dramático final que Mizoguchi solventa con una elipsis maravillosa.
Está claro que la mujer es el tema básico del film, pero se articula sobre otro muy interesante y que ha dado mucho juego a lo largo de la historia del cine: la obsesión por la muerta y las ansias de resurrección. Desde clásicos de Hollywood como Rebeca, Laura, Jennie o, sobre todo, Vértigo, y hasta películas como Ordet, Solaris, casi todo de Palma (herencia directa de Vértigo) o los últimos Lynch, la duplicidad y la sustitución, la muerte y la resurreción, forman dípticos de inabarcable sugestión, capaces de evocar los fantasmas personales de cada espectador y enfrentarlo contra su propio miedo a la soledad.
Además de las cuestiones de fondo, ésta fue la primera obra de Mizoguchi en color, lo que le permitió experimentar y rememorar sus comienzos como pintor y artista gráfico. Cada plano está compuesto como un perfecto retablo que, sin embargo no chirría dentro de sus característicos planos secuencia, tan exquisitos como siempre pero, quizá en esta ocasión, más contenidos y ajustados a las necesidades narrativas. Esto no implica que disminuya la inquietud formalista de Mizoguchi, que, en todo caso, estaría más depurada de lo habitual, manteniendo su gusto por el plano general y reservando para los momentos de mayor intimidad un par de fugaces primeros planos. Primeros planos de soledad y de una felicidad que sólo puede ser ilusoria, que se tornará inevitablemente trágica.
A diferencia, por ejemplo, de Kurosawa, que exportaba tragedias shakespearianas más allá del tiempo y del espacio para dotar a su cine de un carácter universal, que hablara de la condición humana a través de una concienzuda contextualización, el cine histórico de Mizoguchi habla del presente, de las verdaderas inquietudes de su director, de la necesidad de dar voz a la mujer en una sociedad que se empeñaba en silenciarlas. Así, la reivindicación social de sus películas contemporáneas como Los músicos de Gion, La mujer crucificada o La calle de la vergüenza se extiende a los melodramas históricos que denuncian la situación de la mujer a través de la aproximación intimista, totalmente alejada de efectismos o trucos demagógicos.
Dentro de esta serie de películas históricas, Mizoguchi también saca en ocasiones un pie del melodrama para coquetear con otros géneros, como el fantástico en Cuentos de la luna pálida de agosto o la fábula, el cuento tradicional, en La emperatriz Yang Kwei-Fei, película embebida de un aire de ensoñación que la emparenta directamente con la tradición oriental de Las mil y una noches.
En La emperatriz Yang Kwei-Fei una serie de personajes utilizan en propio beneficio a una criada de cocina de gran belleza (Machiko Kyo) y parecido con la fallecida esposa del emperador, acercándola a éste (que ve en ella la perfecta sustituta de su amada) de manera que puedan conseguir su favor. De este modo, una pobre chica, maltratada por su familia, llega a lo más alto de la corte sin tan siquiera proponérselo. Suena conocido, pero las sutiles diferencias con el clásico cuento de la Cenicienta abren un abismo que convierten la película en una personalísima obra de Mizoguchi. En primer lugar, hay que tener en cuenta que los orígenes de esta fábula no están en Walt Disney, y ni tan siquiera en Charles Perrault, sino en unos escritos chinos que datan del año 200 de nuestra era.
Si el cuento clásico llama la atención por una latente y edulcorada misoginia, Mizoguchi convierte a la sumisa e ingenua Cenicienta en un personaje lleno de entereza, víctima (consciente de ello en todo momento) de los prejuicios y convencionalismos sociales, que son tan válidos para el Japón del siglo VIII como para el de 1955. En esta arriesgada comparación se mueve una película que no hace concesión alguna al espectador ávido de buenas intenciones, concluyendo con un dramático final que Mizoguchi solventa con una elipsis maravillosa.
Está claro que la mujer es el tema básico del film, pero se articula sobre otro muy interesante y que ha dado mucho juego a lo largo de la historia del cine: la obsesión por la muerta y las ansias de resurrección. Desde clásicos de Hollywood como Rebeca, Laura, Jennie o, sobre todo, Vértigo, y hasta películas como Ordet, Solaris, casi todo de Palma (herencia directa de Vértigo) o los últimos Lynch, la duplicidad y la sustitución, la muerte y la resurreción, forman dípticos de inabarcable sugestión, capaces de evocar los fantasmas personales de cada espectador y enfrentarlo contra su propio miedo a la soledad.
Además de las cuestiones de fondo, ésta fue la primera obra de Mizoguchi en color, lo que le permitió experimentar y rememorar sus comienzos como pintor y artista gráfico. Cada plano está compuesto como un perfecto retablo que, sin embargo no chirría dentro de sus característicos planos secuencia, tan exquisitos como siempre pero, quizá en esta ocasión, más contenidos y ajustados a las necesidades narrativas. Esto no implica que disminuya la inquietud formalista de Mizoguchi, que, en todo caso, estaría más depurada de lo habitual, manteniendo su gusto por el plano general y reservando para los momentos de mayor intimidad un par de fugaces primeros planos. Primeros planos de soledad y de una felicidad que sólo puede ser ilusoria, que se tornará inevitablemente trágica.
7 comentarios:
EN MI BLOG HE COLGADO UNA ENTREVISTA DE MEDIA HORA A VILA-MATAS
Siempre es gratifiacante leer algo bueno sobre este gran director oriental. Un maestro del cine que mostró podía manejar también el color. Saludos!
Tengo muchas ganas de verla, pero desde que me enteré que forma parte de la colección esta de EL PAIS con los libritos, pues me estoy reservando...encima hasta el 7 de Junio, qué se le va a hacer.
Otro que está esperando a El País. Más que nada porque como se dijo que los packs editados en su día no eran para tirar cohetes en algunas de las películas, al menos ahora con el librito ya no hay excusa.
Hola! Perdón por la larga ausencia, pero se me han juntado las vacaciones con una semana de mucho trabajo. Pero bueno, el fin de semana volveremos a la normalidad.
Gracias a todos por los comentarios de estos días y un saludo!!
Ah, y parece que la colección de El país causa furor... A ver si hay suerte y la copia del Mizoguchi es mejor, porque la que yo vi de la edición que había en DVD tenían unas rayas bastante molestas, sobre todo hacia el final...
Pues va y resulta que hoy dan... ¡El intendente Sansho! Jajaja No sé si habían avisado pero yo al menos no me he enterado, qué chapuzas...
¿En serio? Pues ayer mismo vi, en la edición digital de El país, que había una crítica de La emperatriz..., así que si han avisado supongo que ha sido hoy... Alucinante... Y eso que Shansho es de mis Mizoguchis favoritos, pero cambiar así de repente...
¿Y no comentan nada del cambio ni piden disculpas en la edición impresa?
En fin, qué desastre. Un saludo Carlos!
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