Anoche terminó Filmadrid. Y resulta difícil imaginar algo mejor para la jornada de clausura de un festival de cine que proyectar una película de Thom Andersen. Su última obra, The Thoughts That Once We Had no es sólo un canto de amor al cine y una reivindicación de su importancia en nuestras vidas y en la historia del siglo XX, sino también una bellísima oda que pone en guardia nuestras capacidades de asociación y reflexión, y plantea un desafío a los resortes de nuestra memoria cinéfila. Las Histoire(s) de Godard están en boca de todos, y resulta difícil negar su influencia, pero la mirada de Thom Andersen resulta tan reconocible y tan personal que es preferible huir de toda tentación comparativa.
El montaje y las imágenes de The Thoughts That Once We Had laten con cautela, al ritmo de una respiración profunda pero relajada, e introduce cada película con la emoción de un primer descubrimiento. Nuestra memoria se agita y los resortes de las imágenes que vemos activan en nuestros cerebros los mecanismos que nos unen con cada una de esas películas, al tiempo que invitan a reorganizar la estructura mental bajo la que todos, inevitablemente, organizamos nuestro bagaje fílmico.
El hilo conductor de la película, las ideas que Deleuze plasmó en La imagen-movimiento (las alusiones que percibí a La imagen-tiempo fueron mínimas, pero quizás estuvieran más escondidas), es silencioso y se deja modular por la fuerza de las imágenes de las películas con las que construye su particular recorrido por la historia del cine. Es decir, las películas nunca quedan aplastadas por la fuerza de las ideas de Deleuze, sino que estas sirven para revisar y mirar las películas desde un ángulo diferente, estableciendo asociaciones y herencias que funcionan tanto a nivel emocional como intelectual.
A diferencia del enciclopedismo de Los Angeles Plays Itself, donde se mezclaban tanto películas muy conocidas como pequeñas joyas ignotas y sepultadas por los cánones habituales de la historia del cine, The Thoughts That Once We Had es una sinfonía compuesta de fragmentos de películas, en general, muy presentes en la memoria cinéfila y de directores muy relevantes en cánones, listas e historiografías. Quizás por esa razón, a diferencia de lo que ocurría en Los Angeles Plays Itself, no hay referencia explícita a los títulos de las películas que se nos muestran, y apenas haya pistas al margen de que varias de ellas se vinculan a partir de nexos comunes, ya sea colocando adyacentes varias películas de un mismo director (como ocurre con Griffith, Godard o Hou Hsiao Hsien), de un mismo actor (Marlon Brando o Marlene Dietrich, aunque aquí el vínculo también es con Sternberg) o con algún otro elemento discriminante más allá de relaciones conceptuales o formales. Poco a poco, vemos cómo ciertas cualidades descritas en las palabras de Deleuze se mantienen invariantes a lo largo de la historia del cine, y apreciamos cómo el arco histórico que separa ciertas películas está tensado por la fuerza de su contexto social. El contexto, sin embargo, no se presenta de forma aséptica, sino que está atravesado por la profunda militancia de Thom Andersen, quien, como Godard, milita fundamentalmente a través de la forma y de las asociaciones de montaje. Para ello, claro está, emplea como materia prima fundamental de la película un ingrediente que aparentemente no está dentro de ella: la educación cinéfila de los espectadores. Thom Andersen abre las manos y las piernas, coloca un pie en Deleuze y otro en la memoria de los espectadores, y deja pasar de una mano a otra el tren de la historia del cine. Y la película triunfa.
La película triunfa a pesar de que nuestra memoria no siempre nos es fiel.
El hilo conductor de la película, las ideas que Deleuze plasmó en La imagen-movimiento (las alusiones que percibí a La imagen-tiempo fueron mínimas, pero quizás estuvieran más escondidas), es silencioso y se deja modular por la fuerza de las imágenes de las películas con las que construye su particular recorrido por la historia del cine. Es decir, las películas nunca quedan aplastadas por la fuerza de las ideas de Deleuze, sino que estas sirven para revisar y mirar las películas desde un ángulo diferente, estableciendo asociaciones y herencias que funcionan tanto a nivel emocional como intelectual.
A diferencia del enciclopedismo de Los Angeles Plays Itself, donde se mezclaban tanto películas muy conocidas como pequeñas joyas ignotas y sepultadas por los cánones habituales de la historia del cine, The Thoughts That Once We Had es una sinfonía compuesta de fragmentos de películas, en general, muy presentes en la memoria cinéfila y de directores muy relevantes en cánones, listas e historiografías. Quizás por esa razón, a diferencia de lo que ocurría en Los Angeles Plays Itself, no hay referencia explícita a los títulos de las películas que se nos muestran, y apenas haya pistas al margen de que varias de ellas se vinculan a partir de nexos comunes, ya sea colocando adyacentes varias películas de un mismo director (como ocurre con Griffith, Godard o Hou Hsiao Hsien), de un mismo actor (Marlon Brando o Marlene Dietrich, aunque aquí el vínculo también es con Sternberg) o con algún otro elemento discriminante más allá de relaciones conceptuales o formales. Poco a poco, vemos cómo ciertas cualidades descritas en las palabras de Deleuze se mantienen invariantes a lo largo de la historia del cine, y apreciamos cómo el arco histórico que separa ciertas películas está tensado por la fuerza de su contexto social. El contexto, sin embargo, no se presenta de forma aséptica, sino que está atravesado por la profunda militancia de Thom Andersen, quien, como Godard, milita fundamentalmente a través de la forma y de las asociaciones de montaje. Para ello, claro está, emplea como materia prima fundamental de la película un ingrediente que aparentemente no está dentro de ella: la educación cinéfila de los espectadores. Thom Andersen abre las manos y las piernas, coloca un pie en Deleuze y otro en la memoria de los espectadores, y deja pasar de una mano a otra el tren de la historia del cine. Y la película triunfa.
La película triunfa a pesar de que nuestra memoria no siempre nos es fiel.
Aunque durante la película pude reconocer la mayor parte de las imágenes, con sus directores, actores y movimientos asociados, en algunos momentos la memoria hacía aguas. De repente, me sorprendía ante una escena que me resultaba familiar, pero no era capaz de sacar a la superficie cuál era su título o su director. Una de ellas, hacia el final del metraje, es la escena que da título a la obra, en la que el personaje femenino de lo que parecía un noir clásico recitaba a su acompañante masculino un poema en el que aparecía el verso "The Thoughts That Once We Had". No era capaz de identificar los actores ni el texto, pero las imágenes hacían sonar una pequeña campana en mi cabeza. La belleza de ese final de la película, que une esta escena noir clásica con la deconstrucción de los códigos del cine negro que hizo Godard en Made in USA, ya al final de su etapa erótica y antes de entrar de lleno en la política, eran suficientes para armar el sentido de ese maravilloso final en el que lo emocional se impone a cualquier tipo de reflexión intelectual, pero al terminar los créditos mi cabeza seguía dándole vueltas a esa escena noir, a esa chica sentada en la mesa, a ese rostro turbado del hombre que escuchaba impaciente, turbado por cada una de las líneas de ese poema.
Llegué a casa, bastantes horas después, tras haber pasado por otra película y por una cena en una terraza de Lavapiés. La escena seguía ahí, dándome vueltas. Busqué la frase que da título a la película de Andersen, y enseguida encontré que eran versos pertenecientes a un poema de Christina Rosetti. Así que sólo iba a necesitar una segunda búsqueda para encontrar el origen de esas imágenes. El beso mortal. Kiss me Deadly. La película de Robert Aldrich, ese mito de la serie B estadounidense adorado por Godard, que yo llevaba tantos años sin ver, y que mi memoria consciente asociaba a su poderoso inicio, con una chica corriendo desesperadamente por una carretera, y a las imágenes inolvidables de un misterioso maletín y su contenido radiactivo Pero no, resulta que ese iceberg escondía más imágenes. Unas imágenes eclipsadas por otras. Imágenes replegadas fuera de la consciencia, agazapadas durante años, pero que seguro que han estado latiendo en todas las películas que he visto desde aquel momento. Imágenes que seguro que fueron conscientes y reconocibles por mí durante unos meses o unos años y que fueron perdiendo poder por la erosión del tiempo y por la llegada de nuevas imágenes. Imágenes convertidas en pensamientos. Pensamientos que una vez tuvimos, que en algún momento olvidamos, y que el cine nos ayudó a recuperar. Igual que Boris Lehman decía que todos somos la suma de las personas que hemos conocido, también lo somos de las películas que hemos visto y de los libros que hemos leído.
Llegué a casa, bastantes horas después, tras haber pasado por otra película y por una cena en una terraza de Lavapiés. La escena seguía ahí, dándome vueltas. Busqué la frase que da título a la película de Andersen, y enseguida encontré que eran versos pertenecientes a un poema de Christina Rosetti. Así que sólo iba a necesitar una segunda búsqueda para encontrar el origen de esas imágenes. El beso mortal. Kiss me Deadly. La película de Robert Aldrich, ese mito de la serie B estadounidense adorado por Godard, que yo llevaba tantos años sin ver, y que mi memoria consciente asociaba a su poderoso inicio, con una chica corriendo desesperadamente por una carretera, y a las imágenes inolvidables de un misterioso maletín y su contenido radiactivo Pero no, resulta que ese iceberg escondía más imágenes. Unas imágenes eclipsadas por otras. Imágenes replegadas fuera de la consciencia, agazapadas durante años, pero que seguro que han estado latiendo en todas las películas que he visto desde aquel momento. Imágenes que seguro que fueron conscientes y reconocibles por mí durante unos meses o unos años y que fueron perdiendo poder por la erosión del tiempo y por la llegada de nuevas imágenes. Imágenes convertidas en pensamientos. Pensamientos que una vez tuvimos, que en algún momento olvidamos, y que el cine nos ayudó a recuperar. Igual que Boris Lehman decía que todos somos la suma de las personas que hemos conocido, también lo somos de las películas que hemos visto y de los libros que hemos leído.
El descubrimiento del título de la película dotaba todavía de más fuerza esa parte final, esa despedida y crisis de la imagen-acción representada por las películas del Hollywood clásico. No sólo Godard y la Nouvelle Vague adoraron esa película en el momento de su estreno, sino que resultó fundamental en cineastas que llegaron después, los Tarantino o David Lynch de la posmodernidad, y cuyo maridaje con Made in USA resulta por lo tanto perfecto para esa mirada que no se limita a regodearse en el pasado, sino que mira al futuro. Esta es otra idea, la del futuro y su melancolía, que recorre toda la obra y muchas de las asociaciones que establece Andersen, como por ejemplo la conexión del cine de Louis Malle y Jacques Demy (engarzados por Jeanne Moreau) con el de Hou Hsiao Hsien. Ese travelling de La bahía de los ángeles conectado con el inicio de Millennium Mambo, dos películas duras pero bellísimas, reflexivas sobre las prisiones inherentes a todas las épocas y a todos los contextos, las prisiones del juego y los casinos y las prisiones del amor posesivo y las discotecas techno. Dos travellings en sentidos opuestos, hacia adelante y hacia atrás, con dos actrices poderosísimas, Moreau y Shu Qi, pero que tienen un mismo destino final, el corazón de sus protagonistas.
Al terminar "The Thoughts That Once We Had" sólo apetece volver a verla para seguir articulando relaciones entre las películas, las ideas de Deleuze, el recorrido sentimental de Andersen y nuestro propio bagaje cinéfilo, pero sobre todo para emocionarnos con las resonancias de las imágenes, con ese arte que nos ayuda a hacer visible lo invisible y a encontrarnos a nosotros mismos. La película es un universo de rutas que se puede explorar constantemente y que tiene dos direcciones, la cabeza y el corazón, y que se puede disfrutar de muchísimas maneras.
Porque ahí está la grandeza de Andersen: haber hecho una película absolutamente gozosa desde diferentes niveles, atravesando distintas capas de consciencia y de conocimento del cine y de su historia. Capas que se articulan mediante la imagen-afección, la imagen-percepción y la imagen-acción, pero que el cineasta lleva a la política, a la historia y, en definitiva, a nuestras vidas. La ecuación que equipara el cine a la vida está más presente y más viva que nunca.
Al terminar "The Thoughts That Once We Had" sólo apetece volver a verla para seguir articulando relaciones entre las películas, las ideas de Deleuze, el recorrido sentimental de Andersen y nuestro propio bagaje cinéfilo, pero sobre todo para emocionarnos con las resonancias de las imágenes, con ese arte que nos ayuda a hacer visible lo invisible y a encontrarnos a nosotros mismos. La película es un universo de rutas que se puede explorar constantemente y que tiene dos direcciones, la cabeza y el corazón, y que se puede disfrutar de muchísimas maneras.
Porque ahí está la grandeza de Andersen: haber hecho una película absolutamente gozosa desde diferentes niveles, atravesando distintas capas de consciencia y de conocimento del cine y de su historia. Capas que se articulan mediante la imagen-afección, la imagen-percepción y la imagen-acción, pero que el cineasta lleva a la política, a la historia y, en definitiva, a nuestras vidas. La ecuación que equipara el cine a la vida está más presente y más viva que nunca.
Poco a poco, voy consiguiendo apaciguar los fulgores de Andersen y, asimilando sus ideas vuelvo a pensar en todo lo que el cine ha hecho por mi educación sentimental, lo que me lleva a otras películas que han clausurado estos días distintas secciones de Filmadrid, por las que discurren pequeños discursos aislados que los espectadores vamos armando lenta pero delicadamente. Y pienso entonces en cuánto influye en nuestra formación el pseudo-azaroso orden en el que las películas llegan a nosotros.
El foco de Bressane se cerró con Educación sentimental, el foco de Boris Lehman con A comme Adrienne y la sección oficial con John From. Y de repente parece que todo tiene sentido.
La primera relata la relación, inicialmente azarosa, que se establece entre un chico joven y una profesora, y cómo el proceso educativo, impulsado por la seducción y el deseo, se abre desde la literatura y la mitología a ámbitos como el baile o el cine; pero, sobre todo, se reivindica el relato y la transmisión de la experiencia personal como catalizadora de conocimiento y descubrimiento de uno mismo. Se aprende más cuando uno extrae conclusiones propias del relato de una experiencia personal subjetiva que cuando la narración sigue una clara relación causa-efecto y la moraleja viene impuesta desde una supesta objetividad. Es decir, Bressane se vuelca en mostrar las capacidades de la ficción, muestra su fe y cierra los ojos. Y algo similar ocurre en John From, la película que finalmente resultó ganadora de Filmadrid. La protagonista es una adolescente que se ve sacudida por un repentino enamoramiento. En este caso, igual que en la película de Bressane, alguien joven se siente atraido por una figura de poder (un adulto, vecino recién llegado a la urbanización, fotógrafo de viajes de profesión), con experiencia y conocimientos que crean una mitología muy particular en la cabeza de la adolescente, quien va moldeando su mundo en torno a estas pulsiones. En una de las partes más divertidas y emocionantes (por su sinceridad) de la película, la protagonista, tras ver una exposición del fotógrafo sobre Melanesia, empieza a investigar en profundidad todos los detalles, geografía y costumbres de la Melanesia. Una vez más, la pulsión erótica (¿no es el cine una pulsión erótica?) impulsa más que ninguna otra cosa hacia el aprendizaje, hacia una búsqueda personal que no debe ser directiva, sino inspiradora. Por último, A comme Adrienne, la película que cerraba el maravilloso ciclo de Lehman (que esperemos que pueda tener continuidad en Madrid de alguna manera, ya fuera del Festival) nos presentaba la vida de una amiga de Boris, y al propio Boris integrado en una familia que va más allá de los vínculos de sangre. La película está dividida en capítulos y, cada uno de ellos se presenta como una lección académica (el primer capítulo, por ejemplo, es "La clase de natación"), de tal modo que se vuelve a vincular el aprendizaje con el retrato de la vida, de la vida de una persona corriente y, por eso mismo, excepcional. Inocente pero volcada en lo que le rodea. Todos nos enamoramos de Adrienne y todos aprendemos con ella. Y el aprendizaje, la vida y el cine, y por consiguiente la emoción y la belleza, siguen caminando de la mano en esta ruta que esperamos no dejar de recorrer. Gracias por el cine y por la vida.
El foco de Bressane se cerró con Educación sentimental, el foco de Boris Lehman con A comme Adrienne y la sección oficial con John From. Y de repente parece que todo tiene sentido.
La primera relata la relación, inicialmente azarosa, que se establece entre un chico joven y una profesora, y cómo el proceso educativo, impulsado por la seducción y el deseo, se abre desde la literatura y la mitología a ámbitos como el baile o el cine; pero, sobre todo, se reivindica el relato y la transmisión de la experiencia personal como catalizadora de conocimiento y descubrimiento de uno mismo. Se aprende más cuando uno extrae conclusiones propias del relato de una experiencia personal subjetiva que cuando la narración sigue una clara relación causa-efecto y la moraleja viene impuesta desde una supesta objetividad. Es decir, Bressane se vuelca en mostrar las capacidades de la ficción, muestra su fe y cierra los ojos. Y algo similar ocurre en John From, la película que finalmente resultó ganadora de Filmadrid. La protagonista es una adolescente que se ve sacudida por un repentino enamoramiento. En este caso, igual que en la película de Bressane, alguien joven se siente atraido por una figura de poder (un adulto, vecino recién llegado a la urbanización, fotógrafo de viajes de profesión), con experiencia y conocimientos que crean una mitología muy particular en la cabeza de la adolescente, quien va moldeando su mundo en torno a estas pulsiones. En una de las partes más divertidas y emocionantes (por su sinceridad) de la película, la protagonista, tras ver una exposición del fotógrafo sobre Melanesia, empieza a investigar en profundidad todos los detalles, geografía y costumbres de la Melanesia. Una vez más, la pulsión erótica (¿no es el cine una pulsión erótica?) impulsa más que ninguna otra cosa hacia el aprendizaje, hacia una búsqueda personal que no debe ser directiva, sino inspiradora. Por último, A comme Adrienne, la película que cerraba el maravilloso ciclo de Lehman (que esperemos que pueda tener continuidad en Madrid de alguna manera, ya fuera del Festival) nos presentaba la vida de una amiga de Boris, y al propio Boris integrado en una familia que va más allá de los vínculos de sangre. La película está dividida en capítulos y, cada uno de ellos se presenta como una lección académica (el primer capítulo, por ejemplo, es "La clase de natación"), de tal modo que se vuelve a vincular el aprendizaje con el retrato de la vida, de la vida de una persona corriente y, por eso mismo, excepcional. Inocente pero volcada en lo que le rodea. Todos nos enamoramos de Adrienne y todos aprendemos con ella. Y el aprendizaje, la vida y el cine, y por consiguiente la emoción y la belleza, siguen caminando de la mano en esta ruta que esperamos no dejar de recorrer. Gracias por el cine y por la vida.