Nunca me ha interesado especialmente el cine de Richard Quine, pero de vez en cuando percibía en sus imágenes un brillo especial, un espacio que se alejaba del cine prefabricado que era tan habitual en el Hollywood de aquellos años.
Esta mañana, al levantarme de la cama por primera vez en este año 2012, he visto por casualidad en televisión el final de una película de Richard Quine que ya conocía, La misteriosa dama de negro. Tenía yo la película, y a su director, totalmente olvidados, sumergidos en lo más recóndito de la memoria y, de repente, ver la manera en que la cámara trataba, acariciaba, susurraba al oído de Kim Novak, me ha hecho recordar que ese punto especial de unas pocas películas de Richard Quine estaba precisamente en la presencia mágica de Kim Novak, alrededor de la cual gira todo lo demás.
Revisando las filmografías, he visto que me faltaba por ver una de las colaboraciones entre ambos artistas; concretamente, la primera película que hicieron juntos, La casa número 322. En el acto, he decidido hacerme con ella y verla esta misma noche, en un intento de confirmación de que las películas especiales de Quine son las de Kim Novak. Efectivamente, la memoria no me fallaba y, una vez más, la relación Quine-Novak va mucho más allá de lo que una pantalla de cine puede mostrar como mero soporte físico.
Al terminar de ver tan satisfactoriamente la película, he buscado someramente por Internet para intentar averiguar si Richard Quine ya conocía a Kim Novak antes de empezar el rodaje o antes de concebir siquiera el guión de La casa número 322, pero no he encontrado respuesta. Sea como sea, ya desde los primeros planos de la obra resulta evidente la adoración mucho más allá de lo convencional que experimenta Quine por su actriz, lo que condiciona cada uno de los planos de la película, y no solo aquellos en los que ella aparece. La atmósfera turbadora, progresivamente absorbente y seca, o la obsesión por los pequeños detalles, los cigarrillos cortados, las luces en hornacinas, transmite una ansiedad que solo puede tener su origen en lo más irracional del ser humano.
Entonces, Richard Quine, todo un artesano de Hollywood, contraviene de repente todas las máximas de la industria, entrando en una espiral que, sorprendentemente, lo acerca a las pasiones del cine de autor más europeo y menos preocupado por los manuales de academia. A Quine ya no le interesa el guión, ni la historia que cuenta, ni la coherencia de sus personajes. No le importa que la película tenga lagunas, que se utilice el fácil recurso del azar en varios momentos, que la estilización de la puesta en escena no acabe de resultar natural. No le importa hacer el ridículo, ni que todos perciban su "enfermedad". La rigidez técnica y estructural del sistema de estudios se viene abajo, porque el único centro pasa a ser la actriz, Kim Novak, y delante de ella solo puede rodar somo si ella fuera el centro del universo. Abajo los guionistas, abajo el productor, abajo el director. Quine se anula a sí mismo y ahí encuentra su auténtica personalidad, en dejar un combate desnudo, a la luz de la luna, entre su pasión y su chica. Una chica y un pistola. Para Quine bastaba con una chica, y eso hace evocar no solo al Godard obnuvilado ante Anna Karina o al Sternberg que no podía pensar más que en Marlene Dietrich sino, más que nadie, al Philippe Garrel obsesionado con Nico. Del mismo modo que Hitchcock podía obsesionarse por una u otra rubia, por una u otra actriz, y del mismo modo que el perverso inglés hizo de la obsesión su firma más indeleble, para Richard Quine, el serio, artesano, siempre correcto Quine, la aparición de Kim Novak fue tan perturbadora que condicionó totalmente su manera de hacer cine.
Nunca las películas de Richard Quine tuvieron tanta energía y vitalidad, tanto cuerpo de pasiones y sentimientos auténticos como tuvieron sus películas con Kim Novak.
Y resulta curioso, de repente, darse cuenta de que sus cuatro películas parecen sintetizar perfectamente el ciclo de vida completo de una obsesión amorosa no correspondida: flechazo y pasión; idealización romántica; lucha por intentar olvidar; superación y asimilación del nuevo status.
La casa número 322 (1954)
Me enamoré de una bruja (1958)
Un extraño en mi vida (1960)
La misteriosa dama de negro (1962)
La casa número 322 es la película más enérgica (con el permiso de Un extraño en mi vida) de todas cuantas he visto de Richard Quine. La cámara filma constantemente rendida a la personalidad de Kim Novak, absorta en ella y en el sometimiento que provoca al director (Fred McMurray), que la adora, que la filma, que lo da todo y no le importa perder hasta el alma por ella. La cámara se embelesa, obsesiva, observándola con afán voyeur desde la ventana de enfrente, con ánimo de no molestar de la misma manera en que se observa a un delicado pájaro al que se teme asustar, no vaya a salir volando. Quine le dice a Novak en la película que él estaría dispuesto a ser McMurray por ella, a echar a perder su carrera, a dejarlo todo y volver a empezar.
Es fácil pensar, al ver la película, que el móvil último que provoca la caída final es el ansia del protagonista por conseguir el dinero. Sin embargo, ¿es realmente el dinero lo que provoca que Fred McMurray pierda la cabeza y arruine su vida? El propio McMurray da las claves al principio de la película, cuando explica con un cierto desprecio que el personaje de Kim Novak solo se mueve por el dinero, que es ese dinero lo que la ha arrastrado al lodazal, a los suburbios del hampa y los bajos fondos. Más tarde, sin embargo, será él quien no escuche a Novak, que le pide huir sin el dinero, y utilice su último aliento en jugarse la última carta a una jugada que ya estaba marcada. Si él necesita conseguir el dinero en ese momento no es por sí mismo, sino debido a que su falta de autoestima le hace pensar (quizás inconscientemente) que la única forma de ganarse el respeto, la admiración y el amor de Kim Novak es llevándose el trofeo de la bolsa de billetes. Necesita estar seguro de que puede darle a ella todo lo que le pide, del mismo modo que Quine no escatima en parar la cámara un par de segundos para retratar a Kim Novak de la mejor manera posible. Quine tiene dudas sobre si su cámara será capaz de hacer justicia a Novak, y de ahí viene la ansiedad de la puesta en escena, la necesidad de retratarla, mostrarla y acariciarla utilizando siempre alguna excusa, el obsesivo McGuffin de un soñado romance mórbido.
Perdición es una referencia básica al pensar en La casa número 322, y es cierto que (más allá de la presencia de Fred McMurray), argumentalmente puede haber unos vínculos bastante fuertes, pero el espíritu es muy diferente ya desde la mera concepción del arquetipo de la "femme fatale". Barbara Stanwyck da en la película de Wilder el prototipo perfecto, más clásico del término, pero en la cinta de Quine nunca queda claro si Novak, por mucho que arrastre al hombre a la perdición, es verdugo o es otra víctima. Yo me inclinaría más por lo segundo, especialmente pensando en que la manera de retratarla es como un ser inocente, incapaz de nada que no sea seguir sus instintos más puros.
Lo que sí queda claro es la diferencia entre la pasión corrompida y sucia de los dos protagonistas, y el amor limpio y puro, pero también blando y aséptico, que experimenta la pareja secundaria del policía y la vecina. Bien es cierto que una relación conduce a la muerte, la soledad y la desesperación y la otra a una especie de felicidad idílica según el "american way of life", pero es muy poco probable que ningún espectador prefiera vivir una historia de amor como la de los "buenos" pudiendo optar por la desenfrenada y auténtica pasión de los protagonistas. Esta última es pura vida, mientras la otra se conforma con morir de inercia dentro de su propia asepsia.
Pero todo sentimiento amoroso, por muy fuerte que sea su raíz, va pasando de una etapa a otra, y por esa razón, cuatro años después, cuando Quine rodó Me enamoré de una bruja, aun pudiendose palpar la misma adoración por Kim Novak, el tono era muy diferente. Esta suave comedia romántica (con un tono también muy distinto al de la película original de René Clair de la que es remake, Me casé con una bruja) parece inmersa en un aura de irrealidad, idílico, donde la pasión enfermiza y la fuerte obsesión de la obra anterior se ven sustituidas por una suerte de idílica candidez. Kim Novak se ha convertido ahora en un personaje irreal, casi intangible, una bruja soñada y perfecta. El tono de la obra, acorde con eso, acaricia a la protagonista femenina, la trata como si fuera un fantasma, una imagen onírica e idealizada que no existe más que en la mente del protagonista.
La siguiente fase, sin embargo, es la del exorcismo íntimo. Quine no podía aguantar toda la vida en su burbuja de idolatría y, cuando rueda Un extraño en mi vida, se encuentra plenamente metido dentro de la etapa de sufrimiento. Esa maravillosa historia de adulterio entre Kim Novak y Kirk Douglas recobra la fuerza de La casa número 322, pero desde una óptica radicalmente opuesta. Si en la primera la pasión iba acompañada por la energía vivaz de las metas que aún se pueden conseguir, por la angustia de saber que la consecución de un objetivo está en las manos de uno mismo, Un extraño en mi vida está de vuelta de esas esperanzas. Quine sabe que no tiene nada que hacer, y la energía que en la primera película se invirtió en construir algo aquí se utiliza en destruir dolorosamente lo que con tanta ilusión se había alzado. Es el proceso más doloroso, pero también el que puede entregar mejores resultados artísticos, el que puede dibujar a una persona nueva. Es el momento de la pureza, de la inocencia de las formas, ese límite en que todo acaba y todo empieza
Algunas de las mejores obras de la historia del cine son el resultado de algún tipo de obsesión o compulsión de sus creadores. Del mismo moda, la evolución de esa obsesión puede llegar a ir dibujando un recorrido u otro en la carrera del autor. Volviendo a Philippe Garrel, sería interesante en otro momento analizar con calma su carrera a partir de su relación con Nico y de los traumas que de ahí se derivaron; sin embargo, en una primera aproximación, podemos ver que a partir de la muerte de su musa y actriz, el cine de Garrel se convirtió en una constante lucha contra sus propios traumas, un exorcismo íntimo que nunca consigue ese objetivo de extirpar los fantasmas del pasado. Quizás ese punto, el mismo que Quine atraviesa en Un extraño en mi vida, sea el más intenso emocionalmente y, por ese motivo, el que da los mejores resultados creativos, dando lugar a una obra única, cuyos múltiples capítulos nunca permiten pensar en una repetición o un acomodamiento. Al revés, cada nuevo intento de exorcismo es una elegía del dolor más íntimo, una manera de intentar exterminar aquello que sabemos que nunca dejará de atormentarnos. Por eso el cine de Garrel sigue siendo tan grande a pesar de los años y las películas acumuladas, a pesar de la repetición de los temas y el cruce constante de las miradas. Lo auténtico nunca pasará de moda.
Y volviendo a Quine, parece ser que su cuarta y última colaboración con Kim Novak sirvió para demostrar lo que Garrel, afortunadamente para los espectadores (puede que desafortunadamente para él y su felicidad) nunca consiguió alcanzar: la curación de sus traumas y obsesiones amorosas. De este modo, La misteriosa dama de negro sigue embelesándose con Kim Novak, pero ya alejándose de la premura y la ansiedad de las películas anteriores, centrándose en disfrutar de la adoración de un ser cuyo influjo fue muy fuerte en el pasado, pero que se ha vuelto prácticamente inocuo a nivel emocional. Esta última colaboración entre ellos parecía mostrar que las pasiones enfermizas habían sido superadas, y que una nueva mirada sobre ella era posible; se estaba asimilando, con éxito, un nuevo status. Desgraciadamente para la carrera de Richard Quine, que ya no volvió a despegar, toda la fuerza de su cine quedó en ese lugar, presa en el interior de Kim Novak, en los recuerdos de un pasado que había sido superado, asimilado para no volver a tortuar y a incentivar la mente creativa de su autor.
Esta mañana, al levantarme de la cama por primera vez en este año 2012, he visto por casualidad en televisión el final de una película de Richard Quine que ya conocía, La misteriosa dama de negro. Tenía yo la película, y a su director, totalmente olvidados, sumergidos en lo más recóndito de la memoria y, de repente, ver la manera en que la cámara trataba, acariciaba, susurraba al oído de Kim Novak, me ha hecho recordar que ese punto especial de unas pocas películas de Richard Quine estaba precisamente en la presencia mágica de Kim Novak, alrededor de la cual gira todo lo demás.
Revisando las filmografías, he visto que me faltaba por ver una de las colaboraciones entre ambos artistas; concretamente, la primera película que hicieron juntos, La casa número 322. En el acto, he decidido hacerme con ella y verla esta misma noche, en un intento de confirmación de que las películas especiales de Quine son las de Kim Novak. Efectivamente, la memoria no me fallaba y, una vez más, la relación Quine-Novak va mucho más allá de lo que una pantalla de cine puede mostrar como mero soporte físico.
Al terminar de ver tan satisfactoriamente la película, he buscado someramente por Internet para intentar averiguar si Richard Quine ya conocía a Kim Novak antes de empezar el rodaje o antes de concebir siquiera el guión de La casa número 322, pero no he encontrado respuesta. Sea como sea, ya desde los primeros planos de la obra resulta evidente la adoración mucho más allá de lo convencional que experimenta Quine por su actriz, lo que condiciona cada uno de los planos de la película, y no solo aquellos en los que ella aparece. La atmósfera turbadora, progresivamente absorbente y seca, o la obsesión por los pequeños detalles, los cigarrillos cortados, las luces en hornacinas, transmite una ansiedad que solo puede tener su origen en lo más irracional del ser humano.
Entonces, Richard Quine, todo un artesano de Hollywood, contraviene de repente todas las máximas de la industria, entrando en una espiral que, sorprendentemente, lo acerca a las pasiones del cine de autor más europeo y menos preocupado por los manuales de academia. A Quine ya no le interesa el guión, ni la historia que cuenta, ni la coherencia de sus personajes. No le importa que la película tenga lagunas, que se utilice el fácil recurso del azar en varios momentos, que la estilización de la puesta en escena no acabe de resultar natural. No le importa hacer el ridículo, ni que todos perciban su "enfermedad". La rigidez técnica y estructural del sistema de estudios se viene abajo, porque el único centro pasa a ser la actriz, Kim Novak, y delante de ella solo puede rodar somo si ella fuera el centro del universo. Abajo los guionistas, abajo el productor, abajo el director. Quine se anula a sí mismo y ahí encuentra su auténtica personalidad, en dejar un combate desnudo, a la luz de la luna, entre su pasión y su chica. Una chica y un pistola. Para Quine bastaba con una chica, y eso hace evocar no solo al Godard obnuvilado ante Anna Karina o al Sternberg que no podía pensar más que en Marlene Dietrich sino, más que nadie, al Philippe Garrel obsesionado con Nico. Del mismo modo que Hitchcock podía obsesionarse por una u otra rubia, por una u otra actriz, y del mismo modo que el perverso inglés hizo de la obsesión su firma más indeleble, para Richard Quine, el serio, artesano, siempre correcto Quine, la aparición de Kim Novak fue tan perturbadora que condicionó totalmente su manera de hacer cine.
Nunca las películas de Richard Quine tuvieron tanta energía y vitalidad, tanto cuerpo de pasiones y sentimientos auténticos como tuvieron sus películas con Kim Novak.
Y resulta curioso, de repente, darse cuenta de que sus cuatro películas parecen sintetizar perfectamente el ciclo de vida completo de una obsesión amorosa no correspondida: flechazo y pasión; idealización romántica; lucha por intentar olvidar; superación y asimilación del nuevo status.
La casa número 322 (1954)
Me enamoré de una bruja (1958)
Un extraño en mi vida (1960)
La misteriosa dama de negro (1962)
La casa número 322 es la película más enérgica (con el permiso de Un extraño en mi vida) de todas cuantas he visto de Richard Quine. La cámara filma constantemente rendida a la personalidad de Kim Novak, absorta en ella y en el sometimiento que provoca al director (Fred McMurray), que la adora, que la filma, que lo da todo y no le importa perder hasta el alma por ella. La cámara se embelesa, obsesiva, observándola con afán voyeur desde la ventana de enfrente, con ánimo de no molestar de la misma manera en que se observa a un delicado pájaro al que se teme asustar, no vaya a salir volando. Quine le dice a Novak en la película que él estaría dispuesto a ser McMurray por ella, a echar a perder su carrera, a dejarlo todo y volver a empezar.
Es fácil pensar, al ver la película, que el móvil último que provoca la caída final es el ansia del protagonista por conseguir el dinero. Sin embargo, ¿es realmente el dinero lo que provoca que Fred McMurray pierda la cabeza y arruine su vida? El propio McMurray da las claves al principio de la película, cuando explica con un cierto desprecio que el personaje de Kim Novak solo se mueve por el dinero, que es ese dinero lo que la ha arrastrado al lodazal, a los suburbios del hampa y los bajos fondos. Más tarde, sin embargo, será él quien no escuche a Novak, que le pide huir sin el dinero, y utilice su último aliento en jugarse la última carta a una jugada que ya estaba marcada. Si él necesita conseguir el dinero en ese momento no es por sí mismo, sino debido a que su falta de autoestima le hace pensar (quizás inconscientemente) que la única forma de ganarse el respeto, la admiración y el amor de Kim Novak es llevándose el trofeo de la bolsa de billetes. Necesita estar seguro de que puede darle a ella todo lo que le pide, del mismo modo que Quine no escatima en parar la cámara un par de segundos para retratar a Kim Novak de la mejor manera posible. Quine tiene dudas sobre si su cámara será capaz de hacer justicia a Novak, y de ahí viene la ansiedad de la puesta en escena, la necesidad de retratarla, mostrarla y acariciarla utilizando siempre alguna excusa, el obsesivo McGuffin de un soñado romance mórbido.
Perdición es una referencia básica al pensar en La casa número 322, y es cierto que (más allá de la presencia de Fred McMurray), argumentalmente puede haber unos vínculos bastante fuertes, pero el espíritu es muy diferente ya desde la mera concepción del arquetipo de la "femme fatale". Barbara Stanwyck da en la película de Wilder el prototipo perfecto, más clásico del término, pero en la cinta de Quine nunca queda claro si Novak, por mucho que arrastre al hombre a la perdición, es verdugo o es otra víctima. Yo me inclinaría más por lo segundo, especialmente pensando en que la manera de retratarla es como un ser inocente, incapaz de nada que no sea seguir sus instintos más puros.
Lo que sí queda claro es la diferencia entre la pasión corrompida y sucia de los dos protagonistas, y el amor limpio y puro, pero también blando y aséptico, que experimenta la pareja secundaria del policía y la vecina. Bien es cierto que una relación conduce a la muerte, la soledad y la desesperación y la otra a una especie de felicidad idílica según el "american way of life", pero es muy poco probable que ningún espectador prefiera vivir una historia de amor como la de los "buenos" pudiendo optar por la desenfrenada y auténtica pasión de los protagonistas. Esta última es pura vida, mientras la otra se conforma con morir de inercia dentro de su propia asepsia.
Pero todo sentimiento amoroso, por muy fuerte que sea su raíz, va pasando de una etapa a otra, y por esa razón, cuatro años después, cuando Quine rodó Me enamoré de una bruja, aun pudiendose palpar la misma adoración por Kim Novak, el tono era muy diferente. Esta suave comedia romántica (con un tono también muy distinto al de la película original de René Clair de la que es remake, Me casé con una bruja) parece inmersa en un aura de irrealidad, idílico, donde la pasión enfermiza y la fuerte obsesión de la obra anterior se ven sustituidas por una suerte de idílica candidez. Kim Novak se ha convertido ahora en un personaje irreal, casi intangible, una bruja soñada y perfecta. El tono de la obra, acorde con eso, acaricia a la protagonista femenina, la trata como si fuera un fantasma, una imagen onírica e idealizada que no existe más que en la mente del protagonista.
La siguiente fase, sin embargo, es la del exorcismo íntimo. Quine no podía aguantar toda la vida en su burbuja de idolatría y, cuando rueda Un extraño en mi vida, se encuentra plenamente metido dentro de la etapa de sufrimiento. Esa maravillosa historia de adulterio entre Kim Novak y Kirk Douglas recobra la fuerza de La casa número 322, pero desde una óptica radicalmente opuesta. Si en la primera la pasión iba acompañada por la energía vivaz de las metas que aún se pueden conseguir, por la angustia de saber que la consecución de un objetivo está en las manos de uno mismo, Un extraño en mi vida está de vuelta de esas esperanzas. Quine sabe que no tiene nada que hacer, y la energía que en la primera película se invirtió en construir algo aquí se utiliza en destruir dolorosamente lo que con tanta ilusión se había alzado. Es el proceso más doloroso, pero también el que puede entregar mejores resultados artísticos, el que puede dibujar a una persona nueva. Es el momento de la pureza, de la inocencia de las formas, ese límite en que todo acaba y todo empieza
Algunas de las mejores obras de la historia del cine son el resultado de algún tipo de obsesión o compulsión de sus creadores. Del mismo moda, la evolución de esa obsesión puede llegar a ir dibujando un recorrido u otro en la carrera del autor. Volviendo a Philippe Garrel, sería interesante en otro momento analizar con calma su carrera a partir de su relación con Nico y de los traumas que de ahí se derivaron; sin embargo, en una primera aproximación, podemos ver que a partir de la muerte de su musa y actriz, el cine de Garrel se convirtió en una constante lucha contra sus propios traumas, un exorcismo íntimo que nunca consigue ese objetivo de extirpar los fantasmas del pasado. Quizás ese punto, el mismo que Quine atraviesa en Un extraño en mi vida, sea el más intenso emocionalmente y, por ese motivo, el que da los mejores resultados creativos, dando lugar a una obra única, cuyos múltiples capítulos nunca permiten pensar en una repetición o un acomodamiento. Al revés, cada nuevo intento de exorcismo es una elegía del dolor más íntimo, una manera de intentar exterminar aquello que sabemos que nunca dejará de atormentarnos. Por eso el cine de Garrel sigue siendo tan grande a pesar de los años y las películas acumuladas, a pesar de la repetición de los temas y el cruce constante de las miradas. Lo auténtico nunca pasará de moda.
Y volviendo a Quine, parece ser que su cuarta y última colaboración con Kim Novak sirvió para demostrar lo que Garrel, afortunadamente para los espectadores (puede que desafortunadamente para él y su felicidad) nunca consiguió alcanzar: la curación de sus traumas y obsesiones amorosas. De este modo, La misteriosa dama de negro sigue embelesándose con Kim Novak, pero ya alejándose de la premura y la ansiedad de las películas anteriores, centrándose en disfrutar de la adoración de un ser cuyo influjo fue muy fuerte en el pasado, pero que se ha vuelto prácticamente inocuo a nivel emocional. Esta última colaboración entre ellos parecía mostrar que las pasiones enfermizas habían sido superadas, y que una nueva mirada sobre ella era posible; se estaba asimilando, con éxito, un nuevo status. Desgraciadamente para la carrera de Richard Quine, que ya no volvió a despegar, toda la fuerza de su cine quedó en ese lugar, presa en el interior de Kim Novak, en los recuerdos de un pasado que había sido superado, asimilado para no volver a tortuar y a incentivar la mente creativa de su autor.