martes, julio 31, 2007

Ingmar Bergman (1918-2007), se acabaron las películas de Bergman


1. MIRADA Y SUEÑO

BILLY WILDER: "Nos hemos quedado sin Lubitsch"
WILLIAM WYLER: "Peor aún, nos hemos quedado sin las películas de Lubitsch"

Una vez tras otra, Ingmar Bergman intentaba convencernos de que iba a realizar su testamento fílmico, que dejaría de rodar, que viviría en el aislamiento de su isla de Faro olvidando toda preocupación, sin reparar en los miles de personas que nunca creíamos sus palabras. Lo intentó en 1982 con Fanny y Alexander, pero su obra creció y creció hasta que Saraband cerró su producción en el año 2003. Cuatro años después nos ha dejado. Nos reíamos cuando afirmaba que Saraband era la última de la última, incrédulos como santo Tomás, escarmentados después de haber lamentado otras muchas veces una retirada que nunca llegaba. Pero imagino que el gracioso sueco habría planeado la estrategia para que no nos enteráramos de cuándo se intensificaban sus relaciones con el malévolo payaso azul.

Esta vez la hora del lobo ha llegado.

Ya está todo hecho, ahí tenemos su lista de sesenta películas y, en vista de las últimas, la sensación de que el número podía haber seguido creciendo sin perder un ápice de calidad; todo lo contrario, alumbrando nuevos callejones de la condición humana socavados por sus años y su sabiduría. No tendremos nuevas películas de Bergman, debemos asumirlo, pero siempre podremos recuperar todas las joyas con que nos hizo revivir el cine como una emoción radicalmente nueva y eternamente vívida.




Muchas cosas se le pueden achacar a las películas del sueco. Se puede hablar de un exceso de retórica, de una mirada autocomplaciente en su oscuridad, de un gusto por el exceso, por desbordar las pasiones humanas de manera, en ocasiones, pornográfica, de un pesimismo sin dobleces, en la tradición del fatalismo de los filósofos más europeos, de una tendencia al ahogamiento, a la claustrofobia, o de una recurrencia incesante a un psicologismo que no puede explicar algunos de los conceptos más profundos. Todo ello es rebatible y, de todos modos, debemos tener presente que los grandes logros son aquellos que minimizan la importancia de las concesiones. Creo que es el caso.

En ocasiones se analizan las películas de Bergman en función de sus símbolos, pero ha llegado el momento de hablar desde la emoción.




Recuerdo pocas cosas más emocionantes, más vívidas, que un primer plano en una película de Bergman; la cámara se sostiene, aguanta los envites del momento haciéndonos convivir intensamente con el personaje, nos impide respirar, hace que nos asuste lanzar un hálito invisible que perturbe la magia como una mariposa inoportuna; la garganta se nos vuelve feldespato, nos agarra como si su vida dependiera de nosotros; y entonces llega el momento, puedes escuchar los latidos del propio corazón, la pasión te embarga, el silencio tararea, la vida te duele, te duele la vida, la luz se apaga, descansas. Recuerdo pocos momentos más mágicos que el descubrimiento de los resortes del propio cine en las películas de Bergman; la ilusión se mueve entre linternas mágicas, representaciones teatrales, sueños de final triste, pesadillas de final feliz, espectáculos ambulantes, farsa, ilusión, máscara, cine, amor, vida. Recuerdo las mujeres, las mujeres de Bergman; Liv Ullman convertida en actriz que pierde la voz, Harriet Andersson correteando por la playa, Liv Ullman soñando divorcios, Ingrid Thulin surcando carreteras con su suegro, Liv Ullman huyendo en barcaza de la guerra, Bibi Andersson leyendo traiciones epistolares, Liv Ullman calmando agonías familiares, Eva Dahlbeck soñando con sus modelos, Liv Ullman mirando atrás... Recuerdo los hombres, los hombres de Bergman; Max von Sydow dibujando fantasmas en su cabaña, Gunnar Björnstrand confesando feligreses, Erland Josephson correteando niños entre antigüedades, Birger Malmsten cerrando los ojos en ferrocarriles de pesadilla, Börje Ahlstedt inventando las películas habladas. Recuerdo, en el cine de Bergman, la intensidad de las relaciones que no están muertas; maridos y mujeres, hijos-padres-familiares, dioses y monstruos, demonios y saltimbanquis. Recuerdo con cariño incluso los deslices que alguna vez se han colado en contadas películas de Bergman; un final efectista o apresurado, un símbolo demasiado obvio, una acusación cruenta que se vuelve moralista...

Anoche soñé con Bergman. Me sentí vivo, podía palpar lo que no existe, sentir mis tripas gritar, imaginar que el vacío es sólo una duda y que las personas son la interrogación. Deleitarme con el misterio de lo que no podemos saber. Comprender un poco mejor lo absurdo de mi alrededor y ser consciente de mi culpa.





2. OBRA Y SUEÑO

Podemos decir que la obra de Bergman es casi inabarcable, inmensa y llena de significados, con una profundidad que aumenta y se complica con los años, dejando atrás, poco a poco, una cierta claridad en beneficio de la confusión, del desorden que nos conduce al arte. Del auténtico arte, ese que nos pone cara a cara con la duda, el misterio y la muerte. A lo largo de su carrera, el cine de Bergman se volvió más violento, iracundo, rabioso, como si quisiera rebelarse contra algo que no tiene solución, como si la única forma de llegar al final fuera la PASIÓN.

Podemos marcar como etapa previa a su consagración la comprendida entre Crisis (1946) y Un verano con Mónica (1952), película que lo lanza al estrellato crítico (por la turbiedad de su relato de despertar adolescente) y de público (ante el sugestivo erotismo de Harriet Andersson). Aquí comienzan a perfilarse todos los temas en los que irá profundizando Bergman a lo largo de su carrera. Cada film parece un boceto, un pequeño apunte a veces magnífico, en ocasiones algo fallido, pero siempre interesantísimo. Destacaría una película como Prisión (1949), muy representativa y, probablemente, la más ambiciosa de este período. El estilo de Bergman en estos años es bastante clásico, cercano en ocasiones al Hollywood de la época, con pequeños destellos de experimentación normalmente justificados por momentos de turbiedad o desequilibrio de los personajes. Los temas tratados suelen ser más terrenales que los que desarrollará después, y se centrará en los análisis de las relaciones marido-mujer, padres-hijos, novio-novia.



Aunque suele considerarse Un verano con Mónica (1952) punto de inflexión en la carrera de Bergman, en realidad creo que existe una continuidad temática y estilística en sus tres años siguientes, durante los que realizará la menor Una lección de amor (1954), la interesantísima Sueños (1955), o la que, para mí, es su primera obra maestra: Sonrisas de una noche de verano (1955). Esta comedia ligera está construida con una perfección pocas veces vista, con un encanto insuperable, presentando las relaciones y jugueteos amorosos entre una serie de invitados a una jornada campestre según el clásico de Shakespeare. Los personajes cobran gran relieve con sutilísimos apuntes, y se nos expone cada diálogo y situación de la mejor manera posible. Woody Allen filmó su particular versión con La comedia sexual de una noche de verano (1982).

1957 es un año fundamental en la carrera de Ingmar Bergman, pues realiza las dos películas que probablemente sean más recordadas de toda su filmografía, ofreciéndonos el díptico El séptimo sello-Fresas salvajes. Ambos films representan viajes iniciáticos de sus protagonistas, Max von Sydow y Victor Sjöstrom, a la espera de la muerte, desarrollando un aprendizaje que llega demasiado tarde. El estilo del sueco se vuelve más barroco, totalmente expresionista en algunos casos, y centra totalmente su atención en las grandes preguntas de la existencia. Siendo ambas películas magníficas, y a pesar de que la fama (debido seguramente a la llamativa iconografía devenida en mito) lleva el sentido contrario, siempre he pensado en Fresas salvajes como una versión pulida y mejorada de El séptimo sello, consiguiendo una de las más grandes películas de la historia del cine. Un año después realiza otra obra fascinante, la no demasiado conocida El rostro (1958), obra muy personal envuelta en un aura mágica en la que juega con muchos de sus conceptos favoritos, impregnando la atmósfera de una delicada trascendencia. Dos años después vuelve a la comedia con El ojo del Diablo (1960) y logra su primer Oscar con El manantial de la doncella (1960), retorno a la fábula medieval que tan buenos resultados le dio en El séptimo sello. Seguramente no esté entre sus mejores películas, pero aun así es mucho mejor que buena, y podría ser la obra maestra de muchos directores. Aunque eso no es posible, porque el sello de Bergman resulta inconfundible.



La década de los 60, seguramente la más brillante de la filmografía de Bergman, comienza con la trilogía sobre la existencia de Dios: Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1962) y El silencio (1963). Todas extraordinarias, la primera (segundo Oscar) nos presenta los delirios místicos de Harriet Andersson, creando momentos absorbentes y perturbadores; la segunda nos regala al Bergman más contenido (desbordado sólo en ocasiones puntuales), más ascético y cercano a Bresson, a través de la crisis de fe de un sacerdote que escucha a sus feligreses; por último, El silencio es el festín del director sueco. Creo que es una de las películas más libres y desatadas de su filmografía, bastante extraña, sórdida, poseedora de un atrayente ambiente enfermizo, con turbias relaciones lésbicas e incestuosas, llena de símbolos y de conceptos bergmanianos llevados al límite: amor, celos, desesperación, vacío. Obra clave donde lo onírico y lo real son una misma cosa, anticipando lo que será, tres años después, la obra cumbre de su director. Pero antes de llegar a ese punto culminante Bergman vuelve a tontear con la comedia, dirigiendo la simpática y estimable (también extraña) Esas mujeres (1964), nuevo pretexto para estudiar el proceso creativo y reventar los géneros narrativos.

En 1966 Ingmar Bergman filma en Persona la película que más lejos ha llevado los postulados del cinematógrafo como arte. No es sólo una reflexión sobre el propio medio de expresión y sus posibilidades, ni un estudio sobre la alienación social, ni una plasmación de la artificiosidad de los géneros o la ambivalencia de los sentidos, ni una profunda meditación sobre la naturaleza del ser humano, ni un análisis de las pasiones, los sueños, la doble naturaleza de lo real, la fragilidad de las emociones. Persona es muchas más cosas, muchas más de las que podamos comprender. Persona abrió caminos sin salida, caminos que deben construirse teniendo una fe absoluta en el poder de la imagen y de lo que hay detrás de ella. La esencia del cine y del arte.



Siguiendo a medio camino de lo onírico y lo real, Bergman siguió llevando convenciones genéricas a su terreno con dos obras no demasiado nombradas, pero impresionantes en su impacto e impecables en sus planteamientos: su película de terror, La hora del lobo (1967), y su película bélica (o más bien sobre las consecuencias de lo bélico) La vergüenza (1968). Para cerrar la década, Pasión (1969), una de sus mejores películas, donde sigue experimentando y juega con sus personajes en una relación a cuatro tan compleja como fascinante.

En los 70, la obra de Bergman da otro giro y se vuelve más psicologista, al tiempo que se apega más a la realidad y a unos personajes más claramente definidos. Del mismo modo, se revela como un amante de la palabra, en el sentido de Rohmer o Eustache, dándole una preponderancia de la que carecía hasta esos momentos. Bergman utiliza la palabra (en realidad, esto comienza con Persona) porque es la mejor manera de diseccionar el alma de quien la pronuncia y de quien la escucha. De estos años, destacaría ante todo la brutal, implacable y colorista Gritos y susurros (1972) (hito del cine de autor en aquella época) y la no menos impactante Secretos de un matrimonio (1973), con la que empezó a jugar más en serio con el mundo de la televisión (después de unos coqueteos anteriores), pues fue concebida como serie para la pequeña pantalla después reconvertida a los cines dada su excelsa calidad. Seguramente sea, esa película, la más desgarrada e impresionante crónica de la descomposición matrimonial que se haya podido ver. También en los 70, Bergman fue realizando otras películas interesantes (como su experimeto musical La flauta mágica (1975)), con vueltas a los temas de siempre, pero sin la brillantez de otras veces, como Cara a cara (1976) o Sonata de otoño (1978). Las ansias de seguir investigando y surcando nuevos terrenos le llevó a realizar su particular mezcla de documental, ficción y onirismo atravesando una crónica criminal, De la vida de las marionetas (1980), con la que abrió la década de los 80.



Dos años después, en 1982, Bergman triunfó en todo el mundo, Oscars incluidos, con su fresco generacional Fanny y Alexander, que él mismo consideró su testamento vital y que, por méritos propios, se levanta entre lo mejor de su filmografía, configurando un resumen de su obsesiones y temas favoritos, que supone una mezcla de los diferentes tonos empleados a lo largo de su carrera: comedia, drama, realismo, fantasía... A partir de aquí fue forjando una carrera televisiva que no puede ser ignorada, pues nos ofrece obras tan sobresalientes como su emocionante, compleja y rica en detalles En presencia de un clown (1997), en la que parece ser consciente de la inminencia de su propia muerte, o su última creación, su último regalo, la precisa, maravillosa y perfecta continuación de Secretos de un matrimonio (1973), Saraband (2003), más cercana en espíritu, sin embargo, a cintas como Pasión (1969) o Sonata de otoño (1978). Eso sí, en Saraband encontramos un tono distinto, más sosegado, más en comunión con el mundo que siempre pareció darle la espalda al director de Uppsala. Parecía una señal de brío, de que podía seguir haciendo películas jóvenes, vivas y mucho más ricas y sabias que las de ningún otro director que hayamos conocido o vayamos a conocer.

Descanse en paz.




Muere Ingmar Bergman
Apuntes sobre el cine de Bergman

domingo, julio 29, 2007

La banda de las cuatro: Rivette total



¿Sabéis la de la lógica?
Un tío se encuentra con un amigo y le pregunta:
- ¿Qué haces?
- Lógica.
- ¿Qué es eso?
- Te lo explicaré.
- ¿Tienes una pecera en casa?
- Sí.
- Deduzco lógicamente que habrá agua en la pecera.
- Sí.
- Si tienes una pecera con agua..., deduzco lógicamente que tienes peces.
- Sí.
- Si tienes peces..., deduzco lógicamente que les das de comer.
- Claro.
- Si les das de comer..., deduzco lógicamente que te gustan los animales. Si te gustan los animales..., deduzco que eres amable, comunicativo...
- Sí lo soy.
- Si eres amable, comunicativo..., deduzco lógicamente que te gustan las mujeres..., las veladas en pareja, tranquilas, en casa...
- Sí, sí me gustan.
- ¿Ves? A partir de una pecera puedo deducir que te gustan las veladas íntimas.
- ¡La lógica es genial!
Y se despiden.
Al día siguiente, le dice a un amigo:
- Ayer vi a Jean, se dedica a la lógica.
- ¿Qué es la lógica?
- Te pondré un ejemplo.
- ¿Tienes una pecera?
- No.
- Vaya, no sabía que eras de ésos...
La banda de las cuatro

No sé si será un prehomenaje, un chiste privado o una declaración de intenciones, pero, cuatro años antes de rodar La bella mentirosa, Rivette utilizó el cuadro y su pintor, Frenhofer, como McGuffin de su película La banda de las cuatro. No es raro asociar a Hitchcock y a Rivette; éste es una de los mayores admiradores del gordo británico, y sus películas, en apariencia muy distintas, esconden resortes similares, interconectados por las corrientes subterráneas que parecen recorrer toda la filmografía del francés.


A primera vista, podemos relacionar La banda de las cuatro con la obra más conocida de Rivette, Céline y Julie van en barco, por infinidad de detalles al margen de lo principal: chicas encerradas en una casa aislada y decadente juegan a (no) crecer y a manejar oscuras tramas conspiratorias. Pero además tenemos el mundo del teatro, otra obsesión del director, espejo de la propia creación, en el que las protagonistas ven realizados sus sueños y donde la gran demiurga-profesora dibuja a sus criaturas desde el lugar más discreto. Y con esto nos vienen a la cabeza Vete a saber o El amor por tierra. Pero también hay terreno para los fantasmas, y para un hombre misterioso que aparece y que sobrevuela a las cuatro chicas de la casa, similar a lo que ocurría en La historia de Marie y Julien. Incluso tenemos una extraña trama policíaca, soporte del Mcguffin, o McGuffin del McGuffin, donde la intriga se mezcla con las pasiones al modo de Confidencial. Así pues, La banda de las cuatro me parece el nudo gordiano de la obra de Rivette, la encrucijada que le abrió numerosos caminos para el futuro y que sirvió para enlazar con su anterior etapa. Tenemos una perfecta mezcla entre el elevado intelectualismo que tanto se le achaca y la reivindicación de la cultura popular que no se suele destacar pero siempre está presente.



No es casual que la profesora de teatro de las chicas se llame Constance Dumas, y bajo sus órdenes tengamos la banda de las cuatro mosqueteras, que pueden ser cinco, pero que en realidad son tres. Es otro guiño de Rivette, una reivindicación de la aventura y la fantasía, que será en el fondo lo que haga mover la película. La acción comienza cuando una de las cuatro chicas que comparten casa se independiza, y deja una habitación libre para que Lucia-D'Artagnan acompañe a las tres mosqueteras. Su lugar nunca queda demasiado claro, igual que en el clásico de Dumas, pues parece apartada de sus compañeras, para desencadenar después el punto clave del desarrollo narrativo. Y en el trasfondo de todo tenemos a Cécile, la chica que deja la casa al principio, víctima de una aventura de la que deberá ser salvada. Mientras tanto, asistimos a vidas donde prevalece la apariencia, donde todo y nada en mentira, en las que el deseo de amor, de felicidad, es casi desesperado y finalmente frustrante. Vidas que se levantan gracias al juego, a la alegría de la representación, al disfraz, a la esencia de todo.



Rivette, como siempre, ligero y profundo, juega con los géneros, los manipula y retuerce, los exprime y deconstruye como sólo él sabe hacer. Su película es una comedia, un drama, un ensayo fílmico, un film fantástico, de aventuras, de intriga o de amor. Todo ello al tiempo.



Poco se puede decir que no sepamos ya de la labor de dirección. Cada plano, cada secuencia, es absolutamente impecable, con sus suaves movimientos de cámara, sus encuadres hiperpoblados y llenos de dinamismo, su huída de toda imagen falsa o manipulada, revelándonos "la verdad" en cada toma, demostrándonos lo que dice uno de los personajes, que su interpretación no es una simulación, que ella actúa para llegar a la verdad. Rivette bucea con la cámara en la misteriosa casa con la admiración de quien descubre la vida a cada paso, construyendo un lugar mágico que cualquier espectador sueña con traspasar. Sólo cuando el cuartel general es "invadido" parece perder algo de su encanto, por lo que nuestras jóvenes heroínas deberán luchar por reconquistarlo.



La película dura 160 minutos (bastante breve para lo habitual en el director), pero se hace tan corta que no parece ni la mitad.

La banda de las cuatro es una auténtica joya en medio del tesoro de la filmografía de Jacques Rivette, un deslumbrante juguete en la onda de Perec o Cortázar para disfrutar a rienda suelta liberándonos de cualquier tipo de atadura o prejuicio. Para soñar.



miércoles, julio 25, 2007

París no se acaba nunca: Vila-Matas sobrevuela a Hemingway

La ironía como asunto literario resulta una componente ciertamente peligrosa, y no sólo porque pueda utilizarse como excusa para grandes maldades. Además de eso, puede ser un arma de doble filo que sirva, por una parte, como elemento de complicidad con el lector, haciéndole entrar en un mundo de juego que revele verdades inexpresables en su cruda realidad; al mismo tiempo, también puede colocar al autor en un plano superior a los personajes, como un gran demiurgo que se ríe de ellos (y del lector al mismo tiempo) menospreciando todo aquello que considera lejos de su dominio. Experimento esta sensación al leer a ciertos autores que, a pesar de ello, me gustan mucho, y pienso en Oscar Wilde (dentro de una línea más clásica) o en Kurt Vonnegut (en parámetros más modernos). Ambos diseñan jugadas maestras en las que el ingenio se alía con el humor más corrosivo con resultados muy estimulantes, pero tambien algo agresivos y soberbios.



Creo que una de las grandes virtudes de Vila-Matas es trazar las líneas directrices de sus personajes a través de una ironía vista a pie de tierra, sin sobrevolar sus cabezas con aviones de combate listos para el ataque. Todo se observa con la premisas de la comprensión, lo que lleva a una cierta ternura con la que se compadece de sí mismo. Porque si uno no es capaz de compadecerse de sí mismo, menos será de compadecer a los demás. De esta manera, no sólo se aleja de la temible caricatura que suele acompañar al relato humorístico, sino que también nos permite admirarnos ante la verdad de lo que se nos expone. Quizás no sea la realidad, pero poco importa, porque podemos ver la verdad. Dualidad esta, por otra parte, muy vilamatiana.



Salvado este importante escollo, Vila-Matas nos invita a una relectura del clásico de Hemingway, París era una fiesta, trazando divertidos paralelismos, y parece señalarnos que el cambio de valores, actitudes y sentimientos entre su época (con un mayo del 68 tan cercano como invisible) y la del narrador estadounidense, no impide que las íntimas preocupaciones existenciales sean, al fin y al cabo, las mismas de siempre. Por esta razón, tomando a Samuel Becket como bisagra, se nos dibuja un hilo muy sutil entre los cuellos de Hemingway y Margarite Duras; un hilo que pende de la nada, del vacío que tanto asusta a los que han llegado demasiado lejos, y su propia condición de artistas les bloquea hasta que ven tapiada la última salida. Hay algún momento estremecedor en esa parte del libro, articulada como un coro de capítulos que nos llevan en volandas de una reflexión a otra, abriendo interesantísimas puertas como la que esconde el tema de la desaparición, que será ampliamente tratado y explotado con maestría en la posterior Doctor Pasavento.

Las diferencias entre París era un fiesta y París no se acaba nunca son claras y bastante evidentes, desde los aspectos formales hasta un contenido enfocado hacia dentro en el primer caso y hacia afuera en el segundo. La prosa directa, seca y evocadora de Hemingway se ve sustituida por un estilo más ramificado y altisonante, lleno de disgresiones y cambios de ritmo. En cierto modo, una frase de Hemingway puede equivaler a un plano fijo de John Ford, a una flor de cactus sobre un ataud de madera, mientras que una frase de Vila-Matas se parece más un plano de Godard,con autonomía y vida propia, referencial, divertido y elocuente. Sin embargo, lo que más interesa a Vila Matas no es actualizar las vivencias del pescador barbudo, sino hacer una reinterpretación, respetuosa y sosegada, huyendo del mito y riéndose de la propia tendencia de su protagonista (¿de él) a la mitificación. ¿Importa ser infeliz si se ha aprendido a escribir a máquina?



En definitiva, sólo puedo decir que resulta una gozada leer esta novela-autobiografía-ensayo o lo que quiera ser. Poco importa el encasillamiento, precisamente porque el autor ha luchado siempre contra todo tipo de encasillamiento, tanto personal como global. ¿Por qué poner límites? ¿Por qué encajonar la literatura? Lo único que merece la pena es amarla huyendo de la necesidad de clasificación, que surge como consecuencia del utópico deseo del hombre de abarcar-todo-lo-que-se-conoce. Sólo hay que dejarse llevar. Jugar. ¡Suerte!

(Tengo la impresión de que menciono a Godard en cada cosa que escribo. ¿Estoy obsesionado, realmente es tan importante, o simplemente representa una cierta idea de modernidad encarnada por otros muchos autores?)

sábado, julio 21, 2007

Adrienne Shelly, Hartley..., y Godard


Hasta hace unas semanas, Adrienne Shelly sólo era para mí la chica de las primeras películas de Hartley: La increíble verdad y Trust. Entonces leí un artículo en Miradas donde se comentaba el próximo estreno de una película escrita y dirigida por ella misma, la comedia romántica Waitress, tras lo que averigüé que no era la primera, sino ya la sexta película que salía de sus manos. No era, ni mucho menos, una debutante. También me enteré en ese momento de que la joven y polifacética Adrienne, a sus 40 años, había sido víctima de un extraño asesinato, digno de cualquier cinta policiaca, allá por el mes de noviembre de 2006. Pego de Blogdecine:

Shelly fue hallada muerta colgada con una sábana sobre la bañera. La familia no daba crédito a que la mujer, que ni siquiera había dejado una nota, se hubiera quitado la vida. Como si de un caso de C. S. I. se tratase, la insistencia de la familia y el hallazgo de unas huellas en el cuarto de baño, que no correspondían a los zapatos que usaba la víctima, además de otros detalles como el de que la sábana no estuviera tensa, llevó a la policía a sospechar que se trataba de un montaje realizado por el asesino.

El ecuatoriano Diego Pillco, obrero de la construcción de 19 años, confesó el asesinato de Adrienne Shelly en una declaración por escrito y en cinta de video, dijo el fiscal adjunto Marit Delozier en la audiencia de comparecencia de Pillco en la Corte Suprema estatal. Se ordenó la detención de Pillco sin derecho a pago de fianza hasta una audiencia. Al parecer, el acusado discutió con Shelly después de que ésta se quejara de los ruidos que provenían de un apartamento situado debajo del suyo. Durante la discusión, el joven golpeó a la mujer dejándola inconsciente y trató de aparentar que se trataba de un suicidio. La fiscal explicó que evidencias forenses indicaban que Shelly no murió a consecuencia del golpe recibido sino a causa de una compresión del cuello.

La actriz, escritora y directora de cine Adrienne Shelly había nacido en el barrio neoyorquino de Queens con el nombre de Adrienne Levine. Estaba casada con Andy Ostroy, con quien tenía una hija, Sophie, de 3 años.





Este surrealista y desgraciado acontecimiento parece sacado, sin duda alguna, de una película de Hal Hartley, uno de los pocos directores que son capaces de tamizar un humor surrealista y negro, haciéndolo desembocar en la tristeza comprensiva que, por medio de unos personajes profundamente humanos y conmovedores, nos hace sonreír de medio lado. Seguramente estemos, junto con Jim Jarmusch, ante el más genuino realizador independiente de Estados Unidos. Su forma de entender el cine deriva, más que del padre de todos "indies", John Cassavettes, del gran Jean Luc Godard, al que ha sabido entender, homenajear y deconstruir mucho mejor que el parlanchín Quentin Tarantino. Pero está claro que Hartley es más discreto, vende menos, y por eso sus películas no se estrenan en España desde los tiempos de Henry Fool.

Hartley sería otro perfecto ejemplo de aquellos que logran con su obra artística alcances globales, películas que conmocionan en cualquier punto del planeta, a través de historias y argumentos absolutamente locales, siempre muy arraigadas a su adorada Long Island. El mundo Hartley es aquél que intenta comprender a los inadaptados, darles una oportunidad y revelarles la verdad que no pueden aprehender por sí mismos ante una sociedad que se les muestra agreste y antipática. Aparte de la comprensión, la otra palabra clave en Hartley quizás sea la comunicación, la única forma de salvación que tienen sus personajes, algo acomplejados hasta que se les brinda la oportunidad de entablar contacto espiritual con alguien. Y es este contraste el que mejor le permite explorar los límites de la soledad, ofreciendo a su pesimista visión de las cosas una salida que, si no optimista, al menos nos incita a seguir confiando en nuestros semejantes como única manera de salir adelante.

A la espera de que Hartley vuelva a ser parte de nuestras carteleras, de momento habrá que conformarse con recuperarlo por otros medios, y revisar sus películas con Adrienne Shelly puede ser una gran opción. Aquí dejo un pequeño homenaje a la actriz que he encontrado en Youtube (¿qué mejor homenaje que dejar de leer y verla en acción?), así como otro clip que recoge algunos momentos de las películas de Hartley.






Ah, y yo siempre pensé que Adrienne Shelly era a Hartley lo que Anna Karina a Godard...

domingo, julio 15, 2007

¿Reconoces esta imagen?


Al ver esta imagen todos pensamos inmediatamente en una de las películas cumbre del cine de Bergman, su monumental Persona. Se corresponde a una de esas rápidas secuencias aparentemente inconexas que nos sorprenden al principio de la proyección, volviendo a reaparecer en ocasiones puntuales en que la atmósfera creada en la historia se vuelve excesivamente densa.

Pues bien, esta imagen concreta no proviene de Persona, sino de Prisión, la que seguramente sea primera gran obra del genio sueco. En este caso, dos de los protagonistas proyectan en su casa un rollo de celuloide, que corresponde a las imágenes que años más tarde reutilizará en Persona. En Prisión, la secuencia dura más de dos minutos, y podemos apreciarla al completo, comprobando que se trata de un corto cómico de cine mudo, donde las divertidas apariciones de la muerte y el demonio no pueden considerarse casuales. En Persona sólo presenciamos unos segundos, de manera que somos incapaces de reconocer las características y naturaleza de lo que vemos, a no ser que conozcamos su procedencia. En todo caso, podemos estar ante una llamada autorreferencial, ante una gran broma de Bergman, o ante un capricho del director, que, de alguna manera, debe verse fascinado por ese pequeño corto. Ante esto nos hacemos preguntas acerca de la descontextualización de las imágenes, en una inquisición que parece más propia de Godard, llegando a interesantes conclusiones sobra la naturaleza única del cine, y la inmensa barrera que el movimiento pone respecto a la fotografía. Con ese sólo fotograma se podría pensar que estamos ante un documento de carácter dramático o terrorífico, y sólo la secuenciación nos permite comprender que todo es una pantomima para desatar nuestras carcajadas. Y en otro nivel de significación, vemos que ese corto, sin ninguna pretensión trascendente, cobra dentro de las películas de Bergman un especial significado, dado el paralelismo establecido entre el demonio y la muerte con los personajes de "fuera" y su idea (clave en Prisión, latente en Persona) del "infierno en la tierra".

Según imdb, se trata de un corto cómico interpretado por un grupo de acróbatas italianos, pero no he conseguido ninguna otra información, ni localizarlo de manera alguna. ¿Alguien tiene alguna pista? Seguiremos la investigación, en busca de una de las sutiles huellas que nos dejó Bergman a lo largo de su obra.

lunes, julio 09, 2007

Saldando deudas con Bellow: Las aventuras de Augie March

Recuerdo una tarde de abril de hace un par de años. Estaba en uno de los laboratorios que tenemos durante la carrera, intentando que el motor de un ventilador girara a mayor o menor velocidad según la temperatura ambiente, mientras la ilusión por hacer prosperar un trabajo compartido luchaba por sobrevivir. En uno de los muchos momentos de desesperación, bajé la cabeza cogiendo el diario El país, que en esa época repartían gratuitamente, y empecé a hojear sus páginas. Mi compañera luchaba con el ventilador, intentando que no se comportara aleatoriamente según la calidez de los ojos con que lo mirabas, y se asustó cuando escuchó mi exclamación y me vio saltar de la silla. Había llegado a la sección de obituarios y me sorprendió una foto de Saul Bellow en una pequeña porción de página, insignificante para alguien de su importancia. Lo que me impactó no fue el hecho de su fallecimiento (ya había cumplido los 89), sino que no me hubiera enterado de la noticia hasta un par de días después de suceder. No me explicaba cómo era posible un alcance tan limitado de algo así, similar a lo que ha pasado estos días con Edward Yang. ¿Cómo puede haber una diferencia tan abismal entre un personaje de la farándula y una personalidad de la cultura?



En aquel momento sólo había leído una de sus obras, Carpe diem, que no me embargaba de gozo; más bien me pareció un esbozo, en ocasiones demasiado histérico, de una historia (de un personaje), que podía dar más de sí. Por esa razón, cuando murió me propuse hacerme con alguna de sus grandes obras: "Herzog", "El legado de Humboldt" o "Las aventuras de Augie March". Han pasado dos años (algo más), pero al fin he saldado mi deuda, y con gran satisfacción.

En cierto modo, "Las aventuras de Augie March" era una novela cuya lectura me daba bastante pereza. Nunca me han interesado (y sí cansado) las historias de pícaros al modo "El lazarillo de Tormes" o "El buscón", y a eso, tenía entendido, se parecía el clásico de Bellow. Sin embargo, desde el principio la sensación fue bastante positiva. La infancia del protagonista, la convivencia en esa familia judía tan peculiar, me recordaba los ambientes de algunas novelas de Philip Roth, pero conforme avanzaban y avanzaban las páginas, sólo me venía a la cabeza el personaje de Julian Sorel, de la novela de Stendhal. Y eso que el protagonista de "Rojo y negro" es muy diferente de Augie, teniendo éste un carácter mucho más ingenuo y compasivo, una manera de afrontar la vida no tan centrada en el ascenso social y sí más en una felicidad que se presenta, en todo momento, inasible. Augie es, en definitiva, un alma más cándida. Podemos buscar las similitudes en la simpatía intrínseca, el don de gentes, la malicia juguetona (ambiciosa en uno, entrañable en el otro), la curiosidad, o el afán de aventuras (a menudo inconsciente) y de dejarse llevar y mecer por el destino. En todo caso, Julian es más cerebral y Augie más emocional, lo que configura ambas novelas como complementarias, con tonos completamente opuestos.

Se menciona al comienzo de la narración la frase de Heráclito "carácter es destino", aunque mi impresión una vez terminado el libro se inclina a pensar que estamos más ante una ironía que ante una declaración de intenciones. La ironía de Bellow, al menos en este libro, se manifiesta de manera muy soterrada, a diferencia del Roth más incisivo, aunque ambos comparten un gusto por el fatalismo, la desilusión y la impotencia muy propio de la generación judío-estadounidense a que pertenecen. Una de las cosas que parecen quedar más claras al término de la novela es, precisamente, la imposibilidad de que el propio carácter forje nuestro destino en la vida, de modo que cada avatar, cada jarana del azar, configure el auténtico devenir. Tanto Augie como su hermano Simon, cuyas vidas paralelas se contraponen desde el principio como diferentes maneras de abordar la realidad, observan cómo no logran alcanzar la ansiada felicidad, ni por el camino de la seguridad ni por el del instinto. Impotencia es lo que se trasluce y, me da la impresión, Bellow da a entender que lo único que merece la pena es buscar la felicidad y asombrarnos ante cada pequeño milagro vital, huyendo de la obsesión de alcanzar una plenitud que no puede estabilizarse más que durante el parpadeo de una memoria muda.


La novela tiene algunas partes que me parecen culminantes, rayanas lo sublime, como ese viaje de Augie y Thea (su amor "verdadero") a México para intentar amaestrar un águila algo rebelde. Se palpa ahí un existencialismo que se acerca al sentimiento de las corrientes europeas de Sartre y Camus. En toda esa secuencia, y en alguna otra, conviven el tono realista que suele definir el libro con una sensación onírica, algo imprecisa, que nos hace pensar si todos los instantes de felicidad no son, realmente, meros sueños de los que, más antes que después, tenemos que despertar.

Hay algo extraño en "Las aventuras de Augie March", algo que consigue que se acerque mucho al olor y al sabor de la vida, a la impredicibilidad de lo seguro y a la certeza de lo vago. Porque podemos saber cómo va a ser el día de mañana, qué vamos a comer o cuándo vamos a dormir, pero no tenemos la certeza de cómo lo sentiremos, lo saborearemos, o qué soñaremos. Esa es la aventura de vivir, sea la vida más ajetreada que podamos imaginar o la rutina más incómoda. ¿Por qué no es posible que mañana, en el trabajo, la misma sonrisa de la misma persona nos despierte una emoción que nunca habíamos experimentado?

El autor que se lleva los más altos honores de la literatura norteamericana de nuestro tiempo es Saul Bellow, gracias a su extraordinaria energía e inventiva, y a su sentido del asombro ante el mero hecho de la existencia humana.

Joyce Carol Oates, contraportada del libro.

Lo que yo creo es que la vida, y la novela, es como una práctica de laboratorio que desarrollas durante todo un cuatrimestre. Vas avanzando casi imperceptiblemente, lo que un día funcionaba al día siguiente no hace nada, el fatalismo llega por muy recto que sea el camino, los momentos de armonía son compartidos, y las desesperaciones sólo pueden ser aplacadas por tu pareja: cuando ésta no funciona, todo se hunde.

Uff, ha sonado muy pretencioso (y obvio), pero esto no es más que un divertimento.

PD: se me ha olvidado comentar si Saul Bellow desarrolla en su obra un despliegue de humanismo, como se suele comentar, o más bien compasión, que es lo que yo pienso. Pero lo dejo para otro día.

miércoles, julio 04, 2007

Mirada a los 50

Como cada verano, la revista Miradas de cine prepara su especial de una década de la historia del cine, pidiendo la opinión de los lectores mediante una lista de las 15 películas favoritas y las 5 más sobrevaloradas para cada uno. Este año es el turno de los 50, unos años (como todos, en realidad...) de los que es realmente difícil quedarse únicamente con 15 films.
Tras dolorosos descartes (me ahorro los sobrevalorados), pongo aquí mi lista:

-El crepúsculo de los dioses (1950, Billy Wilder)
-Vivir (1952, Akira Kurosawa)
-El hombre tranquilo (1952, John Ford)
-Europa 51 (1952, Roberto Rossellini)
-Madame de... (1953, Max Ophuls)
-Cuentos de Tokio (1953, Yasujiro Ozu)
-El intendente Sansho (1954, Kenji Mizoguchi)
-Ordet (1954, Carl Theodor Dreyer)
-La canción del camino (1955, Satyajit Ray)
-Un condenado a muerte se ha escapado (1956, R. Bresson)
-Las noches de Cabiria (1957, Federico Fellini)
-Fresas salvajes (1957, Ingmar Bergman)
-Sed de mal (1958, Orson Welles)
-Vertigo (1958, Alfred Hitchcock)
-Río Bravo (1959, Howard Hawks)
-Los cuatrocientos golpes (1959, François Truffaut)

Y una vez confeccionada, me doy cuenta de que es una lista extremadamente típica..., será que tengo unos gustos demasiado comunes. De todas formas, pongo otras 15 que también me gustan mucho y no suelen salir en listas de este tipo, para que no sea todo tan aburrido:


-La casa en la sombra (1951, Nicholas Ray)
-Madre (1952, Mikio Naruse)
-Operación Cicerón (1952, Joseph Leo Mankiewicz)
-Él (1953, Luis Buñuel)
-El salario del miedo (1953, Henry Georges Clouzot)
-Cara de ángel (1953, Otto Preminger)
-Rififi (1955, Jules Dassin)
-Más allá de la duda (1956, Fritz Lang)
-La calle de la vergüenza (1956, Kenji Mizoguchi)
-Cuarenta pistolas (1957, San Fuller)
-El increíble hombre menguante (1957, Jack Arnold)
-Los amantes de Montparnasse (1958, Jacques Becker)
-El rostro (1958, Ingmar Bergman)
-Misión de audaces (1959, John Ford)
-La hierba errante (1959, Yasujiro Ozu)

Sigue siendo bastante típico, sobre todo en cuanto a directores, pero bueno. Ahora es vuestro turno. ¿Cuáles son vuestras favoritas de los años 50? A ver si os animáis y luego hacemos un pequeño recuento, que estas cosas siempre son divertidas.

Por cierto, Bresson sólo hizo tres películas en esa década, así que alguien tendrá que pensar otras doce...

lunes, julio 02, 2007

Edward Yang (1947-2007), R.I.P.



No ha llegado a cumplir los 60, porque el cáncer se lo ha llevado y nos ha dejado sin sus películas. Después del gran éxito que cosechó con su anterior Yi Yi, allá por el año 2000, todos esperábamos otra gran obra de este gigante del cine taiwanés. A veces eclipsado por Tsai Ming Liang o Hou Hsiao Hsien, el cine de Edward Yang (a pesar de ser uno de los principales fundadores de la nueva ola taiwanesa) es menos conocido es España, seguramente porque no ha sido editado en DVD, no es programado por las televisiones, y por otros medios sólo se pueden conseguir sus films sin subtítulos. Por estas razones, Yi Yi es mi única experiencia con su cine, pero sólo eso ya me vale más que filmografías completas de muchos directores de más renombre. Ya comenté esa película en otra ocasión, por lo que no entraré en detalles de su obra, cuyo conocimiento espero ampliar cuando sea posible de alguna manera. Sin embargo, no tengo mucha confianza, ni siquiera creo que mañana en los medios se hagan eco de la noticia, cuando estamos ante uno de los directores fundamentales del final del siglo XX, con muchas de sus obras señaladas en prestigiosas listas entre lo mejor de las dos últimas décadas.

Como prueba, la lista de Jonathan Rosenbaum, donde, aparte de Yi Yi (2000), incluye Taipei Story (1985), A Brighter Summer Day (1991) y Mahjong (1996).

Sería un buen momento para rendirle tributo sacando a la luz sus demás películas.

Descanse en paz.